Las relaciones de México con Estados Unidos nunca han sido fáciles. Bien es sabida la activa participación e injerencia que los representantes del gobierno estadounidense han tenido en asuntos de la política nacional en distintos momentos de nuestra historia. Algunos de esos casos son más conocidos, desde el del embajador Henry Lane Wilson durante los acontecimientos de la Decena trágica, pasando por el embajador Carlos Pascual y los cables de Wikileaks referentes al gobierno de Felipe Calderón, hasta la reciente publicación de documentos en los que se daba a conocer que el gobierno estadounidense espiaba (vaya sorpresa), entre otros personajes de la política internacional, al equipo de asesores del entonces candidato a la presidencia de la República, Enrique Peña Nieto. Lo que sí resulta sorprendente es que en casi dos siglos de relación diplomática las cosas no hayan cambiado mucho.
Dos naciones, dos mundos: el anglosajón y el hispanoamericano
El inicio de las relaciones entre ambos países estuvo plagado de incomprensiones, prejuicios y malos entendidos. La mentalidad y la herencia cultural de cada nación divergía una de la otra; Estados Unidos representaba el mundo anglosajón-protestante y, en cambio, México enarbolaba los valores hispánico-católicos. La idea de misión divina o el Destino Manifiesto que incluía toda una serie de conceptos sobre derecho natural, la predestinación geográfica, el uso del suelo, la ampliación del área de la libertad, el derecho a la defensa propia. Era una misión moral asignada a la nación norteamericana por la providencia misma.
México se encontraba en desventaja frente a su vecino del norte pues, mientras éstos ya llevaban un breve camino recorrido como nación independiente, los mexicanos aún se encontraban divididos respecto a la forma de gobierno que debía regir el destino del país; los Estados Unidos ya habían consolidado su gobierno e iniciaban un periodo de rápido crecimiento demográfico y de expansión económica. En este ambiente fue que se iniciaron las primeras relaciones diplomáticas entre ambas naciones.
El primer ministro norteamericano en México, Joel Robert Poinsett, representaba a cabalidad los valores e intereses defendidos por su país que, aunados a sus características personales, definieron sus actividades en México; era republicano, federalista, con una gran capacidad de observación y puritano acérrimo. Compartía el desprecio y la aversión hacia el mundo hispano, considerado por sus compatriotas como fanático, atrasado e inmoral. Como buen puritano, se creía con la obligación de expandir los valores democráticos en México.
El primer encuentro, una cadena de desencuentros
Después del fracaso sufrido por el Primer Imperio Mexicano en 1823, México se constituyó en una República Federal, con Guadalupe Victoria como encargado del ejecutivo nacional. El gobierno estadounidense nombró a Joel Robert Poinsett como primer ministro plenipotenciario ante los Estados Unidos Mexicanos. El 14 de mayo de 1825 el ministro norteamericano recibió el nombramiento oficial y una serie de instrucciones por parte del secretario de Estado, Henry Clay, para guiar sus actividades diplomáticas en México. Estas instrucciones incluían los puntos fundamentales de la política exterior estadounidense: hacer saber al gobierno mexicano de la declaración del presidente Monroe del 2 de diciembre de 1823, que posteriormente sería conocida como la Doctrina Monroe ―la cual mencionaba que cualquier intervención política o intento de colonización que los países europeos realizaran en las naciones americanas, consideradas como zona natural de influencia de los Estados Unidos, sería vista como una agresión―. En lo que respecta a las instrucciones especiales al caso mexicano pueden resumirse en los siguientes puntos:
- fijar acuerdos de comercio y navegación sobre las bases más liberales de reciprocidad;
- resaltar que el gobierno estadounidense se apresuró a reconocer la independencia de México. Además debía contrarrestar la influencia inglesa e impulsar las instituciones democráticas cuyo modelo era el norteamericano;
- establecer un nuevo tratado de límites que abarcara quizá hasta el río del Norte (río Bravo) o en su defecto ratificar el tratado de 1819 firmado entre España y los Estados Unidos y que establecía la frontera en el río Sabino;
- plantear la construcción de un camino comercial de Missouri a Santa Fe;
- averiguar las intenciones del gobierno mexicano hacia Cuba, pues se consideraba a la isla como un punto comercial crucial para los Estados Unidos y, en caso de independizarse de España, por su posición geográfica, la isla tendría que anexarse a los Estados Unidos.
Al llegar el representante diplomático norteamericano en la ciudad capital, el gobierno mexicano era consciente del peligro que representaba la política del vecino del norte para la nueva república. Se sabía, por los informes enviados por los representarse del Primer Imperio Mexicano ante el gobierno norteamericano, de la amenaza que significaba para México el afán expansionista de los Estados Unidos y el desprecio que profesaban hacia la tradición hispano-católica. Además el mismo Poinsett, durante su corta visita al país en 1822 como agente secreto, había mencionado al comisionado de Relaciones exteriores del Imperio, Francisco Azcárate, los deseos de su país de cambiar la frontera establecida entre ambos países en el Tratado Adams-Onís de 1819 y adquirir los territorios de Texas, Nuevo México y la Alta California.
De tal forma el ambiente que encontró el ministro norteamericano fue hostil. El gobierno de Guadalupe Victoria ya había iniciado relaciones diplomáticas con Inglaterra por recomendación de su secretario de Relaciones Exteriores, Lucas Alamán, quien creía que un acercamiento con la potencia europea serviría para contrarrestar la política expansionista estadounidense. Desde los inicios de su vida independiente México despertó un gran interés gracias a los informes que de su riqueza se daban en algunos diarios de viajeros, como el de Alexander von Humboldt. Así, la joven nación fue participe de las fricciones de la política internacional pues tanto Inglaterra como Estados Unidos intentaron imponer su hegemonía, la primera mediante inversiones financieras y comerciales y los segundos mediante la influencia política.
Las actividades diplomáticas de Poinsett durante su estancia en el país tuvieron dos características: una fue la estrictamente diplomática relativa a la negociación de tratados de fronteras, comercio y vías de comunicación entre los dos países, y la otra fue política, de intervención en los asuntos internos.
Las negociaciones para los tratados de límites y comercio entre México y su vecino del norte iniciaron en agosto de 1525. Alamán propuso a Poinsett y al gobierno mexicano la conveniencia de negociar primero el tratado de comercio y amistad pues el de límites necesitaba de un mayor conocimiento sobre la geografía del territorio, por lo que sería más tardado. El ministro norteamericano, siguiendo las instrucciones que le habían sido dadas, exigió el principio de reciprocidad, a lo cual México se negó, pues se vería en un plano de inferioridad por no tener marina mercante que pudiera igualar a la norteamericana. La comisión mexicana intento equiparar el acuerdo al firmado con Inglaterra; Poinsett se opuso, pidiendo a México el principio de nación más favorecida, tratamiento que sólo era otorgado a los países de la América del sur, considerados naciones hermanas, unidas por una herencia y tradición cultural hispánica.
Ambición territorial. Texas: el principal interés
La idea de expansión territorial y el anhelo de la transcontinentalidad (del Atlántico al Pacifico) estuvieron presentes en la mentalidad de los norteamericanos aun antes de alcanzar su independencia de Inglaterra. Esta política expansionista se justificó en la creencia de que cumplían con los designios de Dios. Los puritanos estaban seguros de su derecho a la tierra no cultivada u ocupada porque el hombre debía glorificar a Dios por medio del trabajo. Ellos debían trabajar la tierra si sus dueños no lo hacían: perfecta justificación a su ambición territorial.
Poco a poco fueron expandiéndose hacia el oeste utilizando diversos métodos; persiguiendo y despojando a los indios americanos que habitaban las tierras más allá de los montes Apalaches y del Mississippi, colonizando y comprando la Luisiana a Francia en 1803, adquiriendo Oregón y las Floridas mediante la firma de un tratado con España (Adams-Onis, 1819). Pero el anhelo y la ambición de tierras no paraba ahí, pues los Estados Unidos reclamaban a España la posesión de la provincia de Texas argumentando que era parte de la Luisiana. Por tal motivo uno de los puntos principales a tratar con el gobierno mexicano era el establecimiento de nuevos límites entre ambas naciones cambiando la frontera del río Sabino al río Grande del Norte (río Bravo), incorporándose así Texas a los Estados Unidos.
En marzo de 1827 el gobierno norteamericano autorizó a Poinsett proponer la modificación de la línea fronteriza; los ríos Rojo y Arkansas quedarían dentro de territorio norteamericano, con una frontera cercana a Santa Fe, por lo cual se ofrecería un millón de dólares. Nuevamente, en 1829 el presidente Jackson le autorizó ofrecer la cantidad de cuatro millones de dólares por Texas. Desde los primeros años de estancia en el país, Poinsett tuvo la certeza que México no estaba dispuesto a cambiar los limites planteados en el tratado Adam-Onís mediante la firma de un nuevo tratado ni a través de la venta de territorio, así que aconsejó a su país esperar los frutos de la colonización norteamericana de la que Texas era objeto; en 1823 el gobierno de Iturbide había autorizado a Stephen Austin la entrada de 300 familias procedentes de Luisiana para la colonización de la provincia texana, una población anglosajona, protestante e identificada con las instituciones y valores norteamericanos; sólo era cuestión de tiempo para que el conflicto estallara. El negocio de Texas estaba consumado.
Paralela a esta expansión territorial, los estadounidenses llevaron a cabo otra expansión, más ideológica y política, inculcando sus instituciones, intereses, valores entre la clase dirigente mexicana. Al ver que las negociaciones sobre los tratado de límites y comercio no avanzaban, y al no encontrar una disposición favorable hacia su país, y en cambio sí inclinación y simpatía hacia Inglaterra, Poinsett tuvo la certeza de que la mejor manera para alcanzar sus objetivos era mediante la intervención política, por lo que desde su llegada se dio a la tarea de entablar relaciones de amistad con diversas personalidades de la política mexicana, entre ellos varios secretarios de Estado como Ramos Arizpe, secretario de Justicia y Asuntos Eclesiásticos, Manuel Gómez Pedraza, ministro de Guerra, José Ignacio Esteva, ministro de Hacienda, así como con el ex insurgente Vicente Guerrero y Lorenzo de Zavala, lo cual dio inicio a una serie de intrigas políticas que marcaron las relaciones entre ambos países e influyeron en el destino de la joven nación.
Las logias masónicas: un instrumento político
En agosto de 1825, tan sólo tres meses después de su llegada al país, Poinsett, como miembro destacado de los masones del rito de York en Estados Unidos y a solicitud expresa de algunos miembros del gobierno y de la legislatura, intervino para facilitarles la cedula oficial para el establecimiento de la logia yorkina en México. De tal manera se distinguieron en México dos grupos políticos afiliados a las logias masónicas: los escoceses con filiación centralista e inclinaciones europeas, y los yorkinos identificados con las ideas republicanas y federales, llamado por el mismo Poinsett como “el partido americano”.
Años después y tras las acusaciones en su contra por haber intervenido en asuntos públicos del país, el ministro norteamericano reconoció su apoyo a esta logia, pues había servido para contrarrestar el avance del partido escocés, además de que había sido un medio idóneo para difundir las ideas políticas del federalismo y liberalismo entre la clase gobernante y la población en general. De tal manera las logias masónicas en México se configuraron como una especie de partidos políticos, que acudían a discutir asuntos públicos y entre cuyos miembros se encontraban políticos, comerciantes, militares, la alta jerarquía del clero y todos aquellos personajes que aspiraban a un cargo público.
La expulsión
Finalmente Poinsett recomendó a su gobierno la ratificación del Tratado de 1819. En febrero de 1827 se firmaron los dos tratados, de comercio y de límites, para ser ratificados por los respectivos Congresos. México no cedió a las presiones norteamericanas que intentaban vulnerar su soberanía; el gobierno estadunidense no ratifico el tratado de límites, a lo que México respondió congelando el tratado de comercio. Ninguno de los dos fue ratificado sino hasta 1831 cuando Poinsett ya había salido del país y había sido sustituido por Antony Buttler. La intromisión del ministro norteamericano en asuntos de la vida nacional había despertado sentimientos de antipatía hacia su persona y hacia el país que representaba. En diciembre de 1827 Manuel Montaño, apoyado por los escoceses, quienes habían perdido ante los yorkinos en las elecciones de 1826, promovió una revuelta para pedir la dimisión del secretario de Estado, la suspensión de las sociedades secretas de la nación y la entrega del pasaporte a Poinsett para que abandonara el país.
Hacia 1828 la situación política del país se encontraba polarizada y las elecciones presidenciales de aquel año se llevaron a cabo en medio de una profunda crisis; el ganador fue Gómez Pedraza, frente al ex insurgente Vicente Guerrero, quien había llegado a ser gran maestre de los yorkinos mexicanos. El motín de la Acordada, encabezado por Santa Anna y secundado por Lorenzo de Zavala y otros dirigentes en distintas partes del país, obligó al presidente electo a renunciar y salir huyendo del país, lo que dejaba el camino libre para investir a Guerrero presidente.
En 1829, el presidente Guerrero, íntimo amigo del ministro norteamericano, escribió al presidente Jackson el 1 de julio de 1829 pidiendo el retiro del diplomático. Joel Robert Poinsett salió de la capital mexicana el 3 de enero de 1830 y, si bien no logro firmar los acuerdos comerciales ni de límites que su país le había encargado, obtuvo un triunfo mayor: intervenir en la política de la joven nación y crear un grupo favorable a los intereses norteamericanos, un logro de largo alcance y mayor duración que sería la llave del éxito estadounidense en muchas batallas posteriores.
Gabriela Galicia
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