La mirada realista le pertenece al relato, no al mundo ni al crítico ni al Estado.
No te metas con mi Cthulhu
“La realidad es para aquellos que no pueden soportar la fantasía”, rezaba el meme. Torpe, sí, pero trasparente en sus intenciones. A través de la inversión del lugar común (la fantasía es para quienes no toleran la realidad), su anónimo autor buscaba aportar a la reivindicación de la literatura fantástica, que en últimos años ha tomado, al menos en México y en la narrativa, una fuerza llena de lucidez en muchos casos, innecesariamente cursi en la mayoría. No es gratuita. En México la Revolución dejó de ser sombra para convertirse en una mancha indeleble que nos sigue a todas partes. No tanto en la creación literaria ―llegaré a esto más tarde― como en la crítica más conservadora, que sigue esperando carne de sacrificio con fuertes dosis de historias de alto contenido social, cosidas a un canon en el que se ríe poco y poco se juega con La Realidad. El tianguis intelectual mexicano recuerda a Octavio Paz ―después de su poesía y sus ensayos― más por las emisiones culturales que grabó para Televisa que por “Mi vida con la ola”, por ejemplo, un cuento deslumbrante de descarada manufactura fantástica; prefiere reciclar elogios a La amada inmóvil de Amado Nervo que detenerse en sus novelas cortas ―en muchas de las cuales la realidad se fractura―, calificadas por Mariano Azuela como las más bellas novelas cortas escritas jamás en México.
Esta reivindicación, nacida como respuesta a los embates de una crítica anquilosada, ha hecho metástasis entre los creadores más jóvenes, y en muchos casos ha degenerado en su más baja expresión: el orgullo fan ―esa lúgubre caverna donde huele a cheetos y nacen los memes―. Crece pues entre ellos un desprecio al realismo como subgénero literario diametralmente opuesto al que cultivan, como un enemigo con el que se debe competir.
No es mi intención descalificar al fan, mucho menos al fan creador. Creo, si no importante, al menos no inútil, que valdría la pena preguntarse por qué, como me hizo ver Fernando Galicia, buen amigo y director de La Hoja de Arena, sí hay quienes van por la vida con llaveros de peluche en forma del Cthulhu lovecraftiano y casi nadie con los mismos llaveros en forma de Madame Bovary. De entrada defiendo el legítimo derecho de algunos a la obsesión. Pero en el terreno que nos atañe, es evidente que este enaltecimiento de lo fantástico en general (o de otros subgéneros tradicionalmente marginados en México, como la ciencia ficción, el fantasy puro y duro o el horror) tiene para muchos el mismo valor que una camiseta de la selección nacional de futbol tiene para otros.
Tanto la postura de válida resistencia como el extremismo fanático, a mi parecer, han llevado a una cuestionable reducción de lo que se entiende por literatura realista, como pretendo discutir en este breve ensayo.
Aquí, ahí, allá
Recuerdo que cuando estuve en Italia dando clases de español, tenía problemas para hacer entender a mis alumnos los tres grados de distancia semántica en los pronombres demostrativos españoles. Para asimilar la diferencia entre éste, ése y aquél, hay que tener en cuenta tanto el objeto que se nombra como el sujeto que enuncia. En corto: éste cuando el objeto está cercano al sujeto, ése cuando se aleja y aquél cuando está incuestionablemente fuera de su alcance. Lo mismo ocurre con los adverbios aquí, ahí y allá.
Y lo mismo sucede con el universo (prefiero este término antes que realidad) de un relato. El relato está edificado en torno a su propia fuerza de gravedad, como sugiere Frye: “El texto literario no mantiene una relación de referencia con el ‘mundo’, como a menudo lo hacen las frases de nuestro discurso cotidiano: sólo es ‘representativo’ de sí mismo.” 1 Pero una reflexión que deje fuera al lector pecaría de formalista y miope ―que no siempre son lo mismo―. El lector, que está incrustado en una realidad para cuyo diseño no le pidieron opinión, entrará al universo del relato e identificará, como a la hora de usar los pronombres y los adverbios, las coincidencias y disimilitudes que éste presenta respecto a su propia realidad, la distancia que guarda con su mundo.
Así, siendo el sujeto el lector y el objeto el universo del relato, lo realista (ya veremos si es género, subgénero o qué), será el aquí, y la crónica su más obvia manifestación; allá se encuentra lo fantástico, donde lo más lejano al sujeto es quizá el fantasy con sus dragones y demás; en medio, ahí, yo situaría lo que Alejo Carpentier definió como lo maravilloso, eso que “comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una inesperada alteración de la realidad [del lector, se le olvidó decir]” 2, y que encuentra su obvio referente en Gabriel García Márquez, pero que, siguiendo este criterio, podría extenderse para abarcar a Kafka o a Rulfo.
Sin negar que en la narrativa esta gradación puede subfragmentarse, o que de hecho tenga más la vocación de una resbaladilla que la de escalera, considero importante tener en cuenta estos niveles de distancia entre realidades ―la diferencia primordial entre lo realista, lo maravilloso y lo fantástico― antes de manosear el concepto de subgénero, más aplicable en mi opinión a “momentos literarios”, dotados de un contexto y casi siempre con fecha de caducidad, como la novela de dictador, la narrativa de la Revolución, o el realismo mágico.
Dos realismos
En los primeros capítulos de Las raíces del romanticismo, Isaiah Berlin desmenuza el fin de la Ilustración e intuye cómo el romanticismo nacerá como su consecuencia lógica, y no como el resultado de una fractura con ella. Lo mismo podría decirse del realismo, entendido como corriente literaria. Dudando de los postulados racionalistas generalizados, el romanticismo enfrentó la voluntad del individuo a la sociedad; esa misma voluntad individual que fue piedra angular del incipiente capitalismo, que a su vez preparó el terreno social necesario para la primera literatura realista.
El realismo surgido en la Francia del siglo XIX con Balzac, Stendhal y coloreado particularmente por Flaubert, tenía por cierta la intención de contar relatos cuyo universo fuera el mismo que la realidad de sus lectores, la suya propia, de la que tenían algo que denunciar. Pero esta motivación no era un simple ejercicio narrativo de mímesis. La corriente realista tuvo por contexto histórico el auge del positivismo ―la urgencia de lo comprobable―, el éxito de Darwin, así como el acto de presencia, cada vez menos discreto, de la psicología y la sociología. Es necesario comprender que la objetividad como meta era hija de su momento, y que la intención de imitar la realidad propia estaba sujeta, no a un afán de “copia artística” cuya autenticidad hiciera dudar al lector ―como sería el caso, mucho más tarde, de los pintores hiperrealistas―, sino a la voluntad de patentar un testimonio por medio de la ficción.
El realismo decimonónico es pues una corriente literaria, hija rebelde del romanticismo, que ―como todas las corrientes― tiene un motor histórico-social.
En México, resonó en las crónicas y novelas costumbristas ―Fernández de Lizardi, Gutiérrez Nájera, Altamirano, Tomás de Cuéllar―, y si bien la prosa literaria del siglo XIX mexicano tiende a la anemia ―salvo, quizá por la luminosa narrativa de Nervo―, el realismo le inyectó fuerza sanguínea en el XX con la Revolución ―Guzmán, Azuela, y de ahí para adelante―. En el primer caso la condición realista tenía fines didácticos y en el segundo, más cercano al origen, buscaba mostrar, denunciar, ponerle un megáfono a la realidad que padecían autor y lector. Más tarde, felizmente, esta tendencia se vio obligada a convivir con las vanguardias y con escritores mucho más osados en lo que a realidades toca, como Juan Rulfo, Juan José Arreola, Inés Arredondo, Francisco Tario, Amparo Dávila y Carlos Fuentes, entre otros.
Pero aquel realismo está lejos de ser, en su total complejidad, a lo que se refieren hoy en día quienes lo oponen con calzador a la literatura fantástica. El realismo no se entiende hoy como corriente literaria sino como subgénero narrativo, como una lente por la que se pasa una historia. Y lo es también, aunque la etiqueta de subgénero, como pretendo discutir, es cuestionable. Parte del problema, tanto de críticos como de apólogos de lo fantástico, es confundirlos, fundirlos; los primeros porque entienden el realismo-subgénero contemporáneo como heredero del realismo-corriente decimonónico y le atribuyen unas vestiduras de género mayor que no tiene, y los segundos porque al simplificar la palabra realismo a una simple perspectiva transparente del mundo ―opuesta a la creación de otros “inexistentes”― pasan por alto todo un contexto histórico-social que también les pertenece; quizá mejor dicho, al que también pertenecen. Uno de los pilares de la corriente narrativa realista, por ejemplo, es la prevalencia de la sociedad sobre el individuo ―en oposición a la idea romántica, donde sucedía lo contrario―; bajo ese paradigma, una parte de la ciencia ficción puede considerarse como hija del realismo; basta recordar el final de Farenheit 451, en el que el protagonista sólo encuentra alguna clase de salvación expulsado de un sistema que no logrará cambiar. “El que busca las estructuras en el nivel de las imágenes observables rechaza, al mismo tiempo, todo conocimiento seguro”, dice Todorov 3.
La mirada realista
En su ensayo “Los subgéneros y la mirada fantástica”, Rafael Villegas afirma que “lo fantástico no es un género, sino una mirada. […] Lo fantástico es un modo de acceder a la realidad, porque la realidad no es lo que existe, sino aquello de lo que podemos hacer una imagen y, por consecuencia, una representación material” 4. Esta idea casa con la distinción que me he propuesto respecto a lo realista, lo maravilloso y lo fantástico, una distinción extragenérica, concerniente al universo del relato y no a la realidad social en boga.
Por lo tanto, si se habla de una mirada fantástica, podemos hablar también de una mirada realista, que no es ni un género ni un subgénero, sino que los trasciende a ambos, y que recorre de forma transversal obras tan disímiles como la naturalista Nana, de Émile Zola, la densa y profunda Crimen y Castigo de Dostoiyevski, y la romántica ―enfatizo, romántica― Los miserables de Víctor Hugo, por citar tres clásicos; o de narrativas más modernas como la al mismo tiempo social y emotiva Sostiene Pereira, de Antonio Tabucchi, el juego intimista-detectivesco de Ciudad de Cristal, de Paul Auster, la musical Lolita nabokoviana o los ácidos cuentos negros de Enrique Serna.
Tanto la mirada fantástica como la realista son recursos de la imaginación y tienen como objetivo principal la verosimilitud.
La mirada realista le pertenece al relato, no al mundo ni al crítico ni al Estado.
El enemigo imaginario
He dicho pues que el realismo en el México contemporáneo dista de cualquier afán copista, costumbrista o puramente social; que no es el mismo que el del siglo XIX; que hoy el realismo está lejos de ser un género o un subgénero, sino apenas un modo, una mirada.
En su prólogo a Un nuevo modo. Antología de narrativa mexicana actual, Daniel Saldaña Paris, reconoce ―sin asumirla la única― la pluralidad como característica de la producción narrativa contemporánea en nuestro país, por encima de cualquier intento de grupo o colectivo con intereses creativos estrictamente comunes, por encima de alguna “corriente” reconocible. “[A] falta de grupos y manifiestos el mercado editorial echó mano […] de las líneas temáticas exploradas por los escritores nacionales […]: nació ―o se extendió, el término ya existía― la narcoliteratura.” 5 Partiré de este ejemplo para ilustrar lo que entiendo por realismo mexicano contemporáneo.
La llamada narcoliteratura, como rótulo temático, no puede sino ser realista en términos decimonónicos, pues tiene como objetivo primordial ser un esbozo la vida en el México de los cárteles. Pero la etiqueta, como señala Saldaña Paris, es comercial y por lo tanto ilusoria. Rescato dos ejemplos que él menciona más tarde en su prólogo: Trabajos del reino y Fiesta en la madriguera, de Yuri Herrera y Juan Pablo Villalobos, respectivamente. En el primero, un cantante de corridos se convierte en El Artista particular de un capo, mientras que en el segundo un niño narra desde su perspectiva y sus recursos orales los devenires de otro, en este caso su padre. En ninguna de las dos novelas, la prosa o el destino de los personajes parecen servir a otra cosa que no sea su propia existencia. No están para poner en evidencia una realidad, sino para existir como relato: en el primer caso, a través de la sutil pero terrible transformación de un personaje; por medio de la creación de una voz y un personaje, en el segundo. No son, siendo sensatos, narcoliteratura.
Pienso también en Recursos humanos, de Antonio Ortuño. Si no fuera políticamente incorrecto y contrario a los principios con que comulga la propia industria editorial, la habrían etiquetado de “novela de oficina”; pero afirmar que Ortuño buscaba descubrirle al mundo, con precisión fotográfica, el universo de los trepadores empresariales, resulta pobre. Se trata nuevamente de un relato construido en torno a su personaje, Gabriel Lynch, y no en torno a un intento de mímesis de la realidad del lector.
Caso aparte son textos como Los ingrávidos, de Valeria Luisielli, o Vidas perpendiculares de Álvaro Enrigue, los cuales están narrados a través de una voz perfectamente realista, pero cuyas historias tienen una médula sobrenatural, marravillosa, a ojos del lector. O, por otro lado, las novelas cortas de Mario Bellatin ―Salón de Belleza es un buen ejemplo―, o los cuentos de Ciudad tomada, de Mauricio Montiel Figueiras: en ellos el universo ―que coincide con la realidad del lector― se enrarece, pero sin fracturarse ―encuentro un antecedente, quizá, en las narraciones de varios escritores italianos del siglo XX, como El desierto de los tártaros y algunos cuentos de Dino Buzzati, así como de Bontempelli, Gadda y Pavese, e incluso en Italo Calvino―. La realidad se estira sin que siquiera ocurra el milagro de lo maravilloso. En estos relatos se crea un universo con los mismos recursos que la realidad del lector pero que al mismo parece imposible. Universos que he dado en llamar, un poco ociosamente, realismo improbable.
Resulta, pues, corto de perspectiva asumir que el realismo en la producción narrativa mexicana contemporánea tiene como bandera la imitación de “La Realidad” de la corriente realista decimonónica. Sería una simplificación tan enclenque como asegurar que la fantasía tiene como meta única la creación de mundos imposibles (“Vale la pena preguntarnos con qué efectividad estamos problematizando lo que somos a partir de nuestras historias de zombis y viajes en el tiempo”, dice Rafael Villegas en su artículo.) Esta idea de aspiración a la copia es, sin embargo, la que han heredado de principios del siglo XX muchos críticos, y el discurso de quienes defienden lo fantástico de la marginación la han extendido erróneamente a la creación activa. La han convertido en su enemigo imaginario.
Pero el realismo en México está muy lejos de ser eso que esperan algunos intelectuales desde el País del Formol, de lo que exigen los groupies de los viejos próceres literarios, los pulidores de mármol. El realismo como mirada está muy lejos de ser un simple ejercicio de creación fácil, a partir de recursos que se ven con los ojos; al contrario, las diversas caras del realismo en México son cada vez más inasibles, más fantásticamente mutantes.
El realismo aún tiene mucho qué decir.
Notes:
- Cit. en Tódorov, T. Introducción a la literatura fantástica. México: Premia, 1981. Pp 8. ↩
- Carpentier, A. “De lo real maravilloso americano”, prólogo a El reino de este mundo (1949). ↩
- Tódorov, T. Introducción a la literatura fantástica. México: Premia, 1981. Pp 13. ↩
- “Los subgéneros y la mirada fantástica”, en Tierra Adentro. ↩
- Saldaña Paris, D. “Prólogo”. Un nuevo modo. Antología de la narrativa mexicana actual. México: UNAM, 2012. ↩
Adrián Chávez
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