Para Wittgenstein los límites del lenguaje significan los límites del mundo; desde mis propios límites, tengo la convicción de que la riqueza del lenguaje se manifiesta no solamente en los grandes clásicos de la literatura universal o los acordes y sonsonetes de los premios Nobel, sino también en lo que viene siendo el habla del vulgo, de la banda. Un habla que pudiera parecer enemiga de la crema y nata de los antes mencionados, pero como lo testifica el libro al que aquí se refiere, su gramática y prosodia desatinadas son vehículo de atinadísimas observaciones y también objeto de investigación lingüística.
La edición facsimilar de Picardía mexicana, a cargo de la editorial RM, llegó a mis manos el pasado 26 de septiembre, una tarde de lunes cargada con el caos vial característico de los días en que la vox pópuli se reúne en las calles para protestar y hacer memoria. A más de medio siglo de distancia de la primera edición, el libro se volvió a presentar en sociedad, entre elogiosos tragos de pulque, en La hija de los apaches.
La recopilación de Armando Jiménez Farías incluye un sinfín de ejemplos de la llamada habla popular mexicana, transmitidos de boca en boca desde los años cuarenta y presentados a modo de listas, anécdotas, y taxonomías que expone en un tono divertido, apto para todo público y con la seriedad de una profunda labor de observación propia de los estudios lingüísticos. Pero, ¿qué tiene qué decirnos hoy un libro que se vendió como pan caliente en 1960? A la distancia y desde las primeras páginas, varias temáticas políticas, económicas y socioculturales que refleja la compilación aún resuenan en este ajetreado 2016. Basta recordar una de las frases recogidas en la primera sección titulada “Letreros de camiones”: No $oy dólar pero subo, con la que cabría preguntarse si el pasajero o acaso el chofer que la apuntó entonces, sigue subiéndose al transporte público o si ha sido testigo de la reciente subida del dólar arribita de los veinte pesos.
Este libro lleno de llamados a la imaginación del lector no sólo recoge palabras, frases, gestos y dibujos, sino que están cuidadosamente clasificados según su contexto de enunciación o inscripción, sus temáticas y sus estructuras: adivinanzas, albures, idiotismos, letreros en los camiones y en los baños, matemáticas y temas escatológicos por mencionar unos pocos. Las ilustraciones son de las plumas de Alberto Beltrán, Andrea Gómez, Leopoldo Méndez y El Pueblo; también se reproducen las variadas caligrafías de los anónimos profanadores de muros, imitando el trazo de sus herramientas: plumones, lápices labiales y hasta tallados con navaja. Impresa en China (hecho que me sugiere un gesto editorial que busca volver al origen de la imprenta y la duda sobre el lugar del gigante asiático en la industria y el mercado editorial actual), esta edición facsimilar también es una experiencia para el tacto: sus bordes reproducen esas características barbas de los libros intonsos, tan preciados por los coleccionistas.
A lo largo de sus casi 300 páginas, la grosería y el preciosismo de las voces mexicanas se presentan en formas variadas de listas o entrelazados en anécdotas con la siguiente advertencia: “Cualquier parecido con la realidad (no) es mera coincidencia”. La recopilación de Jiménez también es una oportunidad para descubrir los orígenes semánticos e históricos del vocabulario inconsciente de los hablantes del español en México. Con el relato “Petra”, Jiménez retrata las relaciones de cortejo y servidumbre de la clase media de la época. En ese texto, el diálogo entre tres personajes deja ver la gracia y la discreción con la que se referían y (todavía) se refieren (ciertos) mexicanos a los asuntos escatológicos y de apareamiento, encriptados con metáforas gastronómicas. Entre risas, se proyectan el machismo y la misoginia que aun hoy se entonan en broma. Y es que, ¿cómo abordar hoy en día los temas tabúes de antaño, si a lo largo de la historia nos hemos encargado de no ponerles nombre, de disfrazarlos con ambigüedades burlonas?
El recuento que Jiménez hace en “Grafitos en los comunes” da una muestra de las confesiones, las bromas (dizque inocentes) y los diálogos acumulados en las paredes de los sanitarios públicos. Entonces, si el lenguaje construye el mundo, en esos muros también se cimienta el mundo del mexicano: un mundo de apariencias, de cosas no dichas (o dichas entre líneas). Una realidad de secretos a voces insinuados e incluso inscritos con cinismo en los rincones más olorosos y quizá más transitados. Jiménez, además, trazó algunas pistas de la oralidad mediatizada: reunió y clasificó una serie de adivinanzas que se transmitían en la radio y la televisión o se publicaban en algunos semanarios, ya desde entonces extintos como la revista El Malora, El Maravelo y el Conde Boby.
Por si fueran pocas las curiosidades lexicográficas y exploraciones verbivocovisuales que ofrece este libro, en la sección “Enriquesca su vocabulario” se incluye un divertido ejercicio de confusión múltiple para poner a prueba el conocimiento del argot del lector. A modo de “Fe de erratas” se integran reproducciones de cartas autógrafas entre Jímenez, su editor Raúl G. Villaseñor y el linotipista Lucio Campos Z. Un culto intercambio epistolar y peticiones precipitadas que dejan ver el proceso del resultado final del libro. Y ya para terminar, cinco postemios: filológico, psicoanalítico, literario, antropológico y filosófico; a cargo de Antonio Alatorre, el Dr. Santiago Ramírez, Alí Chumacero, Felipe Montemayor y Jorge Portilla, respectivamente. Picardía mexicana puede ser una remembranza de modos de hablar pasados de moda en México y la sospecha de que ninguna lengua es inocente.
Ana Cecilia Medina
Artículos recientes por Ana Cecilia Medina (see all)
- Picardía mexicana, un libro para leer entre líneas - 24/10/2016
Deja un comentario