[Nota editorial: Los nombres del presente texto fueron alterados por motivos de privacidad]
Traducción: Adrián Chávez
A todos aquellos que están por leer mi historia sobre ser gay y crecer en Rusia:
Antes que nada quiero agradecerles, desde el fondo de mi corazón, por tomarse el tiempo para recorrer conmigo un tramo del camino que he recorrido la mayor parte de mi vida.
Soy ruso, tengo veinticinco años y nací en el contexto de la iglesia católica ortodoxa. Mi padre es desde hace siete años el párroco de una aldea no muy apartada de Tver (una ciudad a más o menos 120 kilómetros de Moscú). La mía es una familia de fervorosos creyentes y, como cualquier familia ortodoxa devota en Rusia, mis padres tienen muchos hijos: yo soy el mayor de cinco.
Conforme iba creciendo, me sentía diferente de la mayoría de los niños de mi círculo. A los cuatro años les pedí a mis papás una muñeca Barbie. Entonces ellos eran muy jóvenes y yo no tenía hermanos, así que me consentían como a su único hijo. Me compraron la muñeca ―un juguete algo caro para una familia en tiempos de la Perestroika―; claro que me la quitaron tiempo después, cuando alguien entre sus amistades dijo que aquello no era natural en un niño. Pero yo seguí sin prestar atención a los carritos y otros juguetes “para niños” que me compraban. Mis películas favoritas, con las que me identificaba, eran las de Disney: Cenicienta, Blancanieves, La Bella y la Bestia, etcétera; y en mis juegos me dedicaba a crear relaciones entre los muñequitos. Entre mis actividades favoritas estaban jugar a las Barbies con las niñas y pedirles prestado su Lego Belville, que metía a mi casa a escondidas.
A mi padre le interesaba involucrarme en actividades masculinas, así que desde los seis años me enviaron a la escuela de natación; a los once ya nadaba profesionalmente.
No obstante, todos esos intereses femeninos me ayudaron a desarrollar ciertas cualidades, como el cuidado de los otros, ya fuera la familia o un bebé. Cuando mi mamá estaba embarazada de mi primer hermano yo tenía siete años, y dieciséis cuando estaba esperando el segundo; a los dieciocho y a los veintiuno tuve también la bendición de estar presente cuando nacieron mis hermanas. Recuerdo que en la adolescencia evitaba cualquier tipo de las actividades al aire libre que los adolescentes generalmente practican. En cambio cuidaba a los niños de la familia; salir me interesaba sólo con una carriola para alguno de mis hermanos. Sabía prácticamente todo lo que un padre debe saber: cocinar sopa y otros tipos de comida saludable, cambiar pañales y arrullar a un bebé para que se durmiera. Me gustaba limpiar la casa mientras todos dormían. Mi mamá estaba orgullosa de mí; decía que jamás podría terminar todo el quehacer sin mi ayuda. Mis libros favoritos eran los de pedagogía y psicología infantil. De hecho, tras haber elegido Biología como carrera universitaria, decidí estudiar Pedagogía como especialización, y la pasaba bien en las prácticas, enseñando a alumnos de secundaria. Cuando volvía a casa por las noches, les dedicaba el tiempo a mis hermanos.
Veintiún años viví en casa de mis papás; iba a la iglesia cada domingo y cantaba en el coro de un monasterio para hombres, siguiendo una vieja tradición griega bizantina (poco común entre las familias rusas ortodoxas). Ni mi familia ni yo habíamos puesto en tela de juicio el hecho de que nunca hubiera tenido novia, pasando por alto que pudiera, eso sí, entablar buenas amistades con mujeres. Entonces no sabía cuál sería mi futuro.
En la iglesia católica ortodoxa, vivir en celibato y luchar contra el deseo carnal son consideradas virtudes. A los veinte años le expresé a mi familia mi falta de interés sexual en las mujeres y les dije que probablemente nunca me casaría con una. Mis papás no parecieron tener problema con eso, dado que siempre hay una “opción” para la gente como yo: el monasterio ―además de que ya había creado fuertes vínculos con un incipiente monasterio ruso ortodoxo (aunque de orientación griega) en mi vecindario―. Sin embargo, cada vez que iba algo me decía que yo no estaba listo para ese lugar.
Quería ver el mundo. A la edad de diecinueve, apliqué para el programa Work and Travel e hice mi primer viaje a los Estados Unidos.
Trabajar en un campamento de verano de niños con parálisis cerebral, cerca de Chicago; viajar al Parque Nacional Sequoia para trabajar haciendo el quehacer en una casa; visitar el monasterio ortodoxo de San Francisco; hacer amigos de la iglesia ortodoxa serbia en Berkeley; y quedarme con un sacerdote viudo en Long Island es el breve resumen de las cosas que hice el verano de 2007.
Por supuesto que al regresar a mi casa me sentía una persona diferente. Había conocido personas de diversas culturas y contextos, con otras formas de pensar y otros estilos de vida. Volví más abierto a las ideas del mundo. En el verano de 2008 fui a Alemania, en donde trabajé con una familia, cuidando a un niño con leucemia, y en 2009 obtuve una beca del Programa Alemán de Intercambio Internacional para inscribirme en un curso de alemán intermedio en la Universidad de Mainz ―después de vivir un verano con una familia alemana hablaba el idioma lo suficientemente bien―.
Aprendí aún más sobre los valores de la Europa Occidental. Cada vez que volvía a mi ciudad me daba cuenta de cuán aislada se encontraba y cuán intolerante era el mundo de la Rusia post-soviética, en la que prevalecían ideales ortodoxos.
Terminé la carrera en mi ciudad y lo siguiente fue aplicar para la maestría en Biotecnología en una de las universidades de más alto nivel en Rusia: la Universidad Estatal Lomonosov de Moscú. En esos dos años adquirí bastante conocimiento. Era la primera vez que me mudaba a otra ciudad, lejos de mis padres. Mi mamá tuvo muchos problemas con eso; yo no podía lidiar con su personalidad controladora, con la exigencia de viajar cada semana 120 kilómetros para visitarlos; frecuentemente había drama si se me olvidaba llamar o ponerme en contacto por varios días.
Concluido el primer año de la maestría, gané una beca de investigación en Bioinformática en el Instituto de Inmunología y Epigenética en Friburgo, Alemania. Ese verano conocí un grupo multinacional de estudiantes, con quienes solía viajar por Europa cada fin de semana, cuando terminábamos el trabajo en el laboratorio.
Algunas situaciones interesantes ocurrían entonces, y debo mencionarlas. Como diría mi esposo: en ese tiempo comenzó a manifestarse quién era yo en realidad. Cierta vez mis amigos y yo fuimos a París. Estábamos en la calle, tomando un café, cuando de pronto escuchamos la música a todo volumen que venía de la calle adyacente. Al acercarnos al lugar descubrimos una gigantesca caravana de camiones con gente “muy colorida” a bordo. Esa fue la primera marcha gay a la que asistí, involuntariamente. Me avergonzaba ver a todas esas personas, me deprimía que algo así pudiera ocurrir, sentía que mi corazón sangraba de pensar que toda esa gente iría “directo al infierno”.
El fin de semana siguiente visitamos Ámsterdam, y sucedió lo mismo: presencié la marcha gay más grande de Holanda sin siquiera haberlo planeado. Me encontraba en el centro de la ciudad cuando me di cuenta de lo que estaba pasando. Me sentía mal, percibía el mundo a través de la mentalidad rusa y ortodoxa que se me había enseñado. Creía ver el crepúsculo de un mundo occidental que se pudría en el pecado.
Volví a casa ese año con el corazón atribulado; sabía que lo que había visto era algo que no estaba listo para aceptar.
Hice la maestría en Moscú y tuve la suerte de obtener una beca para estudiar otra más, ahora en Holanda, un país que no era mi objetivo particular pero que resultó un feliz accidente. En menos de un año me encontré por segunda vez ahí, inscrito en la maestría en Mecanismo Molecular de las Enfermedades en la Universidad Radboud, donde estudio hoy en día.
Conocer a todo ese séquito de estudiantes fue una experiencia por demás interesante. Primero cené con un muchacho holandés y una chica egipcia, y recuerdo mi desconcierto cuando Marko (ahora mi amigo gay holandés) mencionó que había olvidado algo en casa de su novio. Recuerdo la sensación de escalofríos a través de mi cuerpo. Yo venía de una sociedad en la que no se habla de esos temas. Me sentía culpable de compartir la mesa con un chico así. Me resulta ahora peculiar que Marko y Peter (su novio) sean hoy mis mejores amigos, dispuestos a ayudarme en cualquier circunstancia. Durante un receso, otra chica holandesa de mi grupo con la que había hecho buenas migas en las primeras semanas del programa me informó que era lesbiana. Mi primera reacción fue sentir una pena extrema por ella. Y ahora, hay que decirlo, también es una de mis mejores amigas.
Todas estas experiencias me ayudaron a aprender que detrás de la etiqueta gay (a la que antes asociaba sólo monstruos y pervertidos) hay personas de verdad.
Siete años mantuve una amistad por Internet con un chico de Estados Unidos que también era gay. Se topó conmigo por accidente en MySpace, en 2007. Al principio nuestra comunicación era limitada, porque yo seguía pensando que hablar con él era pecado. Pero nuestras conversaciones eran respetuosas y él parecía bastante interesado en Rusia. Soy muy fan de la música clásica rusa, el ballet y la literatura del siglo XIX, así que podía compartir con él lo que sabía de la cultura rusa. Nuestra interacción se volvió toda una experiencia: él me mostraba su cultura, me familiarizaba con el rock clásico, las teorías de la conspiración y la política estadounidense ―la chispa que encendió su interés en hacer amigos rusos era el hecho de que su tatarabuela tenía ascendencia ucraniana; tras ser liberada de un campo de concentración Nazi, la enviaron a los Estados Unidos cuando las fuerzas militares norteamericanas liberaron la parte occidental de Alemania―. Desarrollamos un fuerte vínculo que desembocó en una actitud de interés. Comenzó a llamarme al menos una vez a diario (de eso hace año y medio). Después nos llamábamos más de dos veces, y terminamos por sentir que nunca era suficiente. Hablábamos de todo: creencias, experiencias, política, libros, la sociedad. Si no nos veíamos en Skype al menos una vez al día, nos extrañábamos. En algún momento nos dimos cuenta de que nos queríamos y de que no podríamos imaginar nuestros días uno sin el otro.
Como los ciudadanos estadounidenses no necesitan visa para entrar a Holanda, fue más fácil para él visitarme por primera vez en vivo. Por un lado, temía por mis convicciones religiosas, pero por el otro no podía reprimir que lo quería. Vino a Ámsterdam en diciembre de 2012. Una vez juntos, aquello se volvió la más mágica experiencia que he tenido jamás. Hasta entonces yo era virgen y supe que no querría a nadie más. Trajo amor y felicidad.
Seis meses después, yo estuve dos en Estados Unidos. Íbamos en el coche a Washington D.C cuando se me propuso, y nos casamos el 14 de agosto de 2013, con la promesa de dedicarnos toda la vida.
Regresé a Holanda para terminar el segundo año de la maestría, ahora como un hombre casado. Amo a mi marido y me siento amado por él. Vivimos a un océano de distancia, pero siento nuestra mutua presencia todo el tiempo.
No sin dolor y preocupación, escuchábamos las noticias provenientes de Rusia sobre las leyes de propaganda anti-gay y el abuso masivo contra activistas pacíficos.
Mi marido soñaba con conocer Rusia, y yo le prometí mostrarle un día mi país. Planeaba visitar a mi familia en las vacaciones de invierno y guardaba la esperanza de llevarlo conmigo. No obstante, me enfrenté a las fuertes sospechas de mi mamá, que estaba de por sí molesta porque había pasado el verano fuera de Rusia.
No fue un proceso sencillo, pero juntos redactamos una carta para mi mamá acerca de nuestra relación, pidiéndole aceptación y amor maternal a cambio de la verdad. Su primera respuesta fue que “qué clase de amor puede haber entre dos hombres”, y que yo era un enfermo mental; la segunda fue que apartaría a sus demás hijos del hermano pervertido; la tercera, que yo era una vergüenza para la familia y una abominación. Su comportamiento desembocó en un mini infarto cerebral que le costó la vista en un ojo, además de que esa noche perdió cuatro dientes.
A partir de entonces me llovieron de su parte e-mails con diversos deseos: que contrajera una horrible enfermedad que me confinara a una cama y me mantuviera lejos del pecado, o que alguien me rociara ácido en los ojos y me quedara ciego, como ella. Me prometía la condenación eterna. Me alteró tanto que publiqué en Facebook que me sentía triste porque mi madre había tenido un infarto cerebral a causa de quién soy. Alguien más comentó que había sido decisión de ella comportarse de esa forma. Mi mamá leyó el comentario y respondió en mi contra. En los siguientes dos días, más de diez personas habían dejado comentarios de apoyo; en general decían que me querían por mi personalidad y no por mi sexualidad.
Mi mamá estaba devastada. Pensaba que en cualquier tipo de sociedad la gente como yo se avergonzaría de sí misma y guardaría el secreto en el clóset. Al día siguiente me suplicó que ocultara la discusión en mi muro de Facebook. No se había detenido en las palabras de aliento; le avergonzaba mi honestidad en público. Su siguiente conclusión fue que la familia entera estaba en riesgo: mis hermanos en Rusia podían ser objeto de ataques y acoso en las calles, por tener un hermano como yo; quizás mis hermanas nunca se casarían por la misma razón. Me aseguró que soy una criatura egoísta, por no querer abandonar a mi amor y regresar para vivir en el monasterio; que no los amo y que nunca los amé ―pasando por alto los años de desinteresada atención que le dediqué a mi familia―.
En mis correos, constantemente le pedía acordarse de que soy su hijo, que mi naturaleza es la misma desde el día en que nací, que los amo y siempre lo haré.
Le aterrorizaba hablar del asunto con cualquier persona. El tabú le impidió hablar con mi papá, a pesar de que siempre han compartido todo. Estaba convencida de que mi padre perdería el sentido de su vida en cuanto descubriera qué clase de monstruo vivió en su casa; temía que lo excomulgaran por la carga de un hijo gay, que todo lo que hacía en la iglesia perdiera sentido al saber que no era capaz de salvar a su propio hijo.
Mi papá se enteró directamente por mí, y su reacción no fue mejor que la de mi mamá. Dos meses me envió amenazas de muerte, hasta que fui a verlos en persona. Quería resolver el asunto de una vez.
Compré un boleto de Ámsterdam a Moscú y lo primero que me topé fue a mi padre esperándome en el aeropuerto, con los ojos fijos en mí. Se le dificultaba decir cualquier cosa, e igual a mí.
Pasé cuatro días con mi ellos. Lograron controlar sus emociones, y mi madre me permitió comunicarme con mis hermanos, a quienes tanto quiero. Finalmente me ofrecieron darme alojamiento y todo lo que necesitara, siempre y cuando aceptara buscar tratamiento en un psiquiátrico.
Mi marido acababa de llegar a Holanda de Estados Unidos.
Amaba a mis padres y a mis hermanos, lo sabía, pero elegí volar lejos de Moscú para pasar el Año Nuevo con mi nueva familia…
Con todo mi respeto,
M.
M.
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- Ser gay en Rusia: Mi historia - 17/02/2014
Guillermo Félix dice
Es triste el clasismo de los demás… quizá sea la primera persona que lee tu artículo.
Sabes
tu historia me conmovió, se que tus padres te aman pero como tú dices
la religión que practican no dejan ver la maravillosa persona que haz de
ser… tus padres comprenderan que con amenazas y regaños no lograran
cambiarte, ya que el ser gay, bi, lesbiana y hétero no es una
emfermedad…. no imagino al mundo aceptandonos… vive la vida feliz y
dichoso con quien amas, amalo hasta que el brillo de la vida se apage y
que ese amor inquebrantable y puro tracienda a la eternidad como ya a
traspasado medio mundo, un aceano de amor.
Por cierto mi nombre es
Guillermo Félix tengo 22 años, soy mexicano y soy bisexual; y recuerda
“En el mundo solo existen dos clases de personas: personas buenas y
personas malas, no hay otra diferencia”
Chiara dice
Tu historia de amor es super linda, me conmovió mucho, estoy inmensamente feliz de que hayas encontrado al amor y a la felicidad, que vos y tu marido estén infinitamente juntos, porque lo mereces. Saludos desde Argentina!