Los que me conocen lo saben: tiendo a huirle con bastante empeño al trabajo en oficinas. He pasado por un enorme —en serio ENOOOOORME— desfile de trabajos, pues por varios motivos tuve que iniciar mi vida laboral desde edades no legales. De mesera a cantinera a hostess a asistente de dirección a servicio al cliente vía telefónica en dos call-centers distintos, pasando por community manager, hasta editora de una casa editorial de cuyo nombre no quiero acordarme. En todos mis trabajos ha habido una constante: los que han implicado horas nalga para el trabajo, con un horario fijo incluyendo en algún punto una hora de comida, son los que han sacado a golpes lo peor de mí misma.
Entre trabajo y trabajo generalmente he requerido un periodo de détox para recordar que soy una persona cabal y que asesinar al prójimo no es una opción (por lo menos no una legalmente aceptable, y tengo un hijo, así que no puedo darme el lujo de acabar en el bote). Sin embargo, de freelance no siempre me va muy bien y, vaya, ya le enseñé al chamaco a usar zapatos y comer tres veces por día. Así que es común que mis amigos, los que llevan una vida de perfecto godinazgo y que aman el hecho de contar con una quincena, me digan cuando me estoy tronando los dedos que por qué no entro a un trabajo real, uno de esos formales en los que hay hora de entrada y de salida.
Siempre respondo lo mismo: no sirvo para ser godínez y las oficinas me sacan roña. Soy de esas personas a las que les gusta que las traten como…, bueno, personas. Ya me pasó que tuve un ataque de migraña en la editorial en que trabajé. Un ataque feo, el primero en la vida que me provocó náuseas y me hizo arrastrarme al baño a rezarle al dios de porcelana antes de salir, mareada, aturdida, fotofóbica y color verde hacia mi lugar. Mi jefa se me quedó viendo y me dijo que me veía muy mal.
—Tengo una migraña de horror.
—¿Hay algo que puedas hacer? ¿Bajarle el brillo a la compu?
A duras penas podía mantener los ojos abiertos y me mordí la lengua para no decirle que tenía que apagar la pantalla para aguantar verla. Le expliqué lo que sentía.
—Bueno, alégrate, en cuatro horas más acaba la jornada.
Me costó bastante hacerle entender que en ese estado no podía terminar la jornada laboral a mi hora. Me dejó ir, a regañadientes y recalcando que tuvo que pedirle un gran favor a la señora de Recursos Humanos. En ese mismo trabajo me tocaron las cosas más inhumanas: la citada señora de Recursos Humanos se dedicaba a hacerle de capataz, viendo que no habláramos entre nosotros ni para decirle “salud” al de junto cuando estornudaba, que no estuviéramos en redes sociales —cosa jocosa: alguna vez me cortaron el acceso a Internet aunque yo era la community manager de la editorial y luego de tres días de no tener acceso me preguntaron que por qué no estaba haciendo esa parte de mi chamba—y que no nos pasáramos ni un minuto más de la cuenta de la hora de comida. Por supuesto que pararse al baño más de cinco minutos en un día era crimen altamente penado; salir a la hora estipulada en el contrato era mal visto también. Cómo olvidar el hecho de que además de llevar redes sociales, hacía el trabajo de otros tres puestos, porque sí. Fue la época en que mi ahora difunto padre estaba muy enfermo y había que hacer guardias en el hospital para cuidarlo. Yo procuraba que mi turno fuera en viernes o sábado para no faltar al trabajo, pero en la única ocasión en que pedí chance porque nadie podía quedarse a la guardia de un día entre semana, mi jefa me dijo:
—¿A qué hora sales de esa guardia?
—A las nueve, más o menos, que llegan a relevarme.
—Ah, entonces entrarías acá a las diez.
—Este…
—En lo que vienes del hospital para acá.
—¿No puede ser home office ese día, por favor?
—Pero si sales temprano.
—Tras una noche en el hospital. Después de eso necesito de menos bañarme y desayunar antes de venir para acá.
—Bueno, llegas a las 11.
¬¬
Me sonaba absolutamente irreal. Como irreal me sonaba que existiera un jefe al estilo de Miranda Priestly hasta que lo tuve: me aventaba tickets de sus comidas en mi escritorio para que los archivara, me dejaba su celular para borrarle e-mails, y esperaba que le leyera la mente al hablar de todos sus empleados, conocidos y familiares sólo por el nombre de pila. Ese ambiente de tensión y de terror, con el chofer avisándome si el jefe iba a llegar o no a la oficina, fue real para mí. ¿Cómo olvidar el call-center en el que me pedían mentirle a los clientes, diciendo que sus problemas estaban resueltos, para luego capotear que estuvieran triplemente encabronados al ver que no se había solucionado nada?
Cada uno de esos trabajos me hacía sentir que la humanidad se estaba yendo al carajo y que yo no era una persona, sino una máquina que debía responder, pensar y actuar según la empresa dictara. Me ponía muy de malas y me desgastaba.
Tengo una mala cualidad: me gusta ser profesional y sacar bien mi trabajo, con calidad, en tiempo y forma. Parece que no domino el arte de hacerme güey un rato para que el trabajo me dure. Será la mala costumbre de organizarme porque siendo freelance escribo textos, hago traducciones, doy clases y mantengo mi horario de mínimo seis horas de sueño diario. Eso en las oficinas me lo han visto como algo malo.
Trabajando de community manager mi planeación de la semana quedaba lista los miércoles. Jueves y viernes ya no tenía nada qué hacer, por lo que empezaba a adelantar la siguiente planeación, lo que resultaba en un acabar de nuevo antes. Y solía pensar “podría estar en casa desde el jueves, si ya saqué la chamba”. Debo decir que en esa oficina fue en la que el ambiente era menos tenso para mí: si debía llevar a mi hijo porque no había quien lo cuidara, nadie me ponía peros y eso era un gran paro, pero la obligación de cubrir un horario aunque ya hayas terminado con la chamaba no me entra en la cabeza.
Por eso he llegado a la conclusión de que no soy material godínez. Trabajo bien y rápido. Me gusta que me paguen lo justo por mi trabajo y no vivir esclavizada. Eso del overtime sólo me parece de vez en cuando, y pagado también. No soy fan de los códigos de vestir, en particular si involucran tacones (tengo una lesión en la rodilla que no me permite andar en esas cosas por demasiado tiempo) y ropa de gente demasiado decente, porque ¿a quién le importa si me tienen sentada tras una computadora en un sitio donde nadie me tiene que ver? Me gusta trabajar con música (con audífonos porque el resto del mundo no tiene la culpa de mis obsesiones musicales) y poder despejarme de vez en cuando: salir a caminar tantito, ver otros sitios web, leer un poco. La mente de un adulto no puede estar enfocada más de unas horas seguidas en la misma tarea. Se necesitan pequeños descansos para funcionar bien. Y tengo la mala maña de pedir una buena descripción de mis actividades y responsabilidades para cumplir con ellas.
Pronto volveré al mundo de las oficinas. La verdad esta vez sí me coticé para aceptar la oferta que me hicieron. La empresa cuenta con varias oficinas y me negué a ir a la más lejana porque existe otra cerca de mi casa. Estar con mi chamaco me importa. Por fortuna, a mis futuros empleadores les gustó mi perfil y accedieron. Platicando con un amigo, me dijo:
—Te pusiste de diva.
Me limité a sonreír. Si acepté este trabajo es porque sé que puedo hacerlo y cumplir las expectativas. Preferentemente, no importa que suene muy pedante, superarlas. Porque no me conformo con hacer lo mínimo necesario. Esa rutina donde uno hace apenas lo justo no me va, por eso le corría a las oficinas. Pero en mi próximo regreso veo una oportunidad de seguirme desarrollando como el extravagante bicho que soy. Y mientras que me traten como persona, todo fluirá. Veremos.
Vanessa Puga
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