Medio perdido en los borgianos laberintos de la red, me topé, en Yahoo Respuestas, con lo siguiente:
Mi novio es escritor ¿qué hago? ¿No le presté la atención debida?
Quién sabe cuántos y cuántas jóvenes estén ahora mismo sufriendo la vocación literaria de su pareja sentimental, sobre todo tomando en cuenta que, según el Consejo Nacional de Población, el 6 % de los mexicanos asegura “haber escrito algún poema, cuento o novela en su tiempo libre”, sólo el año pasado (aquí un texto de Antonio Ortuño al respecto).
Ser escritor joven –entendido como el que ronda los veinte, inédito o abriéndose camino en revistas literarias–, es considerado por algunos como una tara social. Los padres ven al “afectado” como enfermo de algo que se le quitará con la edad, antes de dedicarse a “algo de provecho”, y la novia cuestionará infaliblemente sus hábitos –esquivos, en el mejor de los casos; monásticos en los peores–, incompatibles en más de una ocasión con las necesidades del amor joven.
Es cierto que no es, como dicen las mamás, monedita de oro; cae mal en las sobremesas y, si su pareja se dedica a otra cosa, tardará en congeniar con sus amigos (en la hipótesis de que algún día lo consiga). No pocas veces le tocará el devaluado papel de la víctima incomprendida, y preferirá, cuando lo considere pertinente, terminar un capítulo, una escena, un cuento o un poema, antes que salir la noche del viernes.
Sin embargo, hay que decirlo, ese muchacho al que al árbol genealógico y la pareja exigen cuentas, tampoco la tiene fácil:
El joven escritor ya no es aquel aristócrata intelectual del siglo XIX, que podía darse el lujo de escribir gracias a la comodidad de su posición; tampoco es ése de mediados del XX, que creció con el impulso de la violencia histórica. Hoy el joven escritor vive en un mundo de máquinas y herramientas, donde la especialización y la utilidad reinan; un mundo en el que la imagen vale más que mil palabras, sobre todo si vende. Los editores y los impresores viven de la literatura, pero los autores casi nunca.
A diferencia de otros oficios, en los cuales los veteranos obsoletos ven amenazados sus puestos por profesionistas recién egresados, en la literatura son los jóvenes quienes tienen, de entrada, negado el acceso. Es lógico porque, entre más viejo es uno, lee más y lee mejor, escribe más y escribe mejor; pero para el escritor joven esta desventaja natural significa el peso de saberse eternamente ninguneado por sus mayores (y por los críticos, mayores y menores por igual).
El joven escritor está obligado entonces, por un lado, a ser especialista en su oficio, ganarse un lugar, pero, al mismo tiempo, a construirse una estabilidad de vida, a base de parches laborales, chambitas, u otra carrera universitaria.
Súmesele a lo anterior el desprestigio del oficio –o del adiestramiento en el oficio– por tanto charlatán que engrosa las estadísticas y difumina la línea divisoria entre la escritura como el trabajo que es (disciplina, horarios, lecturas, investigación) y el divertimento que algunos ejercen (“a veces escribo poesías”; “tengo un cuaderno/blog donde anoto pensamientos”); así como por la creciente producción de textos de variable calidad y el lento debilitamiento de la figura de autor en Internet. También, por supuesto, la carga social: tal amigo de la prepa ya tiene carro, el otro ya trabaja para no sé qué compañía y “le va re bien”. Y, finalmente, el ininterrumpido miedo al fracaso.
La especialización requiere tiempo, y la inversión tampoco es segura. Ser escritor joven es como comprar un auto a varios años de crédito, con la diferencia de que el auto te lo entregan hasta que acabas de pagar y sólo si para entonces hay en existencia. La única motivación, que poca gente entiende por su incongruencia con el sistema económico, es una vocación con cimientos de adamantio.
Así, pues, quizá un(a) novio(a) joven escritor(a) no sea el mejor partido. Tal vez su capacidad –en entrenamiento– de usar las palabras precisas, de leer con más sutileza el alma humana, incluso su sentido del humor, no sean suficientes para la vida práctica. Pero si ya te enamoraste de uno(a), o pese a lo dicho estás planeando hacerlo, recuerda darle, a cambio de lo que le pidas, un poquito de empatía.
Adrián Chávez
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