Hijos de la bonanza
“Hijos de la bonanza” nos llamaban:
los que no conocieron ni la hambruna
ni las agudas larvas de estridencia
chillando en el oído por las bombas.
Y cuando nuestras piernas, tan delgadas,
caían y sangraban porque el parque
era de un hormigón armado y frío,
se quedaban callados, observando
nuestro llanto con un gesto de sorna.
Debíamos vivir y dar las gracias
por la ocre rozadura en la garganta
que provocaba el aire al refugiarse.
Agradecer las flechas de las nubes
y que un fango lechoso a nuestros pies
–en un último gesto agonizante–
le mordiera las botas al progreso.
¿Y cómo agradecerles la alegría?
La risa provocada por los hombres
inocentes del mar
cuando se encaminaban hacia el río
dispuestos a bañarse entre excrementos.
También estaba el tedio
de tener que explicarles a los niños
palabras como pueblo indio, oso
pardo, ballena azul o lince ibérico.
Pero esto eran minucias, sacrificios
en nada comparables al sufrido
por aquellos que ahora nos decían
“hijos de nuestra sangre”, tan severos.
Aunque, a veces, es cierto, no era fácil,
simplemente intentamos ir viviendo.
Haciendo caso omiso a los escrúpulos,
al vacío que moraba en nosotros,
hijos de la bonanza;
los hijos de los hijos de la ira,
herederos de todos los despojos.
.
Omenage a la geografía
Recuerdo una discusión feroz
en clase de geografía. El profesor
nos había dicho que el número
de paralelos y meridianos era infinito.
Imposible, gritábamos.
Imposible.
Nosotros éramos apenas unos niños que,
como todos los niños, veníamos de la muerte
y la conocíamos bien. Nosotros
éramos apenas unos niños
frente a un profesor de geografía,
apóstatas de la infinitud frente a un hombre
que ya transpira,
que se enrojece,
que ya parte la segunda tiza por la mitad
mientras berrea sobre la necesidad de que entendamos
la incuestionable infinitud de unas líneas invisibles.
Algunos creyeron comprenderlo y abandonaron
las canicas para siempre.
Vagaban como celadores por los pasillos
durante el recreo; calculando y comentando
la cantidad de paralelos y meridianos
que les perforaban en cada instante.
Los Sansebastianes los llamábamos,
víctimas de aquel Diocleciano geográfico y pervertido,
fiel servidor del dios Azimut.
Si bien la comprensión del fenómeno condujo
a los Sansebastianes directamente al funcionariado,
la sospecha de que aquello pudiera ser cierto
también causó estragos entre aquel deleble puñado
de futuro que constituía 3º B: algunos
–la mayoría– abandonaron la literatura para siempre,
otros se aferraron a ella como balseros con tisis.
Los que pertenecíamos al segundo grupo
debíamos sufrir una condena que iba más allá
de un suspenso en materia de geografía. Sería
imprescindible mantenerse en movimiento,
recorrer cada escorzo del mundo y huir
de la inmisericorde mirada de Greenwich.
La lectura paliaba el miedo.
Despistábamos las latitudes recorriendo
páginas sin descanso.
“Lo que el escritor ha unido
que no lo separe el hombre”,
nos había dicho el profesor de literatura,
pero nunca supimos bien
a qué se refería.
Puede que no significara nada,
del mismo modo que el empeño vacuo
del geógrafo proselitista tampoco tenía
que habernos afectado del modo en que lo hizo.
Pero las cosas son así. Tenemos
la cabeza tatuada con las máximas
herméticas de uno, con las cifras incontestables
del otro.
Recorremos el mundo cada vez en un sentido
diferente y leemos,
sobre todas las cosas,
leemos
para olvidar,
para ser veloces,
para que no
nos puedan definir las coordenadas
.
Revolución
Contra todo florecen los almendros.
Protesta radical e inquebrantable.
Este siglo veloz sin concesiones
ya no tiene un talón
visible; más que un ojo tiene mil
y no hay David que pueda ya vencerlo.
Escasean los héroes
en esta era de plasma
y, con todo, florecen los almendros.
Creer en el amor tampoco sirve
–contra el amor las flores han marchado–,
de amor están repletas las cunetas;
entre los vivos sólo
persiste el verde amor por el dinero.
Mienten las dependientas el catorce
y por eso florecen los almendros.
Por el sapo dorado, el tigre persa,
por el león del cabo y el dodo,
el pingüino gigante,
el águila de Haast y el tilacín,
la paloma viajera, el pájaro carpintero
Imperial, por el ciervo de Schomburgk
llevan su luto blanco los almendros.
Porque hoy en día existen los esclavos
–las flores lo repiten: ¡hay esclavos!–
y lugares oscuros
y cárceles sin nombre
donde la vida es sólo un agujero.
Con la voz de los mudos se resisten
a callar los almendros.
Hay un dolor oculto en primavera,
nada sabe del hombre, de su historia
de guerras y desastres,
también este dolor es algo hermoso,
hermoso, ambiguo y brevemente eterno;
es la pena inefable
que hace estallar de amor a los almendros.
En este florecer tan subversivo
se han ido las pasiones de otros años,
se ha ido la esperanza
con la escarcha de enero y con el agua
que tímido se adentra en un febrero
que es testigo del cambio y del combate:
contra todo florecen los almendros.
Ben Clark
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