Amado, odiado, criticado e idolatrado, para hablar de Juan Gabriel no existen los puntos medios. Y menos cuando la sola mención al Divo de Juárez exalta las pasiones más enardecidas entre sus condolidos admiradores.
Y no es para menos: Juan Gabriel fue, es y será, una institución. Primero, porque fue profundamente querido y seguido en un país donde prevalece la intolerancia a la comunidad homosexual y, segundo, porque para bien o para mal, México le debe gran parte de su educación sentimental. En tercer lugar, aunque quizás por consecuencia de los puntos anteriores: porque más que un artista, Juanga es un momento de catarsis colectiva.
‘Yo no nací para amar’, ‘Amor eterno’, ‘Querida’ y ‘Te lo pido por favor’ están más arraigadas en el inconsciente colectivo de los mexicanos que el himno nacional— por desgracia para Masiosare—. La teatralidad de sus interpretaciones, lo melodramático de sus letras y lo contagioso de su música le granjearon una gran aceptación popular y, ¿por qué no?, un lugar en todas las borracheras de desamor.
Quienes tachan sus composiciones como semillero de lugares comunes están en lo correcto. De hecho, es justo ahí donde radican su grandeza y su inmortalidad. Alberto Aguilera—nombre real de Juanga—era de origen humilde y llevó una vida que bien pudo haber sido recreada en cualquier película lacrimosa de Juliancito Bravo. Sin tener estudios, se abrió paso a codazos y tuvo la fortuna de llamar la atención de las personas correctas en el lugar correcto. Su ascenso de Lecumberri a la fama internacional—gracias a que la actriz Enriqueta Jiménez, La prieta linda —fue casi providencial. En conjunto, la vida de Juan Gabriel es algo con lo que el grueso de los mexicanos se puede identificar o, en su defecto, que remueve la herencia de admiración a la tragedia que nos dejó Pedro Infante y reforzaron todas esas películas del mexicanísimo género “y pa’ acabarla de chingar”.
Juan Gabriel no escribió ni cantó sobre nada que no fuera parte de la naturaleza humana, que sufrió desde sus primeros momentos. Dedicó la mayor parte de su obra, como Dante, al amor imposible de una mujer; solo que en lugar de llamarse Beatriz, llevaba por nombre Victoria y tenía el discreto inconveniente de ser su mamá—la que lo vendió, lo mandó a un internado, lo mandó golpear para que “se hiciera machito” y un montón de cosas más que habrían sido una joya para el psicoanálisis—. Pero… por otra parte, tampoco vivió en Italia renacentista, sino en un país que defiende a ultranza que “madre solo hay una”.
Y, con todos sus traumas musicalizados, logró que chicos y grandes cantaran, bailaran y jotearan en santa paz. Porque aunque las lentejuelas “irriten” a algunos “por nacas” y se diga que el gusto por el Divo de Juárez corresponde a— algo así como— una inferioridad intelectual, en realidad todo eso queda de lado cuando suenan sus canciones.
Juan Gabriel no cantó sobre lugares: él era el lugar común. Uno exacerbado por la cultura y la idiosincrasia mexicana. Trascendió clases sociales, preferencias sexuales e idiomas con su mensaje porque, al final, solamente habló de amor y de dolor, dos sentimientos que, por su carácter universal, no pueden pretenderse.
Y los acompañó de melodías pegajosas, de atuendos en color pastel y de un aura que abrazó muy fuerte hasta el último momento.
Por eso, su legado permanece: porque reivindica, sin saberlo, al lugar común. Porque da más peso al fondo de su discurso que a la forma. Porque, sin proponérselo, lleva un mensaje de tolerancia. Porque, al final de todo, incluso pese a su propia muerte, Juan Gabriel sí es eterno…
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