Cuento de Raquel castro.
La visita inesperada de unos peculiares animales plumíferos.
La primera gallina llegó una mañana de otoño. Yo estaba sentado en la sala, la mirada fija en una mancha de la pared. Las visitas, algunos peritos especializados en temas parapsicológicos y dos nuncios apostólicos que llevé con engaños para que la revisaran, aseguraban que era humedad; pero qué saben ellos: yo estaba seguro de que era un milagro tímido, que se iba a convertir en una imagen de la Virgen o de Marilyn Monroe, nomás que no acababa de decidirse.
Y claro, no es cosa de perderse la oportunidad de regentear una capillita o un sitio turístico nada más porque me tocó una Madonna introvertida, así que en cada momento libre me sentaba frente a la mancha y me concentraba, le mandaba mis mejores vibras, la bombardeaba con mi fuerza mental para ayudarle a tomar forma.
Los ojos empezaban a arderme de tanto no parpadear cuando me distrajo un aleteo. Y justo cuando volteé para saber quién me interrumpía, una gallina entró por la ventana.
Su llegada me sorprendió mucho: en parte, porque yo no tenía ninguna cita con una gallina, ni ese día ni ningún otro; y en parte, porque mi departamento estaba en un octavo piso y no era usual que una gallina entrara por la ventana. A decir verdad, no era usual que ningún animal entrara a mi departamento por ningún lado.
Pero eso no pareció importarle a la gallina: revoloteó un poco por la sala, se posó en el sillón de enfrente a mí y me observó fijamente. Yo le sostuve la mirada. Así pude ver que era gorda, llena de plumas y con un pico anaranjado, como si fuera una gallina común y corriente.
—Clo, clo, clo —dijo.
No respondí de inmediato: tenía que pensar muy bien mi siguiente movimiento. Reflexioné un poco y descarté la posibilidad de que se tratara de un espía ruso (no me habló en ruso). Tampoco se parecía a un ángel bíblico, aunque tenía alas.
Sólo me quedaba una alternativa: que fuera una broma de la casera, quien llevaba siete u ocho años poniéndome mala cara cada mes, cuando me negaba a pagarle la renta:
—Oiga, ¿cómo le voy a pagar por vivir en este gallinero? —reclamaba yo.
Qué bueno que dije siempre ‘gallinero’ y no ‘muladar’: probablemente no habría sobrevivido al ataque de una mula voladora que entrara por mi ventana.
Sí, esto parecía una muestra del humor negro y enfermizo de esa mujer.
—Clo, cló—volvió a decir la gallina con un tonito que me sonó a sarcasmo velado.
—¿Qué quieres? ¿Quién te mandó? —le pregunté, repentinamente enojado. No soporto el sarcasmo. Ni el helado de tapioca. No tiene nada que ver, lo sé, pero no está de más mencionarlo. Sólo por si acaso.
—Clo, clocló —respondió, retadora. Por suerte (para ella), lo dijo sin helado de tapioca. En caso contrario, quién sabe qué habría podido pasar.
—¿Qué haces en mi casa? —insistí.
No contestó. Me siguió mirando un rato más, bostezó y escondió la cabeza bajo el ala. Tenía razón: ya eran las siete de la noche, hora de dormir. Y como ella no se había mostrado agresiva, no había razón para atacarla: la dejé en el sillón y me fui a mi cama.
Cuando desperté la gallina ya estaba en la cocina y había preparado café. Para mi gusto le quedó un poco cargado; pero fue un buen intento, y sobre todo, una muestra clara de buena voluntad que me hizo abandonar la teoría de que su llegada era obra de mi casera. Eso me dio confianza suficiente para dejarla en casa en lo que iba a la oficina a aburrirme mis ocho horas reglamentarias, pero no tanta confianza como para dejarle copia de las llaves, por lo que se quedó encerrada. No me pareció tan grave: tampoco parecía que tuviera muchos planes de salir.
Al regresar de la oficina me encontré con algo verdaderamente raro: había dos gallinas en la casa. La nueva era casi idéntica a la otra, sólo que tenía un aire melancólico y una mirada soñadora. Me recordaba a un poeta que fue famoso hace unos 20 años, pero del que no ubico el nombre ni la obra: sólo evoco sus ojos tristes, como de gallina, y el final de uno de sus versos: ‘no sé qué tanto, no sé qué más, amor’.
Lo verdaderamente raro no fue que la gallina se pareciera al poeta aquel, sino el hecho de que yo dejé la puerta cerrada y sólo una gallina adentro de la casa. Por un momento imaginé que la segunda ave podría haber entrado por la ventana, igual que la primera; pero, aunque la ventana seguía abierta, descarté la sospecha: ¿qué lógica habría en tal falta de originalidad?
Quise discutirlo con ellas, pero fingieron no entender. De nuevo les pregunté cuál era su plan, pero Melancólica sólo suspiró. La otra, que se llamó desde ese momento Pionera, se me acercó despacio, como si quisiera hacerme una confidencia. Supongo que se arrepintió en el último segundo, porque sólo murmuró un enigmático ‘Coricó’. En el diccionario no figura esa palabra.
A partir de ese día, las gallinas no pararon de llegar. No había dos iguales e incluso su forma de tratarme era distinta: mientras Pionera se comportaba dulce y protectora, casi maternal, Melancólica prefería ignorarme y pararse en la cornisa a suspirar. Ferocilla me atacaba cuando me veía cerca de su nido sobre la televisión; Cómica reía entre dientes (tal vez debería decir ‘entre pico’) cada vez que nos encontrábamos de frente.
Con todo, nuestra vida era tranquila. Al menos fue así hasta que Incomprendida trató de separar la recámara del fondo como Gallinero Independiente, con ayuda de Traidora, Interesada y Molotova. Por suerte, su iniciativa fue impopular; pero el recuerdo de las quince víctimas del movimiento separatista (Paquita, Salmonella, Ur-caldea, Friolenta y Cocoguá, entre otras) me obligó a buscar cómo imponer el orden.
—¿Qué hacemos? —pregunté a Pionera. Por derecho de antigüedad era mi consejera.
—Cló. ¿Coricó? —dudó ella, y se sumió en un silencio largo y reflexivo. No le entendí, pero a la fecha estoy seguro de que tenía razón.
Después del incidente terrorista volvió la calma. Con lo que ganamos de la venta de Incomprendida y sus aliadas como pollos rostizados (a veces hay que recurrir a la mano dura) compramos varios sacos de un riquísimo maíz transgénico. Yo hubiera preferido carne asada, pero en la toma de todas las decisiones, incluido el menú diario, me plegaba a las decisiones de la mayoría.
Era el administrador, sí; pero a excepción de eso, era una gallina más, tan feliz como cualquier otra.
Tan feliz… no. Fui feliz hasta que me di cuenta de otra diferencia: pese a todos mis esfuerzos, aunque intenté todo para igualarme, no podía ser tan productivo como ellas. Incluso Huevas, la más floja, ponía uno o dos huevos diarios.
Yo lo intenté todo: puse mi nido cerca de la ventana, para tener más luz y aire fresco; aumenté el calcio en mi dieta; me autoapliqué acupuntura.
Nada sirvió, yo seguía sin poner un solo huevo.
Ellas no me decían nada ni cambiaron su trato. Sólo una vez me pareció que Amarguetas me miraba con un mudo reproche, aunque puede haber sido mi imaginación.
En todo caso, yo me sentía inútil, traidor a la comunidad. Las gallinas seguían llegando, con sus muy definidas características personales, con su docena de huevos a la semana. ¿Y yo? No era sino ‘el humano que vende los huevos’. ¿No lo puede hacer cualquiera? ¡Por supuesto que sí! Me sentía prescindible. En cualquier momento podía llegar otro humano a suplantarme. Tal vez uno que sí pudiera poner huevos.
Sufrí día y noche. Pensé en rezarle al milagro tímido de la pared, pero ya no lo pude distinguir de las otras manchas de humedad de la sala. Pero no podía resignarme: temía que llegara el momento en que encontraran quién me sustituyera. Una noche no pude más: me terminé el café que me había preparado Refugiada (¿por qué ya no lo hacía Pionera?, ¿ya no me quería?) y cuando todas escondieron sus cabecitas bajo las alas, salí del departamento.
Ya estaba cansado de la frustrante vida de gallina estéril, de levantarme al salir el sol, de comer lombrices. Mejor intentaría volver a la naturaleza humana. Pero como no me acordaba muy bien de cuál era esa, decidí conformarme con volver a la naturaleza en general.
Busqué una cabaña apropiada en las afueras de la ciudad. Me costó trabajo encontrar una que cumpliera con todos mis requisitos: que fuera amplia, cómoda, con una cerradura fácil de violar y dueños que sólo vinieran una o dos veces al año. Pero finalmente la encontré y me instalé en ella. Como muestra máxima de rebeldía y señal absoluta de rompimiento con mi vida previa, en vez de hacerme un nido cerca de la ventana me preparé una madriguera en la alacena. Y disfruté de una merecida tranquilidad hasta que, una tarde, cayó el primer tejón por la chimenea.
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