Cuento de Luis Felipe Lomelí. Una conversación con el pasado, un viaje por carretera, la fotografía de una mujer.
Entonces fue que me volvió la imagen de Eusebio y el conejo, de la carretera a Las Cruces y la carretera de nada. Martha, entre las paredes de un café regiomontano que antes era underground y ahora es snob, bajo una fotografía que tomé yo pero que un buen amigo me hizo el favor de robarme y exponerla como propia, lo preguntó así como si cualquier cosa, como si se preguntara la hora o la razón del frío que había estado jodiendo a la ciudad por más de quince días. Tal vez sin saña. Tal vez porque de un tiempo para acá toda conversación gira en torno al mismo tema: ¿has sabido algo de Fulano? ¿te enteraste de que Mengana se casó? ¿de qué Sutanito se divorció de la pinche arpía? O porque, además, ni siquiera inquirió por Eusebio sino por Cinthya. Pero a mí me vino el perfil de él recortado entre los cerros pelones, tras el valle desierto: ¿dónde chingados queda Columbus?, ahí presente la duda sin ser necesario mentarla porque uno confía en los servicios públicos gringos, pero ahí presente y mentada porque la carretera se perdía en un horizonte de matorrales enanos. Entonces encarné a Papá Pitufo y él a la recua de monitos azules que a cada tanto jodían de nuevo con el “¿falta mucho Papá Pitufo?” y recordaban que antes de partir a Columbus habíamos tomado un vino tan malo. Tanto como en el que tenía frente a Martha años después y le decía que no, que no sabía nada de Cinthya.
–Está dando clases en la Universidad de Guanajuato.
–¿De veras?
–Sí; bueno, no recuerdo bien si era en la Universidad de Guanajuato o en la de Morelia: ¿cómo le dicen a ésa?
–Nicolaita.
–Ah, no. Bueno: está dando clases en no-se-qué ciudad de ésas que están todas juntitas en el centro del país.
–Chido, ¿y de qué da clases?
–Pues de literatura.
Pregunta estúpida: la chica siempre se creyó poeta. En una ocasión, después de nuestra chamba en la maquila y con una sobredosis de café hablando de estupideces y de Farabeuff, de Salvador Elizondo, Eusebio se puso cursi, sacó su laptop y comenzó a leerme fragmentos de correspondencia añeja: “los piélagos que nos separan son las lágrimas que he derramado/ pero mis fragatas no encallan, sólo lloran por ser tan larga la espera”. Estábamos en su departamento frente a un par de cajetillas de cigarros, mirando tras la ventana el río seco donde termina mi patria, con todo el frío de Ciudad Juárez necesario para volver idiota cualquier idea de abandonar la calefacción. Eusebio frente a su laptop. “Tengo tu aliento tatuado en mis venas”.
–Era bien linda Cinthya, ¿no?: con su carita toda de niña, sus trencitas, y siempre bien alegre, bien alivianada—dice Martha.
–No me acuerdo.
–Ay, ¡pero si la conociste te debes de acordar! Siempre llegaba a clases con su morralito, sus huaraches de florecitas: ¡hasta su agenda era de “Mafalda”!
–¿En serio? Más o menos me acuerdo, nunca llevé clases con ella.
–Sí, de veras, era bien rosa la wey. Al inicio de la carrera le encantaban Bécquer y Gabriela Mistral. Yo creo que después le seguían gustando nomás que ya le daba pena decirlo.
Habíamos tomado la desviación cuando intentábamos volver a El Paso después de salir huyendo de un dizque festival de jazz y vino que tuvo lugar en una granja perdida de Nuevo México. Alguien, el pinche Lamberto, nos lo había pintado chulo de bonito: que el año anterior había ido y terminó gastándose una cantidad ingente de dólares porque el vino era excelso, que estuvo ahí toda la tarde, desde las doce, yendo de un foro a otro para escuchar a todas las bandas y sumergirse en el río tibio de los bajos y los contrapuntos, tabaqueando para que las notas se prendieran del humo y el atardecer en esa zona de nadie donde todas las gringas parecían duraznitos con azúcar; es más: que hubiera querido que durara toda la noche y se arrepintió de no haber llegado justo al inicio. Pero en esa ocasión, en que fuimos nosotros bien crédulos con nuestras ansias de olvidar las líneas de ensamblado y los solventes que apendejaban a las operadoras, ni siquiera se apareció el muy hijo de puta. Después diría que una amiga lo llamó con urgencia para irse a tomar un café y tuvo que soportar moquera y lágrimas frente a un capuchino con leche semi-descremada.
Te esperan mis manos tendidas entre estrellas y sal, con las llagas de la distancia como mares perpetuos.
Martha miró sus uñas y frunció los labios. Años atrás las traería pintadas de negro o de violeta, con las muñecas atestadas de pulseritas de hilo ribeteadas con semillas y ojos de venado, justo delante de la blusa de manta raída o la playera negra de Nirvana. Pero ya nada, como si el trabajo nos volviera a todos gente decente, nos quitara las ganas de saber a qué huele la sangre, de llamar la atención más allá de las cifras significativas, nos asestara de cuajo, como un tronar de dedos, esa madurez por la que siempre propugnaron nuestros padres y nos tendiera en la monotonía que antes criticábamos. ¿Será por eso que luego resulta que el vecino, quien parecía un padre responsable y todo un hombre de bien, un día agarra la pistola y balea a la familia? ¿que luego las señoras ahí andan en busca de orgasmos de café? ¿que los maridos se vuelcan en pos de su secretaria o de cualquiera?: ¿por la nostalgia de una rebeldía adolescente? ¿por la adrenalina que se extraña como una droga? Sin embargo parecía que de aquello sólo quedaba un anecdotario para Martha, las cartitas del álbum de primaria que se sacan para intercambiar con los amigos. Y entonces hay que buscar otras versiones de cada historia, juntar las partes, formar una novelita en la mente para creer en la vida: “en este capítulo se hablará de Cinthya”, y Martha vertía datos como si fueran ataúdes frente al vino tinto, vino tan malo como el de aquella otra vez en que Lamberto nos había timado. Claro, debimos desconfiar de alguien que reniega de su identidad, pero Juárez nos asfixiaba: teníamos que partir al desierto, al estúpido festival donde en vez de jazz se tocaba country, donde el pinche vino era local, de Nuevo México: ¡cuándo se ha oído mentar de las maravillosas viñas de Nuevo México! Así que nos gastamos unos cuantos dólares paladeando orines de mula entre gringas rancias que en nada parecían duraznitos y luego volvimos a agarrar carretera entre granjas de rancheros ignorantes, xenófobos, hasta que llegamos a una desviación que marcaba el camino a Columbus hacia un lado y El Paso hacia el otro.
En algún punto de mis dedos se extravió el mar/ sólo me resta el alivio de los ahogados/el taladro de los motores y las cartas en que no llegas.
–¿Todavía fumas?—me pregunta Martha.
–Pues… a veces. Nunca me latió mucho la mota, ¿y tú?
–Ji ji. Eeehmm. Este.
(mira en derredor)
Pero sólo cuando veo a la banda
Al Dylan y al Chemo.
(se estira, se vuelve a reír, extiende la mano para tomar un cigarro)
¿Me regalas uno?
–Sí, llégale.
–Cinthya no fumaba, ¿verdad? ¿O sí?
“La noticia me pegó de la putamadre”, me dijo el Sebus con su perfil recortado contra el desierto y los cerros pelones, en algún punto de esa carretera donde Columbus nomás no aparecía. “Me acuerdo que me levanté de la mesa, aventando la silla y todo el pedo, y fui por lo que quedaba de la botella de tequila que me había llevado para presumirles a los pinches gachupines; y así, bien idiota, me volví a sentar para leer una y otra vez su pinche meil hasta que me acabé la botella que ni siquiera me sabía.” Un vaso. Otro. De jilo. De hidalgo. Chingadamadre. Como si fuera agua porque a agua sabía, porque a veces parece que uno está tomando horchata de fresa y la botella terminó en pavesas contra la pared. Botella inútil. Botella seca. Botella al mar por el mar de distancia a través del cual le llegaba la puta nueva, la mala nueva: en verdad os digo que entre los piélagos hay quimeras y serpientes gigantes. Pero después del tequila quebrado contra los ladrillos nada había cambiado. “La neta pensé que no me había hecho efecto, prendí un churro que me fumé viendo hacia las pinches ventanas del edificio de enfrente y salí a comprar más pisto”.
Escucha mi voz retumbar por los muros de tu casa/ e intenta hablarme.
Me paré al baño y, cuando volví, Martha me recibió con el comentario de que le gustaba mucho mi foto, que si conocía al artista que la había tomado. Le respondí que sí, sólo que el artista que la había tomado no era el del nombre que aparecía en la tarjetita.
–En serio, ¡pero si allí dice!
Entonces le platiqué que el artista de la tarjetita y yo habíamos salido de Monterrey con rumbo a Guadalajara huyendo de la nevada que argüían los meteorólogos. Cada quien llevaba su cámara, la mía con rollo a color y la de él con rollo a blanco y negro, y nos las intercambiábamos a según el formato en que quisiéramos la foto. Sólo que cometí la estupidez de no pedirle los negativos de las que yo había tomado.
–¡Ay sí! ¡Entonces resulta que hasta fotógrafo eres?
–No, no soy fotógrafo, pero esa foto es mía.
–Sí, ¡cómo no! Ja ja ja. ¿Alguna vez viste las fotos de Cinthya?
Cuando por fin llegamos a Columbus, había oscurecido y todo estaba cerrado. Pero sin ser genios nos dimos cuenta de que era el mismísimo pueblo de Columbus, Nuevo México, que Pancho Villa había invadido durante la revolución. “Mira, wey, los gringos no son rencorosos”, dijo Eusebio mientras deambulábamos por la Pancho Villa Avenue, a lado del Pancho Villa’s Memorial Museum, del Pancho Villa’s cafe, y nos dirigíamos al Pancho Villa’s National Park: sólo habría faltado la capilla para rezarle a San Pancho Villa, patrono de los centauros menesterosos del desierto del norte, de los machos revolucionarios, de los imposibles.
Cuando vuelva a tener tus manos en mi nuca/ tus ojos en mis labios/ quiero que me recibas con una lluvia de semen/ con una miríada de tambores en tu pecho/ para estar segura de que sigues siendo mío/ de que mis palabras no son ríos que se desecan.
–Así como se veía de linda, tenía unas fotos bien enfermas—dice Martha–. Le gustaba fotografiar a la banda que duerme en las calles, yo vi como unas cincuenta fotos de pordioseros: dormidos, despiertos, sin piernas, sin brazos, con la cara carcomida, con lepra. Estaban bien chingonas. También tenía una serie que tomó en un manicomio: hay una de un loquito comiéndose la tierra de una maceta, otra de uno que le está mostrando el pene y un chingo con loquitos con los ojos desorbitados como si estuvieran pachecos.
–Órale, nunca las vi. ¿Alguna vez las ha expuesto?
–Nel, le dicen que son muy grotescas. Y pues sí es cierto. No sé por qué le toma a esas cosas.
–¿No acabas de decir que están bien chingonas?
–Pues sí pero o sea no sé si me entiendes una cosa es tomarle fotos a la gente ¿no?
y otra pues pues tomarle a eso.
–Y qué onda, ¿no les escribía poemas de Bécquer en la parte de atrás a las fotos?
Eusebio hablaba, decía de calles, de frases en catalán, de un nacionalismo que le parecía tan cliché como la ciudad toda con un Gaudí en vías de canonización, de una playa que le sabía a postal de California, un mar vestido de invierno y gabardina, un primermundismo de nuevorrico, de narcotraficante que despilfarra, pero a diferencia del criminal latinoamericano: este narcotraficante está castrado de pasiones y se tiene que inventar nuevos cataclismos: pasiones de tres días con jugo de naranja y anfetaminas, pasiones de arena sin sangre, de ruedo sin toro. Y hablaba Eusebio con la voz del que quiere sentirse lejos, del que trata de convencerse a sí mismo de un pasado, mientras la luz se iba del desierto y Columbus era como la esperanza de un enfermo terminal. Me dijo que del tequila y el carrujo siguió el brandy y otro carrujo y una línea para levantarse sobre una calle de inmigrantes marroquíes donde él parecía autóctono sólo por el color de piel. Que estuvo cotorreando con un vato que le invitó de su jeringa. Y luego las imágenes se iban yuxtaponiendo a lo baboso en su memoria: más alcohol, sus manos entre las vísceras calentitas de un perro recién atropellado, un bar de homosexuales, él mismo regurgitando en el baño de un avión, tres punketos en el metro de Ciudad de México, una casa de adobe en San Cristóbal de las Casas donde una comuna hippie de extranjeros primero lo albergó y después lo mandó a la mierda por no querer ayudar a los zapatistas, el francés que le enseñó a tallar ámbar. Luego interrumpió su narración para decir que tenía hambre, que a ver a qué chingada hora aparecía Columbus y, de paso, que chingara a su madre Lamberto por mentiroso.
Cada noche vuelvo al ritual de abrazarme a tu ausencia/ de escribir tu nombre con jacarandas marchitas y retazos de lluvia/ para que no me olvides/ para que sepas que siempre estaré hablándote al oído.
–Ay, cómo eres sangrón. No has cambiado nada/
–Gracias.
— /lo que pasa es que las fotos eran ¿ya ves? Te digo: sigues igual de sangrón/
–Gracias, ¿y tú sí has cambiado?
— /las fotos eran ¿ya ves? ¿Ya ves? ¿YA VES? De seguro ahora me vas a decir que sí, que yo sí he cambiado nomás porque ya no me visto como antes ¿o qué?
–No, cómo crees. Yo sería incapaz.
Tal vez le habría dicho que de veras no, que el hecho de que se vistiera con esa mezcla de hippie-darketa en la universidad no significaba que pensara diferente respecto a los pordioseros o a los enfermos mentales, pero llegó el mesero para invitarnos más del delicioso vino de la casa y estuve a punto de preguntarle si acaso no se los había vendido un chicano con aires de american citizen llamado Lamberto, nomás que Martha se me adelantó para pedir un croissant con jamón de pavo (pero, por favor, por favor no le vayan a poner lechuga) y de la palabra croissant me vino la imagen de Eusebio y yo pidiendo unos croissants en un café como ése en Ciudad Juárez cuando salíamos la mar de hambrientos de la maquila porque la comida del día había sido una mierda. Y del hambre, a Columbus con San Pancho Villa lamiéndonos la nuca por las calles del pueblo vacías y la ausencia de cenadurías o restaurantes abiertos. Supusimos que México no quedaría tan lejos y que, de seguro, habría un pueblo con un puesto de tacos grasosos en la plaza de centro dispuestos a darnos de tragar. Acertamos a medias: unos kilómetros al sur estaban las garitas aduanales con los lujos propios de las tierras baldías y, después, el pueblo de Palomas, Chihuahua, que sin plaza de centro sí tenía algunas taquerías y comederos sobre la terregosa calle principal donde los sombrerudos lugareños daban vueltas en sus camionetas levantando nubes de polvo. Eusebio recordó la película de “El Mariachi” y a ambos nos pareció que si algún sombrerudo nos daba de balazos y nos dejaba de bocado para los zopilotes, a nadie chingados le importaría. Así que nos detuvimos en el establecimiento que nos pareció más civilizado y nos sentamos a la mesa más escondida del local. De todos modos se nos quedaban viendo. Una norteña harto agraciada me tiraba sonrisitas y yo, siempre caballeroso y cachondo, se las devolvía de buen gusto, así que Eusebio me conminó para que dejara de hacerme pendejo y de llamar la atención. Creo que pedimos unas flautas, pero aun con el hambre revuelta y en creciente no nos supieron a gloria. Sobre el piso y las mesas de cocacola había tanta tierra como en la calle; no sé si había, pero en mi recuerdo me gusta que haya moscas saltando de la cara a las flautas, al reloj marcando alguna hora perdida. Las paredes no ostentaban más decoración que un póster con una rubia en bikini anunciando una marca de lubricante para transmisión automática y un cromo con Moctezuma delante del Popocatépetl y el Iztacíhuatl. Comimos en silencio para que nuestro tiple no acentuara más nuestra procedencia. Cuando casi habíamos acabado, un ñor de botas y camisa a cuadros zarandeó del cabello a la norteña que continuaba mandándome sonrisitas. Entre el zarandeo y la cachetada, nos señaló con el dedo y le gritó que era una puta mientras la mujer que nos había atendido, seguramente la esposa de aquél y la madre de ésta, hacía como que no miraba la escena. Para no pasar de los gritos a la norteñita risueña a los putazos contra mí, pagamos la cuenta en chinga a la presunta madre y salimos del local. Afuera seguían las camionetas y parecía que en ese pueblo en lugar de policías había militares. Los norteños nos clavaban los ojos, los uniformados nos miraban con toda la desconfianza que causan dos forasteros en un lugar en donde no hay turismo. Nadie soltó la sugerencia de darle la vuelta al pueblo para conocerlo. Y ya en el coche sólo discutimos la opción de regresarnos a Juárez por México en lugar de transitar de vuelta el mismo camino.
Nunca olvides cómo calcular la paralaje/ entre mi cefeida y tu nave/ porque si te extravías de mí, marinero/ serás el náufrago que acaricien las medusas.
–¿No vas a cenar nada? ¿De veras? La comida aquí es bien sabrosa. Pues tú te lo pierdes. Si quieres luego te convido de mi crosán. Bueno. Te decía. Yo creo que Cinthya comenzó a tomar ese tipo de fotos después de que un noviecillo que tuvo/ ¿Cómo se llamaba? En fin, ¿qué más da? Que su noviecito ése le dio a leer Farabeuff, de Salvador Elizondo. ¿Sí lo has leído? ¿Verdad que está bien enfermo? ¿No? ¡CÓMO NO? Bueno, pues a mí sí me parece bien enfermo el pinche libro y no nada más por la fotografía del chino que están torturando sino por/ ¿O es una china? Cierto, cierto, la foto está retocada y no se puede distinguir, además le rebanaron los senos ¿no? Sí. Sino por todas las idioteces que dice acerca del placer. Me vale madre que el chino o la china tengan una expresión que en la foto parece de éxtasis. ¿Cómo va a ser de éxtasis? Que no mame: es un pinche truco fotográfico, como borrarle el sexo para que no se distinga. Es imposible que alguien sienta placer si lo están torturando y Elizondo es un pinche mamón asqueroso. De seguro que jamás lo han torturado a él. Es más, que lo torturen como al chino a ver si después puede escribir algo como su pinche libro. No seas bruto, no exageres, o sea: que lo torturen como al chino pero que no lo maten: ya sé que al chino sí lo terminan matando pero/ ¿Y eso qué tiene que ver? Ya hiciste que me saliera del tema. El caso es que Cinthya comenzó a tomar esas fotos después de leer el libro. Igual y quería tener alguna como la del chino o pensó que eso era arte. ¿Me explico? Sí, ya sé que dije que las fotos están chidas: sí lo están. Pero por qué no mejor tomarle fotos a cosas bonitas en lugar de a cosas feas. ¡Ay, qué clavado eres! No estoy diciendo que los loquitos sean cosas/ No, no, no, tampoco que estén feos. Bueno, sí están feos pero/ ¿Cómo que racista? Los pinches locos se ven bien feos, ¿por qué va a ser esto racismo o segregacionismo? De veras, de veras, no has cambiado nada: sigues igual de sangrón. Contigo no se puede ni platicar tantito porque luego sales con tus ondas.
Háblame en el vacío/ acaríciate el pecho y la entrepierna como si fuera mi cuerpo / recorre mi imagen con tu lengua/ que no quiero el consuelo de las ninfas/ ni el exilio de las diosas derrotadas.
Optamos por regresar sobre el mismo camino pues no sabíamos en qué condiciones estaba, si es que había, la carretera mexicana desde Palomas hasta Ciudad Juárez. Nomás cruzamos la frontera, sentimos el alivio de estar fuera del alcance del suegro golpeador y de los norteños pistoludos. Eusebio bromeó diciendo que lo que nos había pasado no era real, que el pedo es que habíamos entrado sin querer al escenario de una de esas películas gringas donde el chido es un güero gringote, México es un pueblo polvoriento, y los mexicanos son todos una bola de rancheros bravucones. Que el ñor que había zarandeado a la norteñita risueña no era su papá sino uno de los asistentes de dirección que la estaba regañando por salirse del script. Pero poco nos duró la risa pues al llegar a la garita, los oficiales de migración estadounidense nos vieron aún más feo que nuestros queridos paisas de Palomas. Un vato con estrellita en el uniforme y fenotipo de cualquier paisano nos preguntó en inglés a dónde nos dirigíamos: a Ciudad Juárez. ¿De dónde vienen?: De Ciudad Juárez. Tal vez porque nuestras respuestas no sonaban propias de gente cuerda fue que le dimos aires a las malas interpretaciones, además de la pregunta obvia de por qué si veníamos de Juárez e íbamos a Juárez las placas del coche eran de Jalisco. El oficial Rodriguez, a según se leía debajo de la estrellita de su uniforme, me pidió en inglés que estacionara el coche y nos bajáramos. Enseguida nos rodearon cinco oficiales, cuatro morenos y un güero, con dos perros dóberman que nos olfatearon el culo hasta que se cansaron (los perros, no los oficiales) y los llevaron a que se treparan y olfatearan mi coche. Como nos pareció un tanto imposible de creer eso de que habíamos hecho un viaje de cuatro horas nomás porque el vino de Nuevo México no nos había gustado y, como estábamos hartos de la ciudad, tomamos carretera nomás para ver campito, les dijimos que habíamos hecho el viaje porque queríamos conocer el lugar que Pancho Villa había invadido durante la Revolución Mexicana y que, como no había lugares para cenar abiertos a estas horas en Columbus, habíamos cruzado la frontera para echarnos unos tacos. Fue la gota que derramó el vaso: escuchamos un “Panchou Vilias, uh?” algo sardónico seguido de un “you must know something” y nos mandaron entrar en un cuartito. Nos desnudaron y así, desnudos, tuvimos que soportar una hora que primero fue de interrogatorio y luego, tal vez de algo que pretendía ser una clase de historia para que supiéramos lo ojete que había sido Pancho Villa. Probablemente habría durado más la conferencia de no ser porque colaboramos con la desmitificación del prócer. Y, por ejemplo, cuando ellos decían que Pancho Villa había sido un asesino, nosotros respondíamos que sí, a huevo, que el cabrón era una mierda, nomás que al gobierno mexicano le late eso de ensalzar a los machos iracundos, pero Pancho Villa merecía, y con creces, que lo hubieran asesinado. Ya cuando nos íbamos a ir, el gringo güero nos pidió “parra un tacou”. Le dimos diez dólares y nos subimos al coche que olía a dóberman correteado.
Cuida que las violetas de tus manos no florezcan en solares ajenos/ que el mar es mi boca en calma pero también desata huracanes.
–¿De veras no conociste a su novio ése?: Eulalio o Eusebio, algo así se llamaba.
–No, no me acuerdo.
–Ay, cómo no te vas a acordar. Era un chavo morenito, medio chaparro, ni gordo ni flaco/
–O sea, ¿cualquier mexicano?
–Ay, sangroncito. ¡Pues así era!
–Pues dime algo más. En este café hay por lo menos cinco personas que se acoplan a tu descripción.
–Bueno. Era ingeniero.
–Ah, claro, Eulalio: un chavo moreno, medio chaparro, ni gordo ni flaco que estudiaba ingeniería. Cómo olvidarlo, chingá: ¡alguien tan peculiar!
–¡No te burles!
–N’ombre, cómo crees.
–Deja de burlarte, ¿OK? No porque tenga tres años de no verte, te lo voy a tolerar.
–Está bueno, está bueno, pero dime más de él porque así está cabrón que lo ubique.
Mentía, por supuesto, pero no tanto por prudencia, sino porque mentir es bello: desquicia a la gente, les hace mostrar otras caras de sí mismos. Primero conocí a Cinthya, no recuerdo hace cuánto, en una ocasión en que fui con Roberto a una fiesta donde lo más sano que uno podía hacer era tomar una agualoca de génesis mórbida. Como al inicio yo no tenía ganas de fumar ni de meterme madres pesadas (tenía examen de no-sé-qué-pedo al día siguiente) le entré al agualoca para descubrir, más tarde, que le habían echado ácido lisérgico. Aún no sentía totalmente el efecto de la Larga Sinfonía en D cuando apareció Cinthya. Estaba muy contenta porque sus padres le habían mandado una buena cantidad de dinero y con eso le alcanzaría para las tachas de tres fines de semana. Alguien me comentó de ella mientras Cinthya bailaba levantándose la falda encima de una mesa de madera, y se acariciaba los senos y parecía que con el primero que dijera “esta boca es mía” terminaría cogiendo. Me cayó bien. Pero no supe qué pasó más tarde pues Roberto y yo y otros dos weyes nos trepamos a la azotea y ahí estuvimos pendejeando sobre la generación de la energía eléctrica hasta que amaneció. Cuando bajamos Cinthya ya no estaba y no la volví a ver hasta varios meses después caminando por la universidad con su morralito, sus huaraches de florecitas, la pupila dilatada y los ojos rojos. Me invitó a ir a comer peyote a Real de Catorce pero no fui. Como un año después conocí a Eusebio en una cantina del centro de Monterrey. Yo había llegado solo para reventarme una caguama y salir de vuelta al insoportable calor de la ciudad, pero Eusebio me habló, me dijo que ya me conocía, que yo era amigo de la chava con la que quería andar: una tal Cinthya.
Mañana caminaré hasta la costa/ caminaré sobre las aguas hasta encontrarte/ detrás de los astilleros/ detrás de mi mirada.
–Bueno, pues ése chavo. Unos decían que era inteligente pero a mí me parecía medio idiota. No estoy siendo despectiva, ésa era mi apreciación: el chavo era lento para hablar y se la pasaba tratando de hacer chistes de todo: no se podía tener una plática seria con él. Yo no sé ni por qué Cinthya se enamoró de eso. Porque ella es inteligente, es bien rosa pero es inteligente, tal vez porque se quería sentir malita o no sé. El caso es que ese baboso la perjudicó mucho. De veras. Cinthya empezó a faltar a clases, a juntarse con banda bien loca, de los chavos éstos que rentaban una casa en el centro para meterse ácidos y demás tarugadas. ¿Sí los conociste? Bueno, qué más da. Digo, porque una cosa es fumarse un chuby de vez en cuando y otra meterse con químicos. Porque, además, la cannabis es natural, es una plantita, no es mala; en cambio los químicos sí te deshacen el cerebro. ¿O no? ¿Por qué me ves así? La marihuana es una planta, es NA-TU-RAL, ¡hasta mi abuelita tenía macetas con marihuana para las reumas! ¿Qué? Ya deja de verme así que me haces sentir como si fuera drogadicta y no soy. ¿De qué te ríes? De veras que eres un sangroncito, ¿eh?.. Bueno, el caso es que yo creo que él le dio a leer a Elizondo y le metió todas esas ideas raras en la cabeza, por suerte que cortaron cuando él se largó de Monterrey.
Seguimos por la carretera, volvimos a andar por la Pancho Villa’s Avenue y entre todos los letreros que rezaban el nombre artístico de Doroteo Arango. Por un rato hablamos de los lindísimos oficiales de migración gringos que nos hicieron el favor de perfumar el coche con Chucho No. 5 y de hacer que nos diéramos cuenta que la desnudez física es el primer paso para entablar una comunicación cordial. “La próxima vez que tengamos una junta en la maquila hay que proponer eso ¿no?”, dijo Eusebio. Luego encendió un cigarro y dijo que deberíamos de dejar de hacer viajes pues cada vez nos salían más pinches, que el que habíamos hecho a Las Cruces había estado culero pero no tanto como éste. Tomamos por la recta de nada que, en algún punto después de varios kilómetros, tendría un letrero que anuncia qué camino tomar para llegar a El Paso. De vez en cuando apagábamos las luces del carro para contemplar mejor las estrellas y sentir la adrenalina de andar a cien kilómetros por hora en medio de la oscuridad. Hablamos del desierto como dos personas que crecieron entre otro tipo de vegetación pero, después de los años, necesitan la aridez para descansar los hombros. Luego el silencio de la fatiga y mis preguntas guardadas: ¿por qué chingados te fuiste a España a un doctorado si hay un putero de lugares mejores?, ¿no tenías otra mejor opción?: a mí me dijo un cuate que te habían ofrecido una beca en la Universidad de Chicago. “Por ella”, dijo, y a mí me brotaron más dudas como fuegos artificiales que se fueron extinguiendo conforme hablaba. Me dijo que sí, que tenía la oportunidad para la Universidad de Chicago y otras más pero que a Cinthya le cagaban los gringos y tenía pensado estudiar una maestría en literatura con especialidad en no-recuerdo-qué en Barcelona. Así que, para estar con ella, se buscó un doctorado en la misma ciudad. El plan original fue, como él se tituló seis meses antes, que él se iba primero, empezaba a estudiar, montaba la casa y luego ella lo alcanzaba. Y al principio parecía que todo iba bien, Eusebio soportaba que le dijeran indio y los nacionalismos catalanes por la esperanza de un futuro prometido. Sin embargo se fueron acercando las fechas últimas de recepción de documentos para la maestría en literatura y Cinthya le decía que sí, que ya casi enviaba los papeles, que sólo le faltaba tal o cual documento, en cartas con poesía de duermevela y reiteraciones de lo que se había ido pero que Eusebio sólo supo hasta que pasó la fecha última y le llegó el i-meil de Cinthya donde decía que ya no se iba a ir a Barcelona sino a Buenos Aires y graciasportodo, nuncateolvidaré. Entonces fue lo del tequila contra los ladrillos, las vísceras del perro atropellado, los punketos del metro. Perderse dentro de sí y para todos. Nadie supo que se había regresado a México, ni su familia ni sus amigos. Uno de sus maestros catalanes fue el primero en empezarlo a buscar, luego la familia, luego los amigos que se lo imaginaban disfrutando de lo lindo en Amsterdam. No se supo de Eusebio hasta que, varios meses después, un tío suyo se lo encontró frente a un tapetito tallando ámbar en San Cristóbal de las Casas. A punta de chingadazos se lo llevó el tío a casa de sus padres en Cuernavaca. De ahí siguió el ascenso de un año y medio por grupos de desintoxicación y drogadictos anónimos.
Nunca te volverás sordo a mis palabras, navegante en destierro/ estaré siempre en el caracol de tu oído/ impregnándote del vaho de las estrellas/ de la brisa que tejen mis uñas.
Martha se comió hasta la última ramita de perejil chino que había en el plato de su croissant y pidió más vino. ¿De veras que no quieres?: está riquísimo. ¿De dónde será?/Yo creo que de Nuevo México, hay unos viñedos muy buenos por ahí/ Ah, sí, claro, me han hablado mucho de ellos, que se parecen a los de Burdeos ¿verdad?/ Esos mismísimos, n’ombre Martha me sorprendes: no sabía que supieras de vinos./ Oh, pues si no nada más tú tienes tus virtudes escondidas—dijo mirando hacia mi fotografía usurpada. El café se iba llenando de gente y; cada que habrían la puerta, el calor del lugar salía corriendo como un montón de niños a recreo. Martha comentó acerca de la poca inteligencia y urbanidad del par de babosos que se habían quedado charlando de lo más a gusto en el umbral, permitiendo que la calle gélida y el local se acercaran al equilibrio térmico. Luego llegó con el tándem uno de los meseros a invitarlos para que entraran de una vez o se quedaran afuera: se salieron. De cuando en cuando alguien se ponía a contemplar las fotografías, observaba la que había tomado yo y, después de ver el precio, pasaba a la siguiente. Bueno, dijo Martha, digamos que la fotografía era una de las virtudes escondidas de Cinthya pero la verdad es que a mí me cuesta trabajo pensar en Cinthya y pensar en sus fotos como si fueran parte de la misma persona para mí que fue una de esas loqueras que te da por hacer cuando estás chavo y hasta ahí.
Y llegaremos a una bahía donde los pescadores de perlas me regresen mis lágrimas/ para que sepas lo que me falta tu presencia/ para que nunca vuelvas a marcharte.
Como imágenes que se pierden Eusebio iba soltando por la carretera los amarres de algunos recuerdos. La cantina del centro de Monterrey en que nos habíamos conocido quedaba bajo el hilo de la Vía Láctea y más allá de ella pendían las nebulosas y los pulsares cual señalamientos de otra carretera. “Al inicio” –siempre hay un inicio que se expande y se contrae—“era ponernos hasta la madre todos los días, nomás mota y pisto, y coger como conejos por todo su departamento Llegamos a pasarnos una semana entera cogiendo, sin ir a clases, sin salir del depa más que para comprar las chelas en el Oxxo de la esquina El diler de Cinthya tenía servicio a domicilio así que para los chubidubis no había que salir”. El río de asfalto se perdía después de los faros del coche, de vez en cuando pasaba un conejo hecho la chingada. “La neta yo casi no fumaba en ese tiempo, pero es que es bien chingón coger pacheco Luego me ponía a tocar los tambores mientras ella leía en voz alta a Baudelaire o alguno de esos weyes Cenábamos chido Cogíamos Volvíamos a comer y a chupar y a echarnos otro churro”. Platica hiriente para dos hombres solos, mis propios recuerdos de otro tiempo, mis carencias, sugerí que si llegábamos temprano a Juárez nos largáramos a un téibol. “Pero lo chido siempre dura poco: los dos tuvimos pedos en la escuela, pedos de lana, pedos con nuestros jefes, pedos por todos lados Y pues como las hormonas no siempre están al tiro: también pedos a la hora de coger: que yo ya no era tierno, que no le echaba ganas y demás chingaderas Pero más o menos lo mismo le podría haber dicho a ella”. Como bien dicen los libros de primaria acerca de los desiertos, el frío comenzó a calar entre la noche, me temblaban las manos en el volante, nos abrigamos. “Y ya no sé si fue a ella o a mí a quien se le ocurrió, el chiste es que nos empezamos a meter cuanta madre para ver qué chingados se sentía coger así: ácidos, tachas, gis, etcétera”. Las luces del auto iluminaron un bulto pequeño sobre la carretera/ “¡un conejo!”/ vadeé como pude/ “párate cabrón vamos a ver al conejo”/ “no mames”/ “neta, neta, wey, párate, vamos a verlo”. Detuve el auto, lo eché en reversa y nos bajamos. El frío se sentía mucho más cabrón afuera del coche. “Pero apaga el carro, no seas cabrón”. Lo apagué y el silencio fue la hiedra que nos trepó por los tobillos mientras miraba a Esuebio levantándole las patitas al animal, volteándole la cara para ver el lado aplastado por la llanta, diciendo que aún estaba calentito, que lo acababan de atropellar, que ahí estaba la vida. E introducía uno de sus dedos entre las mandíbulas quebradas, le acariciaba los ojos / “aún están húmedos”/, lo levantaba. “¡Es un pinche conejo muerto, Eusebio, no mames!”. Le estiraba el pellejo diciendo que la vida no tiene sentido si no palpamos lo muerto. “No mames, pinche Sebus”/ “Neta, tener la muerte cerquita es la única manera de no acabar haciendo pendejadas.
Tú eres la ofrenda de mi templo, marinero/ eres el sacrificio que ordena mi lengua/ la sangre que necesito para dar mis pasos.
Después de charlar sobre naderías y pagar la cuenta, cuando nos dirigíamos otra vez al frío de Monterrey, le pregunté a Martha si al final Cinthya había estudiado una maestría. Me respondió que sí, que la hizo en Literatura Latinoamericana en Nuevo México, en Las Cruces, y que la había empezado un año después de acabar la carrera. Nos despedimos no sin que me recordara mis dotes de fotógrafo plagiado.
El conejo pasó de ilegal a Juárez a pesar de mi oposición. “Es un conejo gabacho, no hay pedo: malo si fuera un conejo paisa entrando a Estados Unidos Además lo voy a cocinar en salsa de melocotón”. Acabamos la noche en un téibol donde las mujeres sí estaban como duraznitos, tal como le habrían gustado a Pancho Villa. Yo me chuté varias cervezas y a Eusebio le preguntaron que si en vez de agua mineral no se le antojaba lechita caliente o chocomilk. Al amanecer nos fuimos a mi depa, donde Eusebio había dejado su troca. Nos despedimos pero, el muy cabrón, en vez de cocinar el conejo, lo aventó al bote de basura de mi edificio.
Toma una silla y siéntate en silencio/ ¿de veras crees que puedes dejar de pensar en mí?
Vi a Martha retirarse y yo me fui por el empedrado del Barrio Antiguo pensando en los huaraches de florecitas de Cinthya, en su agenda de Mafalda y en perros y conejos atropellados. Quise llamarle en ese momento a Eusebio para decirle que, después de todo, nuestros viajes no eran tan patéticos, que siempre pudimos tener encuentros más desagradables –como cuando fuimos a Las Cruces y por suerte no nos la encontramos–. Me dio tentación soltarle una lluvia de alfileres, como recuerdos, pero me ganó la hueva.
Luis Felipe Lomelí
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