“Habrá un nuevo disco de Pink Floyd”, se dijo entonces, apenas el año pasado. Yo no lo creí, y no porque no pensara que fuera posible que se comercializara un “nuevo” disco con la marca legal “Pink Floyd” en su tapa, si no porque para mí Pink Floyd estaba más muerto que vivo; así, con los miembros necrosados pero moviéndose y resistiéndose a morir, pero en definitiva más muerto que vivo, y me parecía insultante que lo presentaran como lo contrario, más vivo que muerto.
Expresé mi indignación por la red social más conocida y me burlé de quienes se emocionaban porque me sentía estafado, anticipaba una mera estrategia de mercado que constituía una burla a los fans hardcore como yo de la mítica banda. Con Roger Waters fuera y Rick Wright en, quizás, algún mejor lugar, lo que fuera que nos vinieran a vender no sería, no podía ser un disco de Pink Floyd, ése ya estaba muerto. Reconstruir y volver a la vida ese concepto tan sui generis que es Pink Floyd se me antojaba imposible.
Pero Pink Floyd no se caracteriza por ser completamente definible y para entender la complejidad de eventos que llegaron a componer la leyenda de Pink Floyd es necesario leer la historia del grupo por etapas o eras. Cada una está demarcada por el liderazgo de un miembro en particular, y cada una tiene sus periodos y cada periodo sus eventos decisivos: cambios de integrantes, discos emblemáticos, giros y evoluciones musicales. Demarcado todo por la psicodelia, el underground, la cultura londinense, las drogas, y las influencias musicales de la época, las eras son, en éste orden: la era de Syd Barret, la era de los cuatro, la era de Roger Waters, y la era David Gilmour.
Pink Floyd, su leyenda, sus mitos, y su primera era comenzaron de la mano y obra del genio y figura tardía llamado Syd Barret. Fue él quien propuso unos cimientos tan fuertes y tan característicos que, me atrevo a decir, hasta el día de hoy sostienen y continúan, valga la redundancia, caracterizando la música y el concepto. Esa leyenda nos cuenta que Barret perdió la cabeza para luego ser canonizado como el “Crazy Diamond” y la gran ausencia evocada en “Wish You Were”, dos de los temas más éxitosos y populares de Pink Floyd.
La era de Barret es actualmente la que está más de modita y fue la más corta, pero también la que más ha perdurado. Su legado musical y conceptual se encuentra en The Piper at the Gates Of Dawn y en A Saucerfull of Secrets, únicos discos con involucración directa de Barret. Esta era terminó en medio de actitudes impersonales y crueles por parte de los demás miembros de la banda hacia la condición degradante de su líder que provocarían una culpa tardía inspiradora de temas y numerosos homenajes a su ya difunto líder original (intentaron ayudarlo pero terminaron desechándolo al olvido hasta aquella visita sorpresa y ahora legendaria del loco diamante a las grabaciones del track “Shine On You Crazy Diamond”).
Como si fuera una maldición gitana lanzada por la demencia de Barrret, ésta frialdad se repitió en los momentos clave de la banda, lo que condenó a un grupo de personas a dañarse entre sí y a ser creadores y víctimas de un concepto y una leyenda que sin duda siempre será mucho más grande que cualquiera de ellos por separado. Barret amaba a Pink Floyd, y merecidamente obtuvo tanto la destrucción como el éxito y su consagración.
Después de Barret empezó un periodo de armonía, la era de los cuatro: Roger, David, Rick, y Nick, sin ser ninguno líder y todos muy unidos por el objetivo común de hacerla en grande componiendo y tocando, se sumieron en una etapa muy prolífica para la banda, de mucha experimentación y de pulir un estilo ya heredado pero que evolucionó por mérito propio. Pink Floyd estaba un tanto confundido pero decidido, y desde ahí se dedico a experimentar, y nos ofreció Umma Gumma, Atom Heart Mother y More.
La banda ofreció luego su mejor aspecto, se consolidaba y se posicionaba en el imaginario colectivo; los talentos se acoplaron, las personalidades también, y los discos Meddle, Obscured By Clouds, y The Dark Side Of The Moon están ahí para probarlo. El concierto, único en su género y concepto, Live at Pompeii, nos da la prueba audiovisual de la epítome de un producto de talento, ambición y disciplina de cuatro hombres jóvenes decididos que sin embargo comenzaban a dar cuenta de la leyenda y el peso de lo que estaban creando.
Pero esta etapa fue, con todo, un ladrillo más en la pared de ese concepto llamado Pink Floyd; acabó por definirse como la transición entre el liderazgo de Barret al liderazgo de Roger Waters, quien le ganó a David Gilmour una contienda de egos y de talentos no muy declarada. Este resultado representa el principio del fin del cuarteto ideal, pero afortunadamente no representó el principio del fin de Pink Floyd.
La era de Waters llevó al grupo a alcances insospechados incluso para ellos mismos dentro de la cultura pop y el mercado mundial; les otorgó un estatus de rockstars, ídolos, genios y leyendas del que caerían presa en una debacle que sin embargo generaría aun más ensamblaje musical. Y ahí radica el sine qua non de Pink Floyd, en su autodestrucción y su resurrección, que generó su leyenda.
Mucho se ha hablado ya de la ruptura de este cuarteto ideal, pero poco se recuerda que fue Rick Wright, miembro fundador, el que sufrió, como Barret, desprecio, alienación y mal trato de parte de las figuras principales de la banda, para sólo mucho después volver a ella y encontrar después de muerto el reconocimiento y el honor merecido a su fundamental labor, cómo Barret.
La etapa Waters llevó a la banda a otro nivel: de repente Pink Floyd se cargó de contenidos existenciales definidos, incluso de críticas políticas y sociales que nadie vio venir; los discos de Animals, The Wall, y Wish You Were Here contienen profundas letras sobre estos temas, asombrosos acompañamientos musicales; son sus mejores exponentes. Luego Waters perdió la cabeza por su ego y sus inseguridades y traumas: Waters tomó a Pink Floyd y lo deshizo y rehízo a su imagen y semejanza hasta que Pink Floyd lo vomitó y volvió a nacer y ni su berrinche, ni Eric Clapton en las guitarras y en su primer gira en solitario, ni sus abogados lo pudieron impedir.
La era Waters terminó con un disco llamado irónicamente The Final Cut, Un disco realmente bueno en su propio estilo, pero no un disco de Pink Floyd. Fue una continuación de The Wall, y fue en definitiva un disco total de Waters, ejecutado por Pink Floyd, como dice en los créditos. Quizá, con el nombre del disco, Waters pretendía anunciar el término de Pink Floyd como banda, y casi lo logra, pero descubrió que Pink Floyd había terminado antes con él.
Sin embargo, Pink Floyd después de Waters nunca volvió a ser el mismo, al igual que después de Barret, pero siguió siendo Pink Floyd, un Leviatan del que ninguno pudo escaparse y del cual dependieron hasta ahora; ni Waters ni Gilmour triunfaron realmente como solistas, ya ni hablar de Richard Wright (cuyo disco Broken China, por cierto, me parece bastante bueno), y aunque los discos de Waters valen mucho más la pena que los de Gilmour, éste último supo ser el conducto para volver Pink Floyd a la vida, y revivirse así también él mismo.
La era de Gilmour es la más cercana, y es la que más sufrió criticas, escepticismos y rechazos, pero no deja de ser un ente que, tal como la estética de la época psicodélica, se moldea, se adapta, y sin embargo nunca pierde su esencia, misteriosa, profunda, incomprensible y encantadora. Nadie puede decir que alguno de los discos de la era Gilmour son discos de solista, de la misma manera que los discos de la era Waters y sus posteriores discos como solista son muy diferentes (con la única excepción del infame The Final Cut). La era Gilmour nos presentó un Pink Floyd con los colores musicales favoritos del guitarrista, mucho más melódico que lírico, pero no se alejó del concepto.
Cualquiera de los cinco discos de esta era, tres de estudio y dos en vivo, prueban que Gilmour tenía el músculo para cargar el peso del Leviatáne y darle de comer. De entre estos cinco discos sobresalen The Division Bell y Pulse, y es natural pensar que el último, The Endless River, es una continuación de The Division Bell: uno puede escuchar ambos discos y se siente como uno solo; incluso se pude programar una lista con cambios aleatorios de los dos y la experiencia puede ser muy rica y satisfactoria, un trance típico de Pink Floyd. Aquí la muestra:
The Endless River es una entrega robusta; hay mucho material trabajado detrás, es sobria, la creación representa la lucidez y la madurez musical alcanzada después de mucho, mucho tiempo, y es honesta, se atiene a los conceptos y las bases conceptuales para proponer algo que no pretende vender, porque eso además a ninguno de los sobrevivientes le preocupa.
No es difícil admitir mi error: este disco tiene todos los componentes que hacen que un disco pueda ser etiquetado y postrado en la historia musical oficial de la densa idea que es Pink Floyd: es conceptual, tiene una línea guía que une la música y que es congruente, tiene personalidad propia, tiene la portada onírica y surrealista, provocativa y sugerente y, más importante, tiene los valores musicales propios de la historia del grupo: unas atmosferas tan majestuosas y enigmáticas como casi imperceptibles, los teclados de Wright que son el sistema nervioso, las guitarras de Gilmour que son el esqueleto y la batería y percusiones de Nick Masón, ese ser privilegiado que estuvo en todas las encarnaciones del concepto, y que son el pulso de Pink Floyd.
The Endless River, el título, nos dice todo: es una continuación. Gilmour dijo que el título se debe a la penúltima oración lírica del Division Bell, en el track “High Hopes”. Es también un homenaje póstumo a Rick Wright, y a pesar de estar basado en lo que no se usó para Division Bell y quizá habría podido ser sólo el disco solista de Nick Mason, The big Spliff, es más que nada un recordatorio, una declaración a través del nombre: Pink Floyd no murió, es un río interminable.
¡Hasta siempre, Pink Floyd!
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