Lo primero fue el gesto, que en realidad es la emoción vuelta rostro: el ceño fruncido, un lagrimal tembloroso, los ojos en blanco, toda la dentadura expuesta o bien los labios apretados. Para detallar estos rasgos vino el ruido: golpes de los pies sobre la tierra, gritos agudos, vocales en forma de susurro, los lamentos guturales y la risa. Pero las tuercas todavía estaban flojas, hubo que poner los sonidos en fila, acomodarlos en casillas, clasificarlos en familias: he aquí el nacimiento de la música. Sin embargo hacía falta darle un nombre al milagro armónico: he aquí el nacimiento de la palabra. La cosa no acaba en este punto, por supuesto, ya que por su naturaleza la palabra reclamaba el mismo trato que el sonido. Había que ponerlo en orden, y ya no en fila sino en una columnata que terminó por sostener la historia de la comunicación del hombre. A este pabellón se le nombró “literatura”, y Tennessee Williams escribió Un tranvía llamado deseo a la sombra de su arquitectura.
En 1998 André Previn tomó la obra dramática y la desmembró con gentileza, revirtiendo así todo el proceso que describo. En este punto cabe mencionar que la esencia del teatro es el diálogo. Pues bien, Previn no transformó los diálogos de los Kowalski y de Blanche Dubois en música, sino que escarbó en sus orígenes, entendiendo que el trabajo de Williams tiene un filoso trasfondo psicológico. Así, Previn logró que la música no echase a un lado a la palabra, sino que la cobijara.
Pero basta de complejidades, quiero poner sobre la mesa un ejemplo campechano del retorno del hombre al lenguaje primario. Hablemos del chiflidito que muchos utilizamos en nuestros círculos familiares. Siempre me ha parecido hermoso cuando en medio de una reunión fraternal se escucha afuera de la casa un silbido, un claxonazo, o un golpeteo en la puerta que comunica una clave que todos comprenden. Se detienen las acciones ante la onomatopeya y todos los involucrados saben que hay que abrirle la puerta al tío o ayudarle con las bolsas a la abuela; que ya está la comida o que ya no hay gas. Pues bien: el chiflidito en este caso, es la hermosa versión operística que hizo André Previn de la legendaria obra de Tennessee Williams. El salvaje sonido toma el lugar de una larga explicación, y entrega el mensaje como quien incrusta el clavo de un solo martillazo.
Pareciera que el lenguaje está condenado a volver a sus orígenes rudimentarios: la palabra toma un descanso de su función de herramienta: de nueva cuenta son la voz y el cuerpo quienes toman el control. No obstante, el drama psicológico no se desmorona, en todo caso gana solidez en sus cimientos, y es que en el lenguaje operístico el leitmotif es el gesto. Hay que decirlo, la ópera de Previn es compleja. El tempo cambia cada par de pentagramas, el volumen baja y sube paralelo a las emociones de los protagonistas; el tono a menudo recuerda la oscuridad y la ansiedad de la música de Stravinski, pero estalla en manos de los metales cuando momentos álgidos de la trama nos recuerdan que el escenario es la salvaje ciudad de Nueva Orleans a finales de los cuarenta. Tennessee Williams construyó el tranvía, pero Previn dispuso los rieles.
Hagan sonar el chiflido fraterno entre los suyos para asistir a este espectáculo, este viernes 24 y domingo 26 de marzo, a las 19:00hrs y 18:00hrs respectivamente, la ópera será interpretada por la Orquesta Sinfónica del Instituto Politécnico Nacional en el Teatro de la Ciudad Esperanza Iris, bajo la batuta de Dorian Wilson y la dirección escénica de Ragnar Conde, quien llevó a cabo un inusual proceso de análisis del texto original con los cantantes, lo cual se nota en su impecable desempeño en escena. Ninguno de los participantes encaja en el estereotipo del cantante de ópera acartonado que no puede ni dar un par de pasos sin descuidar su interpretación. Las voces de Irasema Terrazas, Enrique Ángeles, Adriana Valdés y Rogelio Marín se mantienen intactas a pesar de la violenta coreografía que ejecutan con sus cuerpos.
Viera Khovliáguina
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