Traducción de Adrián Chávez
Por donde se viera, había sido un mal inicio de año. Mi novia me dejó después de tres años, y luego perdí el trabajo. Quizá fue al revés. Tampoco es que importe. Pero apenas han pasado seis meses y ya no me acuerdo qué pasó primero, o si lo uno precipitó lo otro.
Tampoco es que importe.
Tenía algo de dinero ahorrado –suficiente para salir al paso unos meses–, así que me quedé a anquilosarme en mi casa. No porque quisiera, sino porque podía; cualquier otra cosa habría requerido esfuerzo. Y me aburrí hasta la exasperación. Es el resultado lógico de unas cuantas semanas de chaquetas, hierba y Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. Kailash (alias Laash) me sugirió salir de la ciudad, pero habría terminado vegetando en un hotel y gastándome el dinero en menos tiempo, así que deseché la idea. Lo mismo hice con las proposiciones de otros amigos, salvo las que empezaban con un “Qué onda, ¿te caigo? Conseguí…” (Aquí mencionaban alguna sustancia exótica. Luego, yo exigía dicha sustancia para mí solito y nos peleábamos).
Así, cuando emergí al mundo cinco meses más tarde me quedaban dos amigos, un balance financiero de tres dígitos, y la urgente necesidad de un empleo. A Laash y a Lip (los amigos) les tocó mantener ojos y oídos alerta e informar a un servidor sobre cualquier buena referencia –tenía prisa, mas no la motivación suficiente –al menos no todavía– para salir a buscar por mí mismo. Me pescaron un par de entrevistas a las que, para su frustración, no fui.
Aquel día, sin embargo, fue diferente (Y aquí es donde empieza la historia.)
*
–Ponte traje –me dijo Lip– y el trabajo es tuyo. Yo tengo mis opiniones al respecto –en su voz había un dejo de pedantería–, pero pues les gustan sus empleados de etiqueta.
Lo anterior sólo evidenciaba cuán distanciados estábamos desde su muy sofisticada maestría en Administración de Empresas; debería saber que yo no uso trajes. Carajo, ni siquiera tengo. Y de todas formas el trabajo sonaba bien. Se trataba mayormente de estar sentado, revisar las cuentas una vez a la semana, redactar un informe para las oficinas centrales cada mes, y organizar convivios de personal dos veces al año. Me ganaron con lo de estar sentado.
Me vestí tan bien como mi guardarropa lo permitió –la camisa más decente, los pantalones de mezclilla más neutrales, y un viejo par de zapatos de piel que me quedaban apretados–. Me peiné hacia atrás, relamido, como los mafiosos. Por un momento consideré comprar una corbata en el camino, pero me ganó la sensatez. Y así, por primera vez en meses, salí de la casa con un destino real.
*
Mis zapatos hacían rechinar el piso pulido de la oficina de Lip en Churchgate, conforme caminaba de un lado al otro esperando mi turno. Ese ir y venir debió incomodar a muchos; al menos a mí sí, y creo que por eso seguí haciéndolo. Finalmente me detuve en una ventana, para alivio de todos –suspiro incluido–. Un par de minutos más tarde, la gorda secretaria se levantó, chasqueó sus tacones hasta mí, tosió, me tocó el hombro y dijo:
–Oye… Tu ropa.
De forma instintiva, me pasé la mano izquierda por los botones de la camisa y con la derecha me revisé el cinturón y el cierre del pantalón. Todo en orden. Me di la vuelta y, con un gesto digno de Marcel Marceau, le grité:
–¿Qué, qué pedo con mi ropa?
Me devolvió su propio gesto marcelmarsoso y habló de nuevo:
–No te van a contratar vestido así. –Pausa– En la entrevista… –Pausa– Vienes para la entrevista, ¿no?
–No –dije, como si fuera lo más obvio del mundo. No sé bien por qué lo dije, nomás se me salió. Ese tipo de cosas me pasan bastante, por cierto: termino diciendo, por reflejo, justo lo contrario a lo que quería decir –y además lo sostengo–.
–No –repetí. Es la clase de reflejo que detonó innumerables peleas con mi ex, sin contar además los conflictos laborales y cierto incidente con la policía años atrás. Y ahora esto.
–Vine a ver a Lip. O bueno, Dilip, pues. ¿Está?
–El señor Dilip Jain no se encuentra por el momento –dijo, cambiando a modo máquina contestadora. –¿Cuál es tu nombre?
–¿Va a regresar?
–No sabría decirte. Media hora, a lo mejor.
–Bueno, me espero.
Esperé media hora y luego me largué de ahí. Anduve caminando un rato y fumando y preguntándome ahora qué. Creo que pasé por la Sassoon Library como doce veces antes de darme cuenta de que estaba dando vueltas en círculos. Empezó a chispear y corrí a la librería antes de que se soltara un aguacero. Adentro, como perro en carnicería, estuve mirando todos los libros que no podía pagar; les pasaba una mano por encima, los abría y olía sus páginas, leía un par y luego los regresaba al estante. Me instalé en una esquina, en el piso, con el primer volumen de El Hombre sin atributos.
Dos horas y doscientas páginas más tarde, dejó de llover. Salí de ahí un poco en actitud borreguil. Estaba oscuro y el pavimento centelleaba con luces y colores intensos. Me detuve en un tugurio cualquiera y me tomé un par de cervezas a temperatura urinaria, después de lo cual me dirigí a Churchgate para alcanzar el local que salía para Virar a las 10:55.
(Y aquí es donde empieza la historia.)
*
El vagón iba atípicamente vacío. Unas dos docenas de pasajeros y, entre abordajes y bajadas, en Andheri el número se redujo a ocho. En Jogeshwari se subió un grupo de cinco faroles. Algo en ellos irradiaba peligro. Todos los demás nos agrupamos instintivamente en una esquina e inauguramos plática. Todos menos un señor que se quedó dormido, lejos de nosotros.
Lo despertaron bruscamente. Después de gritarle majaderías, comenzaron a golpearlo. Nadie hizo nada; lanzábamos miradas al azar por las ventanas, esperando que no lo fueran a matar. Cuando terminaron, se bajaron muy tranquilos en la estación siguiente y desaparecieron. Fuimos a ver: el hombre era una masa de pulpa roja, pero estaba vivo. Lo encaminamos a la plataforma en la siguiente parada, asumiendo que alguien más lo llevaría al hospital.
De pie a las puertas del tren, cuando ya comenzábamos a alejarnos de Borivali, noté mi camisa ensopada de la sangre del señor. Una onda de repulsión me recorrió entero. Me la quité y la enrollé como pude.
(Y es aquí donde de verdad empieza la historia.)
*
Arrojé la camisa hecha bola fuera del tren. Y en cuanto la solté, desapareció. Literalmente. Se esfumó en el aire, ¡puf!, hasta nunca.
–¿Vieron eso? –me giré para preguntar a los demás, pero nadie estaba mirando, y nadie me contestó. Me asomé afuera y miré hacia atrás, aunque tampoco es que fuera a ver mucho en la oscuridad. Saqué de mi pantalón un pañuelo, que arrugué y lancé por la ventana; lo vi desprenderse de mi mano, flotar en el aire un momento y caer a la distancia. Quizá sólo lo había imaginado, una ilusión óptica por culpa de la luz o algo así.
Para cuando llegué a mi casa, casi había logrado convencerme de que no había sucedido nada fuera de lo común. Me desvestí y me acosté. Cerré los ojos pero, casi al instante, los abrí de nuevo y me senté en la cama, sobresaltado. La camisa desapareció. No sé por qué estaba tan seguro, pero lo estaba. Estaba seguro.
No dormí en toda la noche, un churro tras otro, repasando aquello con cierta obsesión. Todo el día siguiente lo pasé en el local, transbordando entre Borivali y Dahisar y arrojando toda clase de basura fuera del tren, haciendo pruebas para encontrar el punto exacto.
*
No hace falta decir que sí lo encontré. Y, efectivamente, las cosas desaparecían –y no, relájense, no les voy a decir dónde es–. Ahora que sabía, lo siguiente me pareció de lo más natural:
Salté.
*
Estoy en una habitación como de seis por seis. Nada de ventanas, nada de puertas. Las cuatro paredes se elevan bastantes metros hasta disolverse en una luz blanca infinita. Está llena de desperdicios: colillas de cigarro, hojas de periódico, bolsas de polietileno, chicles secos, manchas de jugo de betel, grava, un hueso que bien podría ser el fémur de una persona, algunos dientes rotos, canicas, mierda de pájaro, montones de papeles hechos pedacitos, una cartera, un pantufla, sobras de comida dejada a medias, un mapa de Bombay, dos plumas –tinta azul las dos–, botellas de plástico vacías, botellas de vidrio hechas trizas, el CD de quién sabe qué mujer, un pañuelo –no mi pañuelo–, la pila de diarios que usé como prueba, etcétera, etcétera, etcétera. De vez en cuando algo nuevo cae y hay que esquivarlo. A veces se mete la lluvia, y se pone feo. El resto del tiempo no hago más que admirar mi reino de basura. Y eso se pone peor.
Creo que empiezo a arrepentirme de haber saltado.
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