Sí, soy de las que no estuvieron felices con el Nobel para Bob Dylan y, como existe un placer secreto en darle vueltas y alimentar eso que tanto nos molesta, estuve leyendo todas las noticias y opiniones que se me cruzaron por delante, tanto a favor como en contra del asunto.
De todo lo que leí, el único argumento a favor al que le di validez fue uno que decía que el Nobel a Bob Dylan es el resurgimiento del antiquísimo debate entre la juglería y la clerecía. Así Bob Dylan, este juglar moderno que pone la poesía al alcance de todo el pueblo, les gana a los eruditos que creen que la literatura debe de ser un mausoleo y se inscribe en una tradición que lo hermana con Shakespeare, con Cervantes y con Dante, quienes también quisieron ser accesibles para el vulgo poco ilustrado.
Lo primero que pensé fue: “Bueno, tiene razón. Alguien que vuelve la literatura accesible se merece un premio. Al final, la cultura debe ser para todos”. Pero de inmediato me contraargumenté: ¡Un momento! En un siglo en el que hay un programa de promoción de la lectura debajo de cada piedra, en el que los museos tienen cartelera de eventos familiares, en el que las universidades tienen una oferta cultural incluyente, ¿quién se opone a que la cultura sea para todos?
Los escritores del siglo XXI no somos tontos. Mendigamos la atención de una masa que tiene siempre alternativas más interesantes que leernos. Nuestra competencia es el nuevo Call of Duty, Facebook o la perspectiva de pasar otra tarde inane delante de Netflix. Así que actuamos en consecuencia: tratamos de ser amenos, fáciles de comprender, hasta divertidos. Tratamos de que el lector no tenga que ir al diccionario una vez por párrafo, hablamos lenguaje coloquial y tratamos de narrar como si estuviéramos conversando.
Pienso en Enrique Serna con sus cuentos de vedettes y de oficinistas fracasados, escritos en un español comprensible para el mexicano promedio y al alcance de cualquiera que escriba “enrique serna cuentos” en su barra de búsqueda de Google. Pienso en Carlos Velázquez, que te habla de Bárbara Mori y de Christian Martinoli, que te cuenta historias de la plebe y escribe en párrafos cortísimos que hacen magia literaria con la jerga norteña y hasta con un poquito de spanglish. Pienso que poetas jóvenes como Álvaro Luquín tienen versos que dicen: “Tus muertos me la pelan”, y luego pienso más en corto.
Pienso en que siempre les digo a mis alumnos o a cualquiera que me pide una opinión sobre un texto: “Escribe sencillo. No te cifres tanto. Recuerda que el lector quiere entenderte y también divertirse un rato”. Pienso en mis amigos escritores. Tengo varios y todavía no me ha tocado alguno que me diga: “Tengo ganas de escribir una novela larga y superaburrida. Mi público meta son unos locos encerrados en un monasterio”. Incluso el más cifrado de mis amigos está obsesionado por escribir en lenguaje sencillo, sin exigirle jamás al lector ni una pizquita de cultura general.
Si lo de Bob Dylan es el triunfo de la literatura accesible sobre la alta cultura, pero hoy en día todos tratamos de ser accesibles, entonces, ¿de quién es la derrota? ¿Quién juega en el equipo de la alta cultura?
Se me ocurre que los que juegan en ese equipo quizás son los mismos que sostienen el argumento de que hay dos tipos de cultura, de que Bob Dylan es para todos, pero los escritores que escriben libros son unos pedantes y sabrá Dios quién los entiende. O quizás hasta es el mismo pueblo que, aunque la cultura baja y se le pone enfrente, el pueblo le dice: “Ay no, bye, cultura. Qué oso contigo”.
Entonces me pregunto si el Nobel para Dylan realmente es el triunfo de la literatura accesible o, más bien, es el triunfo del chavo cool que siempre le ha caído bien a todos sobre el exnerd, ese tipo que en la prepa devino el amigo inteligente pero divertido que todos tenemos, pero al que la vida le sigue diciendo: “Ni te esfuerces, dude. Siempre serás un nerd. A ti la vida nunca va a quererte”.
Daniela Escobar
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