En algún momento se acabará el mundo. Habrá testigos. Al menos uno. Algún hombre será el último hombre. Piense en eso, en él, le quitará la sonrisa como me la quitó a mí, para siempre. Piense también en que quizás ese hombre será usted. Es posible. Y si no es usted será alguien más, pero será alguien. Quizás ese desdichado sobreviva algún tiempo solo, en medio de la hecatombe, y no podrá contar nada después. No habrá quien lo escuche.
Con el fin del mundo devendrá el fin del tiempo. Las historias cesarán. No estoy seguro si el silencio de las historias será la causa del fin de los tiempos o si será su principal consecuencia. Esa consideración, sin embargo, ya no tendrá importancia en aquel momento, como no la tiene ahora.
Yo no necesito imaginar a ese hombre. Puedo ser ese hombre. ¿Quiere ver que puedo? Pues mire, ya lo soy. No soy el autor hablándole, soy yo, el personaje principal, el narrador. Soy quien mis palabras dictan que sea. En este momento soy el último hombre sobre la faz de la Tierra. Usted no me conoce, pero no se preocupe. Siempre se ha dicho que a los personajes se les tiene que presentar poco a poco, pero que sólo adquieren profundidad cuando se les ha descrito cabalmente. Esto no significa, de ningún modo, que la descripción tenga que ser larga. Tampoco que tenga que versar sobre la apariencia del personaje. En este momento no importa cómo soy, el color de mis ojos, si llevo lentes o vello facial. Soy el último hombre sobre la Tierra. ¿En verdad se necesita una descripción más exacta? Si usted es capaz de imaginar al último hombre, su soledad, su desazón, su desesperación, entonces me ha comprendido bien, no necesita saber más de mí.
Puedo además viajar de un lado a otro. Si ahora digo que estoy en Japón, apenas termino de decirlo, ya estoy ahí. En Kyoto. Y antes de que se imagine los jardines de cerezos, los caminos de piedra entre césped perfectamente rebanado, puedo decir que estoy en Río de Janeiro, en la playa, y ya estoy ahí. Estoy solo y el mundo está por cesar. Recuérdelo, soy el último hombre. Todo parece tranquilo ahora, el mar, las olas, el cielo. Hace un sol estupendo. Las nubes no presagian cosa alguna, antes bien, disimulan. Piso la arena, estoy descalzo. La siento entre los dedos. Sin embargo, esa forma de estar, quieta, con el viento en tregua, es apenas una ilusión, un relámpago de realidad. Cuando yo desaparezca el mundo también desaparecerá: la arena, el sol, esas nubes que me quieren engañar. Permítame ahora una aclaración: no estoy hablando del mundo en tanto que percepción mía, no. Hablo del mundo objetivo, si es que existe. Porque ningún objeto existe si no hay quien lo perciba y los míos son los últimos ojos, los últimos oídos. Desapareceremos juntos el mundo y yo.
No se agobie demasiado. Yo soy el narrador. Con un simple viraje en el renglón ya no soy el último hombre. Ya está. Ahora estamos todos. La playa fríe las plantas de los pies, las mujeres se bañan entre risas, hay una pelota de voleibol que ha caído cerca de mí. Además del oleaje, escucho música. ¿Lo ve? No tiene porque fruncir el ceño, no se preocupe. Es más, si yo lo deseo, si así lo refiero, usted también está aquí. Usted está aquí. ¿Qué le parece este paisaje? Es el atardecer. Somos muchos hombres, millones, poblando la Tierra en un tiempo pasado, o en uno futuro, demasiado futuro, cuando los tiempos han vuelto a correr. De alguna manera el hombre apareció, ¿no es cierto? De la misma manera volverá a aparecer. La simple posibilidad de que un hombre y una mujer aparezcan de pronto en el mapa se convierte en un hecho necesario si el tiempo es suficiente. Y yo soy el narrador, el tiempo es mío, yo lo administro. Así que yo digo que el tiempo es suficiente, infinito. Con sólo decir que el tiempo es infinito entonces lo es. Y el hombre aparecerá de nuevo sobre la faz de la Tierra, una vez aniquilado, tantas veces como se quiera, como se pueda pensar o como sea posible. Es decir, infinitas veces.
Así que aquí estamos, usted y yo. He dejado por voluntad propia de ser el último hombre sobre la Tierra. La principal razón fue que no quería que esta historia desapareciera, lo necesitaba a usted para generarla con su lectura. El último hombre sobre la Tierra puede ser cualquiera excepto un narrador. Eso quiere decir, pensándolo bien, que nunca fui el último hombre. Siempre estuvo usted ahí. Por un momento usted y yo fuimos los únicos hombres. ¡Es verdad! No soy tan libre como he pensado, como lo he creído. Dependo de usted. Ahora usted sonríe. ¿Sonrió? Si yo narro que usted sonríe usted debe sonreír. Así es, no hay otro modo, está usted bajo una especie de embrujo, una suerte de efluvio que nace de mis palabras, que lo tiene hechizado, a mi merced. ¡Qué pena! Ahora usted piensa que hubiera sido mejor no comenzar a leer. Se condenó irremediablemente a cumplir mi voluntad.
¿No me cree? Observe con atención.
Quiero que imagine un pez. Lo hará. Lo está haciendo ahora. Pez. Cuerpo oblongo, curvo, escamado. Nada en un lago de agua turbia. Brinca por encima de la superficie. ¿Lo ve? Ahora cae. Piense en la espuma. Espuma. Piense ahora en un tractor verde circulando por un campo que ha sido surcado por las máquinas que lo peinan en líneas paralelas. Piense en usted mismo. Piense en la última vez que vio su rostro en el espejo. Mire sus ojos, de lleno.
Ha quedado demostrado. Usted está hipnotizado por mí. Su imaginación es mi esclava. Me hace gracia. Usted me agrada, comienzo a apreciarlo. Espero que el sentimiento sea mutuo. No quiero jugar con usted, sólo quiero narrarle algo. Está en mi naturaleza, es lo único que puedo (y debo) hacer.
Volvamos a empezar. Olvide lo que he dicho hasta ahora de mí. No soy el último hombre, tampoco estoy en una playa brasileña. Lo que ha sucedido en mi vida antes de este momento no tiene importancia, por eso no aparecerá en la historia. Todo comienza aquí:
Estoy en un avión. Viajo con más de doscientas personas. No importa si usted lo cree o no. Estoy viajando. Y también estoy viajando en el tiempo. Todos los viajes son viajes en el tiempo. Si no transcurre el tiempo no se puede uno mover. Así que me estoy moviendo en el espacio, en el tiempo. Novecientos veinte kilómetros por hora. Diez mil pies sobre el nivel del mar. Estoy pensando en lo extraño que es y lo normal que nos parece estar viajando por los aires, a esta velocidad, sin ejercitar un solo músculo. Viajo sentado, en el asiento C de la fila 26. Siempre elijo el pasillo para estirar los pies. Estoy por llegar a una ciudad. ¿A cuál? A la que usted quiera. Usted también puede ser un narrador si yo se lo permito. Ande, juegue. ¿A qué ciudad estoy llegando? No me diga, no importa. Deje que yo lo descubra cuando baje del avión. Pero no siga pasando estas palabras sin pensar en alguna ciudad, no sea que el avión nunca aterrice. Vamos los dos a la cabina de pilotos. Esto es emocionante. Voy a tocar la puerta y, cuando me abran, le daré paso a usted. Yo me quedaré afuera. Dígales a qué ciudad deben ir. Pero hágalo pronto, porque los pasajeros se van a impacientar. Ahora estamos usted y yo caminando por el pasillo. No esté nervioso, ninguna de las azafatas nos impedirá llegar hasta la cabina. ¿Que cómo lo sé? Pues porque soy un narrador omnisciente. Lo sé todo. Excepto la ciudad a la que este avión se va aproximando ahora. Eso lo ignoro por elección, porque le he permitido a usted que lo elija. Ahora estoy tocando la puerta. Ahora abre el capitán. Nos sonríe, ya nos esperaba, he decidido que él también sea parte del juego. Doté su memoria de este conocimiento. Lo está dejando pasar a usted. Yo me he quedado afuera. Platique con el piloto, dígale lo que usted quiera. Dígale que se estrelle, que se vaya a pique, que aterrice con suavidad. Lo que usted prefiera. Yo ya estoy harto de saberlo todo. Quiero renunciar por un momento a ser el narrador. Ayúdeme, se lo suplico.
Ahora usted está dentro de la cabina, yo no alcanzo a escuchar lo que usted le dice a los pilotos. He decidido no poder escucharle. Pero usted sí puede leer lo que yo estoy pensando. Ahora usted es realmente el omnisciente, ahora usted es el narrador, el dueño, el dios. Pero sólo por un instante. Cuando usted vuelva acá, al pasillo, cuando esté otra vez conmigo, entonces yo narraré cómo usted desaparece. Y desaparecerá de este relato, dejándome otra vez las riendas a mí. Así funciona el juego.
¿Por qué está tardando tanto usted? Comienzo a ponerme nervioso. Ahora creo que las reglas rotas me pasarán factura. ¿Cómo habrá de reconfigurarse el mundo que yo tengo en la cabeza, mi historia y la de la humanidad si usted decide aterrizar, por decir, en la Hungría de 1890, cuando no había vuelos comerciales? ¿O si decide que el avión desaparece en el triángulo de las Bermudas? ¿Quién será el que cuente todo lo que pasa si usted hace desaparecer el avión conmigo a bordo? Toco la puerta, ¿me escucha? Quiero que salga ya de la cabina. Estoy muy nervioso.
Ahora golpeo con fuerza. Salga ya de ahí. Por favor, no me obligue a romper mi palabra. Si no me hace caso ahora, voy a tener que desdecirme. No me obligue a desdecirme, por favor, es la deshonra más grande para un narrador. Sólo soy un personaje, tenga compasión. Déjese de juegos y abra ya esa puerta, ¿me escucha? ¡Oiga!
Ya veo. Lo que quiere es demostrarme que usted tiene el control, ¿verdad? Pues algo de control sí tiene, lo acepto. No es usted mi súbdito. Me retracto, pero salga ya de la cabina, por favor.
Me obliga a cambiar otra vez la historia. Mire, así de fácil, ya no está usted en la cabina. Ya no hay doscientos pasajeros. Sólo estoy yo. Y ya no estoy en un avión. ¿Qué le parece? Soy Alexandre Pirès, marino de primera categoría. Navego en las aguas calmas del Mediterráneo. ¿Lo ve? Sigo controlando todo. Pensó que me iba a doblegar, ¿verdad? Pues no lo ha logrado. Fue temeraria mi decisión de dejarle saber a usted algo que yo no sé. Nunca ha tenido consecuencias favorables la pérdida de las riendas por parte de un narrador. He recuperado el control, sí, pero ahora quizá ya no tengo su favor, ya no le soy gracioso ni entretenido, ¿cierto? Lo merezco. Fui un torpe. Comencé este texto haciendo un alarde de mi poder, cambié de lugar, de tiempo, de contexto. Pero todo eso sólo fue para demostrar mi argumento. Lo del avión era ya una historia planteada con seriedad. Y usted me ha obligado a traicionarla. Me siento muy mal. Quizás ya no merezco llamarme narrador.
¿Y ahora qué hago? Estoy seguro de que a usted ya no le interesará ninguna de mis posibles historias. Ya no querrá seguir leyendo nada de lo que le cuente. ¿O sí? ¿Y si le digo que hay un monstruo terrible que navega por debajo de mi embarcación? ¿Que el barco se llama S.S. Solentiname? ¿No le interesa? Si le narro la forma en que usted penetra en el barco, camina por los pasillos, abre la puerta de filos dorados de un camarote y me encuentra a mí ahí. Sí, a mí, al narrador. Y entonces le permito a usted que describa mi apariencia física… ¿Qué le parece? ¿Le apetece? Dígame cómo quiere que sea yo. Dígame si prefiere que yo me llame Alexandra en lugar de Alexandre. Indíqueme si usted prefiere encontrarme desnuda en la cama del pequeño camarote o si prefiere que yo sea Pirès con el cañón de una escopeta en la boca. Haré lo que usted me diga, pero no se vaya, no cierre el libro, por lo que más quiera… Piénselo, le daré un espacio para que lo haga. Recorra las líneas en blanco como si estuviera leyendo y piénselo, dígame qué quiere que yo haga. Dónde. Cuándo.
***
A mí también me ha dado tiempo de pensar. La verdad es que me tiene sin cuidado ya lo que haya decidido. Imagíneme donde quiera, con el rostro que quiera, cayendo de un barranco o tocando un violín en la Opera House de Sydney. Sólo me queda una cosa por decir y usted la va a tener que escuchar. Lo sé, lo comprendo, ya no soy nada, ya no soy el narrador. Ahora el narrador es usted. Ahora yo soy un personaje a su merced. Qué estúpido fui. (¿Qué estoy haciendo ahora? ¿Estoy llorando diciéndole esto en voz alta mientras un oso me lleva a rastras a una cueva en algún bosque canadiense?). Ah, qué condenado soy. Me despido de usted, o más bien, debo decir que me despido de mí, porque usted seguirá ahí cuando yo termine de hablar, en cambio yo habré desaparecido… En fin, me despido deseándole suerte y le ofrezco dos consejos: primero, no pare nunca, no deje de narrar; segundo, nunca le otorgue a su lector la posibilidad de contar la historia, créame, no lo llevará a nada bueno.
Cuento publicado originalmente en el libro Imagine un pez de Editorial Foc. http://www.editorialfoc.com/imagine-un-pez
Josemaría Camacho
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