Aquél verano me encontraba en la árida Andalucía, en un pequeño pueblo no muy lejos de Granada. Mi único afán del día era llegar a Málaga antes de medianoche para tomar un tren. Pero todavía tenía tiempo, pues eran las diez de la mañana y estaba solamente a dos horas de Málaga. Como no tenía mucho dinero, decidí hacer autostop. Antes de ponerme en ello, compré una botella de agua bien fría y preparé un libro que tenía dentro de mi mochila. A pesar de los treinta grados de temperatura y del sol inclemente, no me sentía asfixiado ni tostado por el calor. Me instalé tranquilamente junto a una intersección que daba a la carretera. Mientras esperaba, sostenía la pancarta que rezaba « ¡ Málaga ! ☮ », y al mismo tiempo leía uno que otro poema, recogido en la soledad de aquél Viejo Oeste.
Los autos pasaban cada tanto, pero la mayoría iba en dirección a Granada. Todo un desfile de Mercedes Benz, BMW y camionetas 4×4 pasaba delante mío sin apiadarse de mi negra y barbuda cara. Al cabo de tres cuartos de hora, decidí cambiar de lugar, pues comenzaba a aburrirme. Casi enseguida, una vieja camioneta blanca se paró delante mío y pitó. Era de esos carros « utilitarios » que se utilizan en las construcciones pequeñas. El motor roncaba fuertemente, pero dejaba oir una guitarra flamenca que sonaba en la radio. El copiloto, un moro bien corpulento con cara de niño inocente, se bajó y me dio acceso a la parte trasera del auto. Sin pensarlo mucho, introduje mis cosas y entré.
Ya en el carro, me dí cuenta de que junto a mí, había un pequeño bulldog negro de ojos saltones, de esos que siempre tienen la nariz empapada. Tenía la boca abierta, la lengua afuera y jadeaba con desespero. Al respirar, el animal rugía como un cerdito y babeaba todo a su alrededor (incluída mi pierna y una parte de mi mochila).
No tardé en entablar conversación con el conductor, un andaluz de cabello rubio, ojos azules y un tatuaje de Camarón de la isla1 que le cubría todo el pecho. Cuando se presentó como « Juan », me estrechó la mano con tanta fuerza que la pintura seca acumulada en su mano quedó grabada sobre mi palma. Juan estaba contento de haberme recogido pues, según él, mi cara le recordaba a « un primo que quería mucho ». Lo único que me inquietaba un poco era que mientras Juan conducía a 120 kilómetros por hora, no dudara en mirarme directamente a la cara, fumarse una calada de porro y beber un trago de cerveza cada tanto (no sin antes convidarme). Sin embargo, yo no podía culparlo por esto, pues comprendía que trataba de brindarme hospitalidad a su propia manera. Entre tanto, el bulldog continuaba embadurnando mis piernas y me miraba ansioso, como si se me fuera a tirar encima en cualquier momento.
Al son de la bulería flamenca, Juan me contó cómo había conocido al copiloto, que se llamaba Sofián. De hecho, una mañana Juan iba conduciendo esa misma camioneta cuando vio un hombre sentado junto a la ruta de Alicante. Sin saber por qué, sintió deseos de hablarle al desconocido. Se detuvo y lo invitó a subir. Sofián le hizo entender que no hablaba castellano, pero Juan insistió hasta que finalmente tomaron carretera juntos. Sofián buscaba dinero, pues llevaba varios días durmiendo donde lo agarrara la noche. Como Juan trabajaba de obrero en una construcción de la zona, logró conseguirle un puesto provisional. Sofián tenía alguna experiencia en ese tipo de labores, así que se las arregló y aprendió lo necesario para comunicarse e integrarse al equipo.
***
Los campos de aceituna y lavanda son casi las únicas muestras de verde que resisten el verano andaluz. Yo miraba de tanto en tanto y me sentía envuelto por esa tierra mítica cantada en los poemas de García Lorca y Antonio Machado. En una mezcla de gestos, español y francés, Sofián me explicó que no veía a su madre desde que tenía 14 años, cuando dejó Alger porque su padre fue enviado a la cárcel por segunda vez. También comprendí que él mismo había estado en la cárcel durante su paso por Alemania. ¿Por qué razón ? No lo sé con seguridad, pero al parecer debido a tráfico de drogas suaves.
Al acercarnos a Málaga, le propuse a Juan que me dejara en la primera estación de gasolina que se nos atravezara. Contrariado, él insistió para que viniera a beber una cerveza fría al pueblito donde estaban viviendo, pues se encontraba en el mismo camino. Su generosidad y la alegría que nuestro encuentro parecía haberle brindado me impidieron rechazar la invitación.
En un par de minutos llegamos a una casoneta ubicada sobre un alto camino empedrado, justo al lado de un edificio en obras. Después de estacionar el auto, Sofián abrió la puerta, salió y me dio paso para seguirlo. Bajo ese ardiente calor del atardecer, una cerveza fría parecía una gran recompensa. Viendo al perro, que continuaba resoplando como un caballo, pensé que a él también le vendría bien algún trago para refrescar la garganta. Juan se inclinó hacia el asiento de atrás y tomó al perro por el collar, cargándolo con un solo brazo de manera un poco ruda. Jadeando aún más fuerte, el bulldog dejaba un caminito de babaza blanca tras de sí. Juan lo cargó hasta un grifo que estaba a unos metros y, sin soltarlo del cuello, abrió la llave para que el perro calmara su sed. El fuerte chorro de agua hizo el efecto contrario, pues el collar ya asfixiaba al animal y esto lo atoraba todavía más. El perrito bufaba y pataleaba para liberarse. Entonces Juan se dio cuenta pero, extrañamente, resolvió darle fuertes bofetadas sobre el hocico y, para completar, Sofián se acercó con afán y repitió la acción de su compañero. Yo apenas atiné a decirles que dejaran al animal tranquilo, pero tampoco insistí mucho porque esa repentina y violenta acción me paralizó. Cuando el perro dejó de moverse, Juan lo dejó caer sobre el suelo e intentó una respiración boca a boca. Sofián se resistía a aceptar lo sucedido y le propinó unos bruscos masajes sobre el vientre. La muerte del animal quedó confirmada por una pequeña expulsión de mierda flatulenta cuya textura contrastaba con el suelo empedrado.
Un denso ambiente de duelo, una especie de neblina se instaló y nos cubrió a los tres. Yo miraba al suelo, atónito. El cadáver del perro estaba rodeado de un charco de agua, mierda y babaza blanca. Su lengua seguía por fuera. En el fondo, yo me sentía incapacitado para juzgar esta muerte accidental. Aquellos hombres me habían conducido amablemente y ahora, justo cuando trataban de hacer algo bien (de una manera bastante bruta, es cierto), la realidad les pateaba la nariz. Juan era el más decepcionado de todos, seguramente porque se sentía responsable directo. Negaba con la cabeza y maldecía sin parar, como si no se explicara la cosa. Pasado un rato, entró a la casa y regresó con una cerveza helada, una caja de cartón y una pala. Metió al perro en el cofre del carro, siempre tomándolo del collar con su inmensa mano derecha.
Bebimos la cerveza en silencio, dando cortos sorbos y pasándola sin mirarnos a la cara. Cumplido lo acordado, estreché la mano de cada uno, expresándoles que sentía mucho lo sucedido y que no era culpa de nadie, que así eran las cosas, pero antes de partir, Juan me dijo, lastimero :
– Ají ej la vida, ¿no ? Todo ej culpa de ejte puto calor que hace acá… Ya es el tercer perrito que se me muere ejte verano.
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