Cuento de Ernesto Murguía.
Habían ocupado un gabinete al fondo, en una esquina. A través del ventantal podía verse la avenida: autos en movimiento, la glorieta del Ángel de la Independencia. A lo lejos, un letrero luminoso: Cinépolis, la capital del cine.
Diego meneó la cabeza.
—¿Un refresco? ¿Una naranjada? —insistió Ricardo.
El muchacho dudó. Llevaba una playera negra con un diablito de caricatura estampado al frente: God’s busy, can I help you? Tenía una argolla en la oreja derecha, otra en la ceja.
—Una naranjada —respondió por fin.
Ricardo buscó a la mesera. Como no la encontró, intentó llamar a una joven de uniforme que regresaba de entregar una orden dos gabinetes más atrás.
—Le encargo un americano y una…
—En seguida lo atienden —repuso la mesera y siguió de largo.
Ricardo se quedó ahí, con la mano levantada, observándola mientras se alejaba. Se incorporó ligeramente para echar un vistazo al resto del local. No había ninguna otra mesera cerca, tampoco localizó al gerente.
—Carajo, qué servicio —murmuró.
Diego permaneció inexpresivo. Una tonadita electrónica comenzó a sonar en el bolsillo de su pantalón. Se apresuró a tomar la llamada.
—¿Qué onda? Bien, aquí. Estamos en… ¿Dónde estamos?
—En el Vip´s.
—En el Vip’s —repitió Diego.
—De Reforma —agregó Ricardo; su hijo no le hizo caso.
—Vamos a ver una película. Pues sí, pero ya compró los boletos. Empieza a las siete… yo creo que como a las nueve y media. Ya sé, mamá, ¿qué quieres que haga?
Ricardo voltéo hacia un lado y se quedó observando la avenida. Entre los coches, vio a un Lincoln gris, adornado con moños y listones, estacionándose a un lado de la glorieta del Ángel.
—Ésa no es mi bronca. Ya te dije: hazle como quieras, yo no voy.
El chofer, de traje negro, con gorra y corbata, bajó del vehículo, abrió la puerta trasera y extendió la mano para ayudar a uno de los ocupantes a salir. Una mujer gorda, vestida de novia. La seguía un tipo de esmóking.
—Cuando llegue vemos. Pero desde ahora te digo que no. Me chocan esas reuniones.
La pareja se dirigió hacia las escaleras del monumento y esperó a que un hombre canoso, con estuche de piel colgado al hombro, saliera del vehículo.
—Ya me voy. Nos vemos al rato. Si me habla el Huevas le dices que como a las diez. Nueve y media, diez, es igual. Bye.
Diego dejó el celular sobre la mesa.
—Cómo chinga —murmuró.
Apenas había dicho esto, el teléfono volvió a sonar.
—¿Ahora qué, mamá? Pues claro que está aquí, ni modo que dónde.
Diego volteó hacia Ricardo.
—Dice mi mamá que ya estamos a fin de mes.
—El lunes le deposito.
—Que el lunes.
—Que no se te olvide.
—El lunes, sí.
—Ya le dije. Mamá, no exageres. De verdad, no voy a ir…
Ricardo volvió de nuevo la vista hacia el ventanal. El hombre canoso estaba montando un tripié. Frente a él, los novios se movían nerviosos. Algunos automovilistas volteaban a verlos. Otros tocaban el cláxon.
—Bueno, conste. Sí, está bien. Ahorita le digo. Bye.
Diego cortó la comunicación.
—Mi mamá te manda saludos… también a Lorena —comentó mientras guardaba nuevamente el teléfono.
Ricardo ignoró el comentario. Se apuró a interceptar al gerente, que caminaba apurado hacia el otro extremo del restaurante.
—Llegamos hace más de diez minutos y nadie nos ha tomado la orden.
—Disculpe, señor. En un momento le mando a alguien.
El gerente dio vuelta por el pasillo, rumbo a la cocina.
—A huevo quiere que vayamos con mi tío Manuel —comentó Diego luego de un momento.
—¿Siguen viviendo en Vista Hermosa?
—Vista Hermosa, Vista Fea, hasta casa de la chingada.
—Pero te llevas bien con tu primo, ¿no?
—Es un ñoño. Además ya tengo plan.
—¿Por qué no va ella? Que le hable a Kari.
—Es lo que le digo, pero ya la conoces. Pinche vieja loca.
—Diego…
—Es la verdad. Nomás anda viendo a quién chinga.
—De todas maneras, podrías reservarte tus comentarios.
—¿De quién habré aprendido?
—No empieces.
—El que empieza eres tú. Yo ni siquiera quería venir.
Diego echó el cuerpo hacia atrás y estiró las piernas, de manera que sus botas industriales sobresalían de la mesa ocupando parte del pasillo. Ricardo estuvo a punto de comentar algo; se contuvo. Una mujer de cabello corto y lunar en la barbilla se aproximó a la mesa.
—¿Qué desean?
—Una naranjada y un americano, por favor.
—La naranjada… ¿normal o mineral?
No hubo respuesta.
—¿Normal o mineral? —preguntó Ricardo.
—Como sea —respondió Diego de mala gana.
La señorita lo observó confundida.
—Mineral —dijo Ricardo—. Una naranjada mineral y un americano.
La mesera apuntó en su libreta y se alejó rumbo a la cocina.
El celular sonó nuevamente.
Diego hizo cara de fastidio. La expresión le cambió cuando vio la pantalla del aparato.
—¿Qué onda, buey? —respondió animado—. ¿Dónde andabas? Estoy aquí, con mi papá. Vamos a ir al cine. Ya sabes: “tiempo de calidad”. ¿Qué onda al rato?
Ricardo volvió a concentrarse en la glorieta. El hombre canoso estaba inclinado, tomando fotografías. Los novios se encontraban de pie, a media escalera. El vestido de ella era largo, con olanes en los bordes y gruesos tirantes.
—¿Seguro, pinche Huevas? No vayas a salir con tus jaladas de siempre. Bueno, pasa primero por ellas y luego te lanzas por mí.
Al ver con atención el vientre de la mujer, Ricardo se dio cuenta de que se había equivocado. No se trataba de una gorda. La novia estaba embarazada.
—Un día del año, no mames. Además, mi mamá va a usar la nave.
Debía llevar seis, quizá siete meses. Los pliegues del vestido no alcanzaban a disimular su estado. El tipo canoso hizo una seña. Los novios se recorrieron un poco a la derecha, dando pequeños pasitos, tratando de no perder la pose. Ninguno de los dos dejaba de sonreír.
—Conste cabrón. Cámara, bye.
Diego sostuvo el teléfono, indeciso entre hacer otra llamada o no. Terminó por dejar el aparato sobre la mesa. Su entusiasmo anterior había desaparecido.
La mesera regresó con las bebidas.
—¿Algo más?
Ricardó negó con la cabeza. Diego ni siquiera se volvió a verla. En la glorieta, la sesión fotográfica había terminado. El tipo de canas se apresuró a recoger el tripié. Emocionados, los novios se dieron un rápido beso. Bajaron las escaleras y caminaron hacia el Cadillac.
—¿Cuánto falta? —preguntó Diego.
Ricardo siguió contemplando a la pareja.
—La hora, papá. ¿Cuánto falta?
Ricardo pareció confundido. Levantó el brazo y vio su reloj.
—Seis y diez. Nos vamos al cuarto, ¿okey?
Diego asintió indiferente.
Ricardo alcanzó a observar cómo el Lincoln daba vuelta hacia Chapultepec y se perdía de vista. Tomó la azucarera y comenzó a preparar su café.
Ernesto Murguía
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- Tiempo de Calidad - 28/03/2013
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