La vida privada de los narcotraficantes es uno de los enigmas más ricos para nutrir la literatura de ficción, y más allá de las andanzas de los sicarios, resultan intrigantes las figuras de los capos mayores que viven un escalón arriba de la ley. ¿Se trata de una vida de excesos o de un liderazgo paternal? ¿O se trata de una mezcla de ambas?
En Trabajos del Reino (2005) y Fiesta en la Madriguera (2010), Yuri Herrera y Juan Pablo Villalobos imaginan a los señores del narco en un espacio cerrado, como líderes de un territorio feudal. El Palacio y la Madriguera son las mansiones habitadas por los narcotraficantes, pequeños países dentro del territorio mexicano –pero fuera de México- que se rigen bajo la ley de una figura que tiene el mismo nombre en ambas historias: “El Rey”.
Narrado desde el punto de vista del hijo de un narco, Fiesta en la madriguera ofrece una narración cuasi-fantástica: en el mundo habitado por Tochtli (conejo en náhuatl) hay palacios, reyes y tigres, pero también diputados corruptos, cadáveres y cuernos de chivo. En la Madriguera todo y todos giran alrededor de la voluntad de Tochtli y su padre, El Rey, por lo que la narración de eventos improbables aderezada con la imaginación del niño se acerca al realismo mágico.
Lo contrario ocurre en Trabajos del Reino de Yuri Herrera, donde un músico (El Cantante) es empleado por El Rey que, para asegurarse de que esté siempre disponible, lo lleva a vivir a sus cuarteles. El tijuanense construye su prosa compleja utilizando el habla cotidiana del norte. Después de las primeras páginas, se comprenden las comparaciones de Herrera con Daniel Sada, o que Jorge Volpi llame a ésta la mejor novela de la “narcoliteratura” mexicana.
De 2005 a 2010, la percepción del narcotráfico se modificó radicalmente. Sin embargo, ambas novelas, las primeras de sus respectivos autores, resultan complementarias. Donde Herrera se ocupa de los trabajadores que sirven al poder del Rey, Villalobos recrea la fiesta dentro de sus habitaciones. El capo no es visto como un criminal, sino como el líder de una pequeña comunidad. Los habitantes, más que formar una maquinaria de producción en línea, son una familia extendida.
Aunque no tienen las pretensiones de escribir la novela total mexicana al estilo de Carlos Fuentes, ambos escritores se distinguen de buena parte de su generación (Alberto Chimal, BEF, Tryno Maldonado, etc) por su obsesión en intentar encerrar a México –o al menos una de sus caras- en una nuez. Herrera aborda el tema de la migración en su segunda novela, la maravillosa Señales que precederán al fin del mundo (2010), y Villalobos hace lo propio con la clase media mexicana de la época salinista, esa que se creía a unos pasos del primer mundo, en Si viviéramos en un lugar normal (2012).
Ambas novelas forman un retrato de la vida secreta del narcotráfico que difícilmente encaja en la cotidianidad de los descabezados en primera plana. Pero lejos de humanizarlos, Herrera y Villalobos colocan a los “reyes” del narco en un palacio y buscan atrapar la cara que descubren en sus pasillos.
Alejandro Gael Montiel
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