En Lo que queda de nostoros, lo primero que vemos son dos músicos parados en la parte de atrás del escenario iluminados por tonos azules y morados que los aíslan del espacio de ficción. Cada uno lleva puesto un simpático gorrito de invierno como el de Raúl Villegas en el papel de Toto, que ingresa a la escena junto con Sara Pinet. Se sientan sobre la larga mesa de madera que sirve de escenografía y son iluminados por una cálida cenital. La música suena y un par de escenas después nos queda clara la anécdota: Nata (Pinet), es una puberta que pierde a su padre y como consecuencia decide romper lazos emocionales con su perro, el único vertebrado que todavía le importa. Pues bien, abandona al animal en un lejano parque y se marcha en su auto. Lo que sigue son escenas que saltan de tiempo y lugar: peripecias que ilustran la relación entre niña y mascota.
Por un lado, Toto nos cuenta su travesía por el universo de los perros de la calle. Para esto, el texto dota al perro de una voz muy ambigua que ilustra lo que siente desde su animalidad. El personaje dice muchas veces “no entiendo” para aclarar que su visión de can doméstico es diametralmente opuesta a la humana, pero en realidad parece que entiende todo pero hace como que no, para darnos una lección sobre lo antropocéntricos que podemos llegar a ser; entonces, cada vez que Toto interactúa con un humano, reacciona con extrañeza, malinterpretando nuestras actitudes más básicas. Curiosamente, el diálogo que mantiene Toto con Crispín, un perro de la calle, es lo más cercano a una percepción canina con sentido, pero no para con Toto sino para con los espectadores. Al ver como Crispín le hablaba a Toto, iluminado por una tenebrosa luz blanca en medio del oscuro total, me sentí como el perro recién perdido que escucha los horrores de un nuevo mundo, violento y verdadero. Es terrible, es real y es muy gracioso; me refiero al tono, a la actuación, y a la música que acompaña a Crispín en el fondo de la escena. El desconcierto y la empatía que genera el relato del callejero es efectivo más por el tono que por el contenido: en esta escena lo salvaje existe, es decir que uno deja de ver a un humano tratando de ser perro. Recuerdo parte del diálogo, pero no es tan relevante como el gesto del actor mascando un hueso de pollo imaginario mientras habla sobre la muerte. Mi memoria traduce este diálogo en jadeos y chasquidos de escasos dientes: esto es lo que le proporcionó claridad. Sólo por esta escena, la obra vale la pena. Además, es una de las pocas que no son reiterativas a causa de esta moda terrible que es la narraturgia.
Lo que queda de nosotros: narraturgia encabronada
Narraturgia: debo ser franca, no tengo elementos para juzgarla, pues no considero que sea teatro, y más bien agradezco que este texto por lo menos decidió cambalachearle entre el drama y la narración. Cada vez que Nata monologaba una descripción, adornándola con gestos ilustrativos, tenía la imperiosa necesidad de desenroscarme la cabeza, colocarla sobre mi regazo con los ojos hacia mi ombligo, y hacerle caricias para tranquilizarla. Encuentro a la narraturgia como algo vergonzoso: siento que me tratan como imbécil. ¿Por qué este ensalzamiento de los pleonasmos? Contemplar un texto narratúrgico es el equivalente de un mundo en el que cada cosa tiene un post it en el que puede leerse su nombre con mayúsculas. Lo que más me desconcertó a nivel texto en este sentido, fue Nata, personaje con el que nunca logré empatizar. En primer lugar, porque nunca me quedó clara su edad dado que todo en ella estaba desdibujado. El único trazo claro que exhibía, era su perenne encabronamiento. Sin importar que su padre hubiera muerto, que se reencontrara con su perro, o que la golpearan en la escuela por reírse de una flacucha, la chica estaba enojada. Atribuyo esta falla dramática, una vez más, a la narraturgia.
Sin miedo a sonar como una fascista de la inteligencia emocional, me atrevo a decir que el enojo es la emoción más primitiva con la que contamos. Precisamente la escena en que Nata narra cómo se soltó a reír de su compañera enclenque para luego recibir un puñetazo, ilustra la poca efectividad de este método. Si el personaje, en efecto, se hubiera reído, en vez de decirnos que había reído, las consecuencias de sus actos y sus reacciones posteriores habrían tenido mucho más sentido. A pesar de lo que digan los narraturgos posmodernos: no es lo mismo decir algo que hacerlo. Ahora, habrá a quien le funcione: la reiteración a veces sirve para que quede claro un mensaje, los seres humanos aprendemos por repetición. Entonces la narraturgia, a pesar de ser la media hermana insoportable de la dramaturgia, merece tener un lugar para ¿justificarse?
Ahora lo bonito. Algo que salva o excluye la presencia de la reiteración en la obra es la música que, como bien dijo Alejandro Ricaño, director y coautor de Lo que queda de nosotros “es homogénea, sirve de compañía emotiva, pero no protagoniza ni estorba a los actores.” La obra es sencilla, efectiva en su mensaje didáctico, y las composiciones de David Ortíz y Ricardo Estrada la completan y embellecen.
La interacción actoral entre Sara Pinet y Raúl Villegas es muy ágil. A pesar de llevar ya cuatro temporadas en escena, el dinamismo no se pierde; además está aderezada con una dirección escénica llena de juegos físicos y coreografías que ponen a bailar los globos oculares. Esta riqueza visual, sumada a la celebración de la amistad, y al tema del enfrentamiento de los chavitos con las verdades dolorosas, la vuelve adecuada para públicos jóvenes.
La obra se estrena este 4 de febrero y estará en cartelera hasta el 24 de abril, sábados y domingos a las 13:00hrs en La Teatrería, ubicada en Tabasco #152 en la Colonia Roma.
Viera Khovliáguina
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