Hay algo terrible en estas páginas. Un recuerdo milenario se echa a andar, mujeres enterradas vivas al lado del monarca, maquinarias de doliente precisión, niños cuyas uñas eran arrancadas para que el dios se apiadara de sus gritos… hay otra imagen en el relato… me resulta…
Cierro los ojos, tiemblo. El temblor y un asco profundo ceden poco a poco y escribo esto. Soy un hombre de años y lecturas vastos y ante lo que acabo de leer me encuentro igual que antes, que al principio. Hay algo similar en la metáfora y el crimen: en ambos casos la verdad se ajusta a la sangre de los hombres.
Sangre que ha sido sello de pactos divinos, señal de una lucha atenazada, símbolo definitivo de la vida para vivos y muertos. Los muertos. Me siento frágil, insoportablemente finito. Quisiera dejar de pensar pero es inútil… ¡Quisiera no haber comprendido!
Este manuscrito perteneció a GustavoFéimar, quien murió a causa de una herida profunda en el vientre en la biblioteca de su casa, en San Ángel. El arma no se encontró. Su rostro denotaba un rictus mezcla de dolor y asombro. Un año después, Leopoldo Schultz, amigo cercano de Féimar, fue muerto en su casa con dejos de violencia mayores a los de su amigo. No hay ninguna conexión entre los asesinatos excepto que pocos días antes de su muerte, ambos comentaron haber leído un relato casual, que hablaba de crímenes de hombres desconocidos y sin importancia.
Gerardo Piña
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