Traducción: Adrián Chávez
Cuento de Roxane Gay
Para entretenernos, mi esposa y yo solemos sentarnos a ver documentales sobre las vidas de gente extraordinariamente gorda y así nos sentimos mejor con nosotros mismos porque tenemos empleos en los que nos pagan por hora y vivimos en un departamento de mierda y nuestros respectivos GED 1 no nos llevaron tan lejos como esperábamos. Los GED los obtuvimos porque nos queríamos casar. Nos queríamos casar para tener sexo porque en aquel entonces creíamos en lo que nuestros padres decían sobre ir al infierno si fornicábamos. A esas alturas habíamos hecho de todo menos tener sexo y sabíamos que el rumbo de nuestras almas corría grave peligro si no hacíamos algo drástico. Nuestros padres dijeron que no podíamos casarnos hasta que no tuviéramos certificados de preparatoria porque éramos demasiado jóvenes y necesitábamos una educación lo bastante sólida antes de ser capaces de tomar decisiones de adultos y nosotros pensamos que estaban delirando dado que íbamos a la escuela todos los días y sabíamos que no nos enseñaban un carajo. Les dimos una lección mudándonos de estado para casarnos. Pero entonces resultó que el sexo no fue la gran cosa y que no encontramos ningún trabajo que no involucrara servicio al cliente, y ahora ya aceptamos el hecho de que esto es lo mejor a lo que podemos aspirar.
Vemos a la gente extraordinariamente gorda explicar con lágrimas en los ojos cómo llegaron a pesar mil libras, cómo aquello fue una rampa resbaladiza, cómo probaron dietas, cómo ahora están varados en sus camas llenas de suciedad y hubo que extirparlos de sus casas y llevarlos a un hospital especial para gordos para practicarles una cirugía de emergencia, con ayuda de un equipo SWAT especial para gordos, con espaldas fuertes y guantes de látex y gestos muy serios.
La mejor parte de los documentales es cuando los profesionales médicos hablan de los gordos como si los comprendieran, como si simpatizaran, como si todo eso fuera normal, cuando uno sabe que, al llegar a sus casas, esos doctores y esas enfermeras se sientan en la cama a llorar, a comerse un bote de helado, a preguntarse cómo suceden tragedias así. La esposa y yo nos reímos cuando los doctores usan la palabra “impactante” o cuando el gordo dice “dejé que las cosas se me salieran de las manos”. Toda la semana repetimos esa frase tanto como podemos y reímos sin control. Por ejemplo, yo regreso del trabajo muy tarde y la esposa está esperando sentada en la mesa de la cocina y está algo irritada porque se tomó el tiempo de poner una lasaña Stouffer’s en el horno y calentar en el microondas algunos brócolis congelados, así que le digo “dejé que las cosas se me salieran de las manos”. Ella intenta que no se le escape una sonrisa, y entonces sus mejillas se crispan y empieza a temblar y luego los dos nos carcajeamos tanto que se nos salen los mocos y lloramos de la risa y a ella se le olvida que llegué tarde y ya no pasa la siguiente hora interrogándome por el olor a cigarro en mi camisa aun cuando ambos sabemos que me retrasé porque vi a mi mejor amigo —a quien odia principalmente porque él sí terminó la preparatoria y no se casó— y me tomé un par de cervezas en el bar de su propiedad.
El sexo entre la esposa y yo ha ido mejorando de forma significativa en los últimos siete años. Creo que comenzamos a resentir cada vez menos habernos casado a los diecisiete. Después de ver los documentales de gente extraordinariamente gorda, mi esposa coge como si estuviera audicionando para ser estrella porno y me dice que le da un chingo de gusto que nosotros seamos flacos y que hayamos tenido familias que nos amaron lo suficiente como para no alimentarnos como cerdos y yo le digo a ella que me da un chingo de gusto que nosotros seamos flacos y le chupo los pezones y me pongo un poco más creativo y ambos gemimos y yo jadeo y quiero que el momento dure así que pienso en el pobrecito hijo de puta que necesita la ayuda de un equipo de fisioterapeutas para bañarse y en cómo gruñe de dolor conforme tiran de sus pliegues y sus extraños depósitos de grasa para moverlos de lugar, todo para no venirme todavía. Las mañanas posteriores al sexo de gratitud por no ser gordos, la esposa y yo nos tenemos cierto odio, así que no nos hablamos y hacemos tan poco contacto visual como sea posible. En cambio, avanzamos por entre las rutinas del día tratando de evaluar los posibles daños causados. Ella se cepilla los dientes y se da un baño y se rasura las piernas y se termina el agua caliente y deja pelos minúsculos alrededor de la coladera y se enchina el cabello y se maquilla y se le olvida ponerle la tapa al rímel. Durante todo ese tiempo yo estoy sentado en el excusado fingiendo leer una revista, pero en realidad estoy mirando su cuerpo desnudo porque ella está mejor que yo. Pone el café, lo hace muy fuerte, justo como no me gusta, llena su termo de viaje, se va a su trabajo de recepcionista en un salón de belleza, y yo paso más o menos una hora en el departamento viendo el Home Shopping Network hasta que llega la hora de irme a trabajar en un centro de copiado donde paso el día frente a una máquina Xerox, presionando botones.
En los documentales de gente extraordinariamente gorda llega un momento en el que un cirujano debe recortar pedazos del vientre o la parte superior del muslo y el gordo está ahí recostado en la mesa de operaciones, vulnerable y abierto de piernas y brazos. El cirujano tiene implementos especiales para extender y jalar y diseccionar. Luego levanta triunfante los trozos extirpados, sangrantes, y alza la voz para decir cuánto pesan. Todos en la sala resuellan como enloquecidos. Es dolorosamente obvio que están excitados y da la impresión de que, una vez que terminen de coser todas las partes del paciente como si dieran rienda suelta a la Mary Shelley que llevan dentro, uno de esos cirujanos va a llevarse a una o más de esas enfermeras a una bodega para tener sexo de gratitud por no ser gordos. A la esposa no le gusta ver las cirugías; dice que son carnicería humana. Se marea si ve sangre, no le gusta ni siquiera cambiar sus propios tampones. Así que, cuando vemos los procedimientos quirúrgicos, se tapa los ojos y entierra la cabeza en mi hombro, y yo le narro con lujo de detalle cómo la grasa es amarilla y serpentina y pulposa y escurridiza y cómo avientan los pedazos extirpados en bolsas para residuos biológicos peligrosos. Después especulamos sobre lo que le sucederá a los depósitos de grasa muerta de la gente extraordinariamente gorda y se nos ocurre que estaría bien que hicieran una ceremonia para enterrarlos en el patio de sus casas como hacen los niños con las mascotas muertas.
Una de esas noches en las que vemos los documentales, la esposa voltea hacia mí y dice:
—Esas historias no tienen finales felices.
Y se bebe la mitad de mi cerveza. Parece como si estuviera a punto de llorar y entonces yo siento como si yo estuviera a punto de llorar pensando en esa gente tan grande viviendo vidas tan pequeñas, tan imposibles, así que digo:
—Es un final feliz que salgan en silla de ruedas del hospital pesando solamente quinientas libras, y que regresen a sentarse en su silla especial en casa, donde sus seres queridos los alimentarán igual que siempre los han alimentado, para que en tres años pesen una tonelada otra vez y nosotros podamos ver otro documental.
Y con lágrimas en los ojos mi esposa gatea hasta mi regazo, se monta en mí, y toma mi cara entre sus manos y dice:
—Te amo un chingo.
Notes:
- El General Educational Development Test (Examen de Desarrollo de Educación General) es una certificación equivalente al nivel preparatoria en EE.UU. y Canadá, aplicable a quienes no obtuvieron el certificado por los cursos regulares (N. del T.). ↩
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