Gianfranco Rosi permaneció un año en la isla de Lampedusa para filmar dos historias: la vida del carismático Samuele, niño cazador viviendo entre pescadores, que en vez de estar interesado en el oficio ancestral de la isla, pasa sus días buscando ramas secas que escriban una “Y” para fabricar resorteras y acechar pájaros por la noche. Del otro lado, sobre las olas que tanto marean a Samuele, Rosi se dedica a narrar la travesía de cientos de migrantes de Costa de Marfil, Nigeria, Siria, Libia y otros países africanos que desde hace más de 20 años llegan a Lampedusa huyendo de una cadena de sucesos terribles.
En una entrevista para el Film Society Lincoln Center, después de haber ganado el León de Oro en el Festival de Cine de Berlín en 2016, Rosi declara que desde que era joven se preguntaba por qué en los documentales la cámara temblorosa volvía las cosas más reales. Entonces decidió hacer lo opuesto: desaparecer. “Tengo que usar todas las herramientas que el cine me da para hacer que eventualmente la audiencia olvide que hay alguien filmando. Usar las herramientas cinematográficas para reforzar la realidad”, señala el director.
Empleando la cámara fija desde su invisibilidad, Rosi tiene la inteligencia de no presentar a los migrantes como una masa incomprensible: cada uno de los rostros captados por la cámara tiene brillo propio. Cada par de ojos fue testigo de su individual desgracia. Sin embargo están unidos por una suerte de carácter que los aterriza en el mismo tono. La cámara ya no tiembla, ya no se agita ¿cómo es reforzada la realidad, entonces? Hay una parte muy bella, en la que un hombre nigeriano narra su travesía en un canto. Contemplamos el rostro del expatriado balanceándose al ritmo de su coro de acompañantes, todos sentados en el piso, iluminados a penas por el cian nocturno. La melodía del narrador deriva en un trance colectivo que reconfigura su travesía. Hay algo de homérico allí: se siente por primera vez un paréntesis construido de belleza, en el que la narración de este hombre destila el camino universal de todos los demás hombres.
Mientras tanto el doctor de la isla, mismo que atiende a todos los llegados a Lampedusa, le diagnostica a Samuele un “ojo perezoso”: el niño lleva años cerrando el ojo izquierdo para apuntar a sus presas, y ahora tiene que usar un parche de silicón color piel para forzar al ojo malo a trabajar. Se escuchan lamentos sinceros en la sala de cine al contemplar al héroe ante otro tipo de tragedia. Pero el tuerto es temerario: Rosi cuenta que cuando conoció a Samuele, lo primero que hizo fue preguntarle qué tan bueno era con su arma. El niño tomó una escoba y la recargó en una pared, le apuntó con la resortera y la tiró de un golpe. Se viró hacia Rosi y le dijo: “esto es sólo para enseñarte que en la vida necesitas pasión”.
Junto con Samuele, quienes fortalecen la realidad que busca Gianfranco Rosi son los migrantes, tambaleándose sobre un nave hedionda de gasolina. Su balanceo épico provoca el llanto genuino de la audiencia. Para experimentar empatía no es necesario escuchar la bitácora de cada viajero, porque la vida de estos náufragos de patria no se mueve en línea recta, como la trayectoria que delinean las piedras del joven cazador, sino que fluctúa y se concatena con las olas. Los viajeros huidizos de la catástrofe, son el fuego en el mar.
Viera Khovliáguina
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