La fantasía es, probablemente, el género más antiguo de la humanidad (probablemente después de la crónica, si contamos la primera vez que un cavernícola relató a su compañero cómo había resultado su más reciente cacería). La fantasía como género es inmortal, es una necesidad básica, que se puede usar para evadir, entender, complementar o mejorar la realidad. En este texto habré de citar a muy pocos autores, usándolos apenas como pequeñas tachuelas dispersas en un mapa descomunal para insinuar algunas de las cosas que pueden encontrarse en este reino tan multifacético, que se extiende desde la fantasía más desatada y vistosa en Las aventuras del barón de Munchausen hasta los oscuros elementos contenidos en The Neon Demon.
En cuanto a fantasía me estoy refiriendo a todos los elementos, los personajes, los lugares, las circunstancias, las criaturas o sucesos de naturaleza fuertemente imaginativa, mágica, probablemente imposibles de encontrar en nuestra realidad, que se acomodan bien en una historia de cualquier índole.
Generalmente, la fantasía es la puerta por la que entramos al mundo de los libros cuando somos niños. Desde los clásicos cuentos de los hermanos Grimm, pasando por El viento en los sauces y hasta los libros de Roald Dahl. Todos tenemos recuerdos de esos primeros acercamientos. Por ejemplo, recuerdo con especial cariño dos cosas: mi papá leyéndome, cuando yo era niño, varios libros de Julio Verne y, aparte, recuerdo un libro delgado pero sustancioso, que aún conservo (el lomo ya ha desaparecido por completo, de tantas veces de haber sido leído); en la portada un hombre sujeta la cadena del cancerbero, en medio de lo que podemos asumir como humo y llamas infernales. El título en la cubierta es Leyendas universales, de editorial Sigmar. La fantasía coloniza por completo la imaginación de los niños, son sus historias preferidas, son su hábitat natural, son el medio más efectivo para comunicarles ideas y lecciones de vida. Quizá sea esta posición de iniciación literaria por lo que desde hace ya algún tiempo mucha gente sigue insistiendo en ver en el género fantástico algo específicamente infantil que, por eso mismo, ni siquiera es para tomarse en serio, no dentro de la “literatura seria”, la “literatura de verdad”.
¿Cómo llegamos a este punto? ¿Por qué tantos críticos y figuras “serias” suelen desdeñar el género fantástico? Especialmente cuando recordamos que, en realidad, es el género primigenio, la literatura nació siendo completamente fantástica, la fantasía fue el primer recurso para que la humanidad se explicara el mundo a sí misma, para que cada generación educara a la siguiente, era motivo de reuniones tanto lúdicas como solemnes para intercambiar relatos; cada relato fantástico del inicio de los tiempos produjo un eco que se mantiene incluso hasta nuestros días. ¿Qué pasó, entonces? Tal vez el desprecio nazca en buena parte de un temor inconsciente, temor por tres cosas: Primero, que la fantasía tiene la capacidad de mostrar y transmitir cosas directamente ancladas en la realidad de manera a veces incluso más efectiva que el realismo más costumbrista. Segundo, que la fantasía suele llamar la atención de un público (ya no críticos, ya no especializados: público en general) más amplio que las distintas corrientes de literatura más realista. Tercero, es realmente difícil de manejar exitosamente, requiere un meticuloso y arduo trabajo extra que es muy difícil de dominar.
Aclaro, antes de seguir, que no pretendo predicar la idea de que la literatura fantástica sea la única que vale la pena y todo trabajo realista está por debajo. De ninguna manera, eso sería absurdo y tan extremista como la idea que sí estoy intentando derrocar aquí. Lo único que busco es opinar respecto al asunto innegable y necesario de dar a la literatura fantástica el lugar que merece con toda justicia, derrocando prejuicios y actitudes pedantes que buscan denigrarla.
Estos prejuicios afectan, por cierto, a toda la literatura “de género”, a la fantasía, la ciencia ficción, el terror e incluso, hasta hace poco, mucho de la literatura negra, que desde hace algún rato, gracias a autores nórdicos, anda poniéndose de moda en el gusto de los editores.
Probablemente otro motivo fundamental para el demérito de la fantasía en la opinión de aquellos instalados en “la literatura seria” sea la proliferación de libros de calidad desastrosa, la facilidad con que las editoriales, a veces con un criterio nulo o abismalmente torpe, nos mezclan en el mismo estante, con la etiqueta de fantasía, libros sublimes y novelas mediocres mal escritas, también un altísimo porcentaje de los libros autopublicados en amazon y plataformas similares son dolorosamente naive y se clasifican como fantasía. Así pues, no pocas veces el demérito de la fantasía se ejerce también desde el otro lado, el de los mismos que la producen, o que quieren producirla: muchos de esos autores parecen subestimar enormemente al género suponiendo que es sencillo de manufacturar y, en consecuencia, ofreciendo historias incoherentes, o simples, o predecibles, con elementos de fantasía regados encima como glaseado encima de un pastel quemado. El género fantástico es uno de los más invadidos por autores francamente mediocres pero que, indiscutiblemente, sienten genuina emoción por lo que intentan hacer; al respecto, tengo la hipótesis de que esta concurrencia se deba a que, precisamente, es uno de los géneros a los que más fuertemente y de forma primigenia, se siente atraído alguien que ama que le cuenten historias y que anhela contar sus propias historias. Sin embargo, volviendo a lo que decíamos antes, se trata de un género complejo y que requiere no sólo una honestidad absoluta sino una destreza que debe tomarse muy en serio. Recordemos que, como decía el maestro Junípero McClure, la gran responsabilidad de un artista, incluso antes que crear, es pensar.
Varios autores han hablado abiertamente sobre la seriedad con que procuran trabajar la fantasía en sus historias, dos declaraciones notables en cuanto a la luz que pueden dar al tema son las que han hecho Salman Rushdi y Lev Grossman.
Dice Grossman cuando un fan lo interrogó sobre el profundo realismo de la magia y la fantasía en su saga de Los magos: “Parcialmente tiene que ver con la forma en que se describe la magia; me pregunté qué pasaría si experimentaba con el cómo escribía la magia. ¿Y si describieras la magia en una forma muy precisa, cotidiana y realista, igual a como describirías una silla? ¿Cómo habría escrito magia Hemingway? ¿Cómo lo hubiera hecho Woolf? Quería jugar utilizando herramientas realistas para describir cosas fantásticas.”
Dice Rushdie respecto a hacer creíble lo increíble: “De algún modo hay un contrato entre el escritor y el lector por el que se aceptan cosas que sabemos que no pueden pasar. En una narración las alfombras pueden volar, lo aceptamos como lectores. Pero si quieres que el lector te acompañe en esa suspensión de la incredulidad, tienes que tomarte muy en serio las decisiones fantásticas: que una alfombra vuele o que un hombre levite a tres pulgadas sobre el suelo. ¿Cómo conduce un coche una persona que flota a tres pulgadas por encima del suelo? ¿Cómo usa el excusado? ¿Cómo afecta el viento a una alfombra voladora? ¿Y a qué altura puede volar sin peligro de congelación para los viajeros? La ficción mágica tiene que ser muy realista. Hay que tomarse muy en serio las ficciones para que el lector esté de acuerdo en suspender su incredulidad. Solo así puede pensar que sí, que se trata de una alfombra voladora real o de un hombre que realmente levita.”
Así que, como podemos ver, la fantasía es para tomársela muy en serio, precisamente porque contiene un potencial inmenso respecto a su alcance, las posibilidades creativas que ofrece y la influencia que puede tener en sus lectores. Después de todo, la fantasía más fantasiosa no sólo puede ser despreciada por cierto sector de la crítica, sino que también puede llegar a ser temida y prohibida por gobernantes maliciosos. Ahí tenemos El maestro y Margarita, de Bulgavok. La fantasía sirve para hacer críticas efectivas contra situaciones cuestionables; ahí tenemos Rebelión en la granja, de Wells. La fantasía es perfecta para transmitir valores morales en los que se cree sinceramente, ahí están las alegorías religiosas de C. S. Lewis o Tolkien. La fantasía puede servir para que entendamos mejor cómo funciona la humanidad, las familias, la sociedad; ahí tenemos las historias mágicas de Úrsula K Le Guin y J K Rowling.
Entonces, una vez más, ¿por qué el título de literatura fantástica suele ser menospreciado? A veces incluso por autores talentosos y consagrados… incluso cuando ellos mismos incursionan en el género. Margaret Atwood dijo que para su trabajo prefería, en vez de “fantasía”, el término “ficción especulativa” (Le Guin le criticó esa evasión). Recordemos también el caso de Kazuo Ishiguro que, cuando acababa de publicarse su más reciente novela, El gigante enterrado, dijo a The New York Times: “No sé qué vaya a pasar […] ¿Los lectores entenderán lo que estoy intentando hacer aquí o tendrán un prejuicio por los elementos superficiales? ¿Pensarán ‘esto es fantasía’?” Desde luego, Úrsula K Le Guin, acérrima defensora de la fantasía como literatura seria, se enfadó ante este comentario con el que, aparentemente, Ishiguro intentaba desentenderse de la etiqueta fantástica. Le Guin escribió que “ningún escritor puede utilizar exitosamente los ‘elementos superficiales’ de un género literario ‒mucho menos su profundo potencial‒ con una intensión seria mientras desprecia al punto de temer ser identificado con dicho género”. Más tarde Ishiguro declaró que fue malinterpretado y que, si se trataba de tomar bandos, él estaba “del lado de los pixies y los dragones”, pero es innegable que su declaración inicial no deja de sentirse como una especie de cura en salud.
En contraste, tenemos autores que ni siquiera encuentran necesidad alguna de ponerse a dar explicaciones sobre el uso de elementos fantásticos en sus relatos y, con esto, demuestran que de hecho la fantasía puede mezclarse perfectamente con cualquier tipo de historia y temática, en dosis de cualquier tamaño. Tomemos como ejemplo inmediato a Chuck Palahniuck, autor de relatos cínicos, visceralmente terrenales y con mezclas de humor ácido y situaciones a veces grotescas y a veces francamente crueles… y todos estos aspectos se potencializan con el añadido, en menor o mayor medida, de elementos fantásticos. Desde la fantasía metafísica en su forma de reimaginar las consecuencias de un severo insomnio en Fight Club hasta magia real y literal en Nana, uno de los libros donde, por cierto, en general la magia se siente más real, más creíble, en nuestro mundo.
Con autores que no se molestan en preocuparse por cómo quieran clasificar a su trabajo, son los críticos quienes hacen maniobras para evadir, cuando se trata de “autores serios”, el término fantasía. Con Rushdie los críticos suelen utilizar, igual que con Murakami, no el título de “fantasía” sino de “realismo mágico”, aquella etiqueta que se popularizó a nivel mundial con el boom latinoamericano. Aquí podría iniciarse la añeja discusión sobre si realmente existe una distinción genuina entre la fantasía, el realismo mágico e, incluso, lo “real maravilloso”. Personalmente, no puedo evitar pensar que las etiquetas posteriores a “fantasía” vienen a ser el equivalente de cuando la industria editorial inventó el término “novela gráfica” para que el público y la crítica se tomaran en serio ciertos comics, que en la forma llevaban el estigma. Pienso que si se admiten tantas etiquetas distintas para denominar cosas que, bien vistas, en el fondo son lo mismo, se debe más bien a lo inmensamente polifacética que es la fantasía.
Demos un vistazo a la literatura en español, donde uno sus pilares, Jorge Luis Borges, entregó muchas de las obras de fantasía más sublimes que se han hecho. El boom latinoamericano tenía en el alma los elementos fantasiosos que se volvieron el sello de un continente. Incluso después del boom, la fantasía ha estado presente, en distintas facetas, dentro de la mayoría de los autores en español que más han trascendido (de culto como Roberto Bolaño y Alberto Chimal, actualmente reverenciados como Bernardo Esquinca). Regresamos a la pregunta inicial: ¿Por qué, entonces, a la fantasía se le sigue ninguneando a nivel académico y de ceja alta? Es cierto que en parte debe influir el hecho de que a gran parte de los inquisidores literarios les despierta profundas sospechas, automáticamente, que un libro se venda mucho. Es cierto que Dan Brown es uno de los autores que más ganancias generan y eso es ya una pésima publicidad para los libros masivamente populares, pero también es cierto que las ventas desbordantes no son, necesariamente, sinónimo automático de mala calidad. En fin, ya se sabe que existe toda una discusión aparte respecto a la defensa o desprecio de los libros superventas.
Tomemos al respecto el ejemplo más evidente y que está plenamente instalado en el tema de que ahora nos ocupamos: J. K. Rowling y su saga de Harry Potter, libros que han cambiado radicalmente a toda una generación y, estoy seguro, seguirán cambiando a muchas más; en el futuro múltiples autores citarán los libros de Potter igual a como autores ahora consagrados citan como sus influencias más tempranas a Julio Verne. Sin embargo, aunque tanto Rowling como Verne comparten esa chispa con el poder de enviciar irremediablemente a un público joven dentro del vicio de la lectura para toda su vida, y aunque ambos comparten sendas imaginaciones desbordantes (la de Verne incluso profética en muchos casos), Rowling tiene mucho más mérito literario y, en ese aspecto, está mucho más emparentada con la herencia de Charles Dickens. La saga de Harry Potter sirve como un ejemplo excelente de la manera en que la gente “seria” del medio literario (autores, críticos y público) desdeñan una obra realmente notable por el detalle de estar recubierta de elementos fantásticos (y las superventas, en este caso). La historia de Rowling sobre magos, animales fantásticos y hechizos contiene profundos y complejos estudios de humanidad suficientes para que su saga quede en el mismo estante que los libros de Tolstoi o Flaubert. Fíjense nada más qué fuertes declaraciones, que estoy dispuesto a defender a capa y espada.
De un modo u otro, Rowling está ante los reflectores y, entre detractores y defensores, su trabajo ya es parte de la cultura general. Pero ahora miremos en otro escaque, con fama saludable pero más moderada, y ahí encontraremos, nuevamente en un ejemplo contemporáneo, a Neil Gaiman, que no solamente es uno de los autores más importantes e influyentes que ha tenido el género fantástico, sino que es uno de los paladines más apasionados en defensa de la literatura en general.
En Gaiman podemos encontrar, entre otras, una muy marcada influencia de Ray Bradbury, un auténtico titán literario que dejó una poderosa herencia literaria y que disfrutaba malabareando a sus anchas con múltiples elementos fantásticos. Por medio de Gaiman también volvemos a recordar a Úrsula K Le Guin, que fue una de sus máximas gurús, podemos hacer también una liga con Dwynne Jones, otra escritora completamente dedicada al género de la fantasía y autora de la novela en que Miyasaki se basó, muy libremente, para su película de El castillo vagabundo… Ahí tenemos, pues, otro punto muy importante en las historias modernas: el trabajo de Hayao Miyasaji con sus estudios Ghibli. Al seguir explorando estos terrenos es evidente que, si bien la opinión más extendida entre la crítica “seria” está en contra de la fantasía, hay creadores que se alzan como dragones, sus historias como fuego imparable.
Recientemente han sucedido dos cosas de gran relevancia en lo que se refiere al género de la fantasía: por un lado, La forma del agua, de Guillermo del Toro, ganó el Oscar a mejor película; por otro lado, en enero pasado falleció la autora Úrsula K Le Guin. Es decir, una importante luz se apaga mientras se enciende otra esperanza importante para el género.
Los premios de la academia ya habían nominado un par de veces a películas “de género” en su categoría principal (El exorcista, E.T.) pero sólo dos películas con temática fantástica han ganado el Oscar a mejor película en los 90 años que llevan de existencia estos premios: La tercera entrega en la trilogía de El señor de los anillos y, este año, La forma del agua. La trilogía basada en los libros de Tolkien es una historia cien por ciento de fantasía, en un mundo aparte y, como todas las mejores obras de fantasía, trasciende el género, aunque sí es muy “fácil” de clasificar de un primer vistazo. La película de Del Toro, por otro lado, es una amalgama mucho más compleja, es una fantasía contemporánea y transgresora, por eso me parece tan importante que uno de los premios más prestigiosos de la industria (lo es, sin importar detractores o defensores) haya reconocido en su categoría más importante la valía de una película que, en su identidad de fusión entre Amelie y El laberinto del fauno, está dentro de un género tan vital y, sin embargo, tan usualmente menospreciado.
El hecho del premio en sí es importante, pero lo es todavía más por el creador que recibió el premio y que ya lo merecía desde varias películas atrás: Guillermo del Toro, uno de los autores más importantes en nuestra era dentro del cine de horror y fantasía. Las influencias de Del Toro vienen de todos los medios posibles: cine, comic, pintura, música y, por supuesto, la literatura. En su lista personal están Edgar Allan Poe, H. P. Lovecraft, Nathaniel Hawthorne, Rimbaud, Baudelaire, Matthew G. Lewis, Thomas de Quincey, Mark Twain, Charles Dickens, Andrew Lang y Arthur Machen.
Decíamos que hay dos hechos notables en la actualidad respecto al género de la fantasía y que el segundo era la muerte de Úrsula K. Le Guin, una figura colosal dentro del género y que, además, tuvo la particularidad de ser una de las pocas autoras completamente dedicadas a la fantasía y la ciencia ficción que, de hecho, eran sumamente respetadas por el “alto mundo literario” en general. Sus historias eran de una imaginación intrincada, laboriosa, sumamente poderosa, su escritura era hermosa y envolvente. El célebre y venerado crítico Harold Bloom dijo sobre ella que es “una creadora magníficamente imaginativa y con un gran estilo [que] ha elevado a la fantasía a un alto nivel literario para nuestra era”. Cuando, en 2014, Le Guin recibió la medalla por Contribución Distinguida a las Letras Estadounidenses, aceptó la medalla enfatizando que era en nombre de todos sus colegas, autores de fantasía y ciencia ficción, que “han sido excluidos de la literatura durante mucho tiempo”, pues los honores literarios se concedían a los “así llamados realistas”.
Ahora que hemos mencionado autores diversos, como Miyasaki, Gaiman, Rushdie o Palahniuk, recordemos que, por supuesto, la fantasía es un reino considerablemente amplio, abarca mucho más de lo que acude inmediatamente a nuestra cabeza cuando escuchamos el nombre, tiene la capacidad de amalgamarse con cualquier otro género, de potenciar las ideas que se desea transmitir y dar un enfoque nuevo a cosas ya conocidas. Después de todo, al escuchar “fantasía” no es difícil para cualquier persona pensar inmediatamente en Calabozos y dragones, en Julio Cortázar o Alicia en el país de las maravillas, pero menos gente es consciente de que también puede incluir la exquisita imaginación de Goran Petrovic y alguna sutileza apenas suspirada dentro de ciertas historias de Thomas Mann.
J. R. R. Tolkien quiso, con El señor de los anillos y todo el mundo que construyó alrededor, crear una mitología original para Inglaterra y, al final, no solamente alcanzó eso, sino que nos dejó una mitología más para la humanidad, porque es una a la que puede suscribirse cualquier persona en cualquier lugar y época del mundo. George Lucas buscaba lo mismo, una mitología original para América y lo consiguió con Star Wars: Una nueva esperanza. No estamos ahora saltando de un género a otro como políticos buscando hueso, brincando de un partido a otro, aquí es del todo congruente acudir a Star Wars porque, como ha desglosado hábilmente Matthew Colville (escritor y diseñador), A New Hope no es ciencia ficción en absoluto, sino que se trata de una historia de fantasía: un chico granjero que acude a un viejo mago que lo entrena para poder rescatar a una princesa secuestrada por un señor oscuro. Si bien es muy popular la noción de la fuerte influencia que tuvo el viejo cine de samuráis en la trilogía original de George Lucas, es menos popular la otra intención inicial de Lucas: que su mundo intergaláctico se percibiera como una historia de fantasía derivada directamente de los viejos cuentos tradicionales. Pensemos, ahora, en el trabajo de H. P. Lovecraft, porque si bien es un autor icónico en la literatura de terror, también es cierto que buena parte de su trabajo (su ciclo onírico coronado por La búsqueda soñada de la oculta Kaddath y, por supuesto, su mitología popularmente conocida por Cthulhu) no es solamente terror, sino que eso que ha sido llamado “horror cósmico” podría considerarse como el resultado de mezclar muy exitosamente el horror con múltiples elementos de fantasía.
Así como la fantasía puede revitalizar otros géneros y añadir una capa de interés extra a historias que, en general, uno no relacionaría inmediatamente con la fantasía, también estamos actualmente en un punto en que es posible revitalizar la fantasía misma. Llega un momento en que una temática o un género ya ha sido tan explotado que es posible crear una obra donde el género reflexione sobre sí mimo. Eso son, por ejemplo, Watchmen y Madoka Magica: el género de superhéroes y de chicas mágicas, respectivamente, reflexionando sobre sí mismos y dando una vuelta de tuerca a sus tropos principales. En fantasía esto es lo que han venido haciendo tanto Harry Potter (de Rowling), Canción de Hielo y Fuego (de Martin) y Los Magos (de Grossman). No significa que esta sea la única opción actual sobre la fantasía, de ninguna manera, pero lo identifico como una señal del momento de absoluta consolidación que ha alcanzado el género en nuestros días, a pesar de que le sigan regateando méritos.
Así pues, actualmente, la fantasía se mantiene en movimiento, va cambiando lentamente y a su aire con el tiempo a pesar de todo, como la montaña que va cultivando bosques, ríos o nieve, indiferente a quien pueda maldecirla desde el suelo o a la distancia. Se mantiene viva y evolucionando gracias a que tiene incontables adeptos que la consumen y la trabajan, que la aman. Se ha infiltrado en distintos medios y ahí ha extendido sus raíces en nuevas variables, abarcando desde algo que busca ser más “serio y oscuro” como en la versión televisiva de Juego de Tronos, pasando por los motores que en el fondo mueven el actual boom por los superhéroes y llegando hasta el mundo en que se desarrolla My Little Pony, entre esos puntos hay un abanico enorme de posibilidades para que la fantasía siga evolucionando. En literatura todavía se ve lejano un punto en que la fantasía llegue a tener el puesto honorífico que merecería pero, a decir verdad, a estas alturas, aunque sería justo, también es evidente que no le hace ninguna falta, porque se mantiene robusta, saludable y en constante movimiento. No importa el rumbo que tome la humanidad, incluso si en un año alguna guerra o catástrofe natural termina destruyendo el mundo al que estamos acostumbrados, el puñado de humanos que queden vagando sobre la Tierra, vestidos con harapos, refugiados en una cueva alrededor de una fogata, estarán contando a los niños una historia sobre el dragón que exhala las nubes que cubren el cielo, el titán que suspira el viento que mueve el follaje de los árboles y la serpiente que yace dormida bajo la tierra que están pisando. A la fantasía nos une un cordón umbilical imposible de cortar.
La literatura permite conocer muchas vidas, realidades, situaciones, que no podríamos conocer en carne propia, hace que nos identifiquemos con situaciones en las que nos hemos encontrado y, también, nos permite identificarnos incluso con personajes en situaciones que no tienen nada que ver ni con nosotros ni con nuestras circunstancias.
En la literatura siempre existe un vínculo, dentro de esa entrañable intimidad de la lectura, con lo humano, con esa identidad dentro de una extensa red humana, con nuestro paso por la vida. La fantasía, como medio predominante o en forma de pequeños elementos sutiles dentro de narraciones más costumbristas, activa una conexión extra con algo mucho más difícil de asir, con un aspecto profundamente metafísico de lo que nos hace humanos; hay una caja de resonancia dentro de todos nosotros que se aviva con la fantasía, tal vez porque recuerda cosas de un pasado distante, tal vez porque comprende bien ese lenguaje maravilloso que está velado a lo terrenal y a la mente consciente, quizá, incluso, porque precisamente activa un vínculo con algo que se encuentra todavía más profundamente en la misteriosa oscuridad en la que apenas empezó a inquirir Jung respecto al inconsciente colectivo y los elementos arcanos que lo habitan y nos unen a todos, en formas que trascienden la realidad que tenemos diariamente ante nuestros ojos banales. Quizá, entonces, existe un vínculo especialmente complejo entre la humanidad y la fantasía porque nuestra verdadera esencia, lo que nos ha concedido la vida y nos ha mantenido en movimientos durante cientos de años, nuestra verdadera identidad como criaturas, bien podría parecer a nuestras mentes terrenales un relato de fantasía.
Cerremos, pues, con una frase de Úrsula K Le Guin:
Quienes niegan la existencia de dragones, suelen ser devorados por dragones. Desde dentro.
Diego Minero
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