“Si se quitase mi pene de la boca sabría quién es”, medita el personaje de la novela El emisario o La lección de los animales de Alejandro Vázquez Ortiz. Ahora mismo en mesa de novedades de todo el país.
Esta línea, perdida en una extraordinaria novela, revela más de lo que uno se imagina. No sé si quien lee esto ha estado en una situación afín pero no cuesta trabajo imaginar el pavor de abrir los ojos y no saber quién chingados está recreándose en tus genitales. Pasa lo mismo con la prosa de Alejandro. Me explico: todo el tiempo hay algo vedado que no alcanzamos a definir pero que es plenamente disfrutable y aterrador. Voy a capturar otro fragmento menos procaz:
“… se encienden cientos de asadores en la ciudad. Todas las calles huelen a leña, a carbón, a carne, a tasajos de cebo que suben en espirales al cielo combado sobre la tierra como una hecatombe a los dioses. ”
Estamos en Monterrey en pleno e histórico huracán Alex. O sea que todo va a terminar valiendo madres. Habrá rolas de los Cadetes de linares, cabrito asado y Carta Blancas. Para entrar al mundo del narco, un hombre decide suplantar a su hermano gemelo, embajador entre cárteles y que recientemente murió de un balazo. El nombre del protagonista permanece como un misterio conforme cada vez llueve más y más descontroladamente. La lluvia interna es incluso más tupida, más desbordante. Él realmente no quiere suplantar a su hermano. Repasa en su pasado familiar algo que justifique sus actos. Carece de dedo oponible por lo que es incapaz de disparar un arma con diligencia. No tiene miedo, tampoco. Pienso en el chiquillo afeminado que se ve obligado a remplazar a su viril padre en “Los años falsos” de Josefina Vicens, en las gemelas querendonas en “Una de dos” de Sada, en la reciente “Huesos de San Lorenzo” de Vicente Alfonso. Tener un gemelo, en la literatura mexicana, es como si la vida te ofreciera una segunda oportunidad. Hay una víbora hambreada que se prende de la ubre de las vacas, les inyecta veneno en cantidades no mortales y entonces a la madre siente rico y se le olvida dar de mamar a su becerro. Nuestro héroe quiere ser la serpiente pero se comporta como el becerro. ¡Uff!
La prosa de Vázquez Ortiz es padrísima, ágil, exhuma horas nalga y está llena de metáforas desbloqueadas.
“Los pájaros, sin dejar de brincar, sonaban en segundo plano como una televisión con el volumen muy bajo.”
La novela, estructuralmente hablando, se divide en dos: sensibles y detallados dramas domésticos y familiares escritos con dulzura y salvajismo (las aves que una madre ama, las peleas a golpes con el hermano gemelo que ya perdió la virginidad, las injusticias de un obcecado padre. En una frase: la jodida pérdida de la infancia). Y emocionantes escenas de acción perfectamente narradas (persecuciones en auto, golpizas y torturas, la mamada inicialmente citada). Estos dos ejes se amalgaman en una trama que se disfruta de una sentada.
El emisario o La lección de los animales es, la neta –al chile pelón-, uno de los mejores libros mexicanos que he leído este año.
Gabriel Rodríguez Liceaga
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