Cuento de Gabriel Rodríguez Liceaga.
1.
Abel “Tostadito” Vitureira (también llamado “El Portero Huérfano”) piensa que ser guardameta es una profesión muy neurótica. El portero es la persona más sola, abandonada y vacía de los once. Además, detrás de él se encuentra el fin del mundo. ¡Vaya circunstancia enloquecedora! Si hay algo que lo hace rabiar es que en los resúmenes deportivos conmemoren, casi exclusivamente, las jugadas que resuelven en gol. Para él la verdadera pureza del juego consiste en que todos los participantes cumplan con sus funciones a la perfección. Y eso implica que el portero no permita al balón atravesar el arco. A pesar de las llegadas, pases y disparos más bellos que uno pueda imaginar, el gol es una aberración.
Esas y muchas otras cosas pasan por su cabeza a cada rato; pero en cambio siempre que lo entrevistan se pone nervioso, no encuentra las palabras para expresarse y ofrece declaraciones huecas y trilladas como:
–Hicimos nuestro mejor esfuerzo, che.
O:
–Y bueno, lo importante es el trabajo en equipo.
Abel Vitureira nació en Buenos Aires hace veinticinco años. Debutó en Ferrocarril Oeste. Al principio no lo hizo mal pero un lío de promotores lo mantuvo comiendo banca. Brincó de equipo a equipo hasta aterrizar en la liga mexicana y, desde su primer juego en pretemporada hasta la actual jornada trece, no ha recibido un solo tanto en contra defendiendo los colores del Atlante. En otras palabras: ningún mexicano ha podido meterle un gol.
De la noche a la mañana se volvió la gran sensación. Ataja todo, no permite que se le escape una, sus salidas son exactas y contundentes, sus saltos de lado a lado son alimento de fotógrafos. Frente a él los mejores delanteros no son sino un puñado de eyaculadores precoces. Es elegante y sobrio. Además tiene suerte. Los camarógrafos no se pierden la toma en que, al inicio de cada partido, persigna al esférico. Su cara está por doquier, su nombre viste todas las espaldas, vende pan de caja, servicios bancarios, ropa deportiva y desodorantes. El Tostadito esto, el Tostadito aquello. Las primeras planas de los diarios operan en torno a una misma frase redactada de todas las maneras posibles. Y es que ya rompió el récord del club y está por romper la marca histórica del torneo local. Sus padres estarían tan orgullosos.
2.
Públicamente ha declarado que no le gusta ninguno de sus apodos. Ambos son un recordatorio de cosas terribles. Lo de “Tostadito” se debe a que su rostro es castigado por una quemadura provocada por un fuego al que sobrevivió hace diez años. Sus padres, en cambio, murieron en ese incendio. Teniendo eso en cuenta, el segundo mote se explica por sí mismo.
La mancha no es ni tan grande ni tan pequeña. No le desfigura la cara, más bien pareciera que el rostro se le está descascarillando o que trae puesta una máscara de luchador hecha con piel humana o pegamento blanco. Ha pensado en realizarse una operación estética, pero sus asesores le indican que la quemadura le da personalidad y forma parte de su imagen. Un portero invicto, sin papás y con el rostro marcado por la desgracia: éxito comercial seguro. Abel no sale de casa sin sus enormes gafas oscuras y una cachucha. Evita los espejos, pero en cada esquina de las ciudades hay enormes mantas en las que aparece con una lata de refresco sostenida entre sus guantes de portero. Apenas si consigue reconocerse en esos anuncios. Pareciera que los modifican de forma que la mancha sobresalga aún más. Ni siquiera es para tanto. Tan sólo una herida que no va a sanar nunca. Constantemente es reconocido en las calles y los aficionados le piden retratarse con ellos, en medio de un abrazo, en medio de una sonrisa. ¡Qué expresión tan macabra la suya! Su hocico apenas si mal engrapado al centro de un rostro yerto. De todas maneras él sonríe, reparte autógrafos con ganas de gritarles a sus fans que son unos degenerados, “¿No se dan cuenta que están admirando a un monstruo?”
Cierra los ojos. Observa las llamas de aquel fuego. Los vuelve a abrir. No hay escapatoria. De chico le decían que era idéntico a su madre. Pero ya no. De todo lo que le fue arrebatado por el incendio eso es lo que más le duele. Desde que se mudó a México tiene la sensación de que se encontrará a sus papás vivos al doblar una esquina o entre el público de un partido, como si su muerte sólo significara algo allá en casa.
3.
“El tostadito” ya había soñado antes con esto: se encuentra en una sala de hospital hablando acerca del partido del fin de semana, mientras un niño de escasos doce años y con la cabeza completamente vendada lo abraza cariñosamente. Fotógrafos y cámaras de televisión rodean la delirante escena.
Lo que sucede es que, como todos los niños quieren ser iguales a Abel Vitureira, se ha puesto de moda quemarse el rostro para asemejarse a su ídolo. Con éste ya van seis escuincles achicharrados en un par de meses. Abel tiene que dar la cara y decir en cadena nacional que “no está bien jugar con fuego, es mejor jugar con el balón”. Fue idea de su representante reforzar el mensaje social asistiendo al sanatorio para saludar y repartir casacas autografiadas. El niño parece una momia caricaturizada, de entre el vendaje sobresalen sus dos ojos abiertos de par en par. Abel los imagina sin pestañas. Las quemaduras del niño son mucho más graves que las del portero. Constantemente saca su lengua por entre las vendas, buscando la frescura del aire. Abel piensa en todos esos niños que se arrojan de la azotea queriendo volar como Supermán. Se pregunta si el superhéroe debió donar parte de su sueldo a una organización que socorre a chiquillos aplastados en el pavimento. El asunto de los niños chamuscados comienza a ser muy molesto. No le hace bien a Abel recordar cosas tristes. Tiene que estar concentrado. El niñito no lo suelta del brazo. ¡Sí, sin duda ya había vivido ese momento! Los periodistas preguntan si romperá el dichoso récord con dedicatoria especial para el pequeño aficionado.
Abel Vitureira sabe que todo logro humano es sencillamente temporal, también sabe que la eternidad tiene forma de tornillo y que es muy probable que su destino esté ya predicho. Su logro no es muy distinto al de aquel gladiador que asesinó exitosamente a cuanto león le arrojaron o el de aquella secretaria taquígrafa que siempre entregaba sus reportes sin faltas de ortografía. La vida de los hombres es una reiteración incansable de ciertos ciclos rozándose a lo largo del tiempo. Como esos azulejos de cocina que consisten en el dibujo de un durazno, luego una piña, luego una manzana y luego otra vez un durazno, seguido por una manzana. Así hasta el infinito. El inútil infinito. Abel recuerda que Deja vu significa “lo ya vivido”. La vida no es una escuela de errores. Sólo destinos históricos restablecidos una vez tras otra hasta el hartazgo. Eso piensa Abel Vitureira. En cambio, frustrado por no encontrar las palabras exactas, le responde a la prensa:
–Si consigo romper la marca será con la ayuda de dios.
Apenas termina la frase se escucha una grosería. Abriéndose paso entre los entrevistadores aparece una mujer repartiendo rasguños y mentadas. Todos los ahí presentes adivinan de quién se trata en un primer intento: es la madre del niño. El “Portero Huérfano” se queda pasmado, siente que el estómago se le transforma en una piedra. La madre se tropieza entre tantos cables y pies, cae de rodillas y nadie ríe. Impulsada por resortes invisibles, se incorpora de inmediato. Llega hasta donde está Abel. Él desearía abrazarla. Decirle que todo estará mejor. Ella le escupe en la cara y ni sus reflejos de arquero le ayudan a esquivar la baba. La señora permanece en silencio, viajando la mirada entre el jugador de futbol y su hijo que, apenado, se esconde debajo de las sábanas. La mayoría de los fotógrafos consiguieron capturar la imagen del escupitajo. Han asegurado portada para mañana. La habitación entera se vuelve pequeñita, Abel no sabe qué decir o hacer. Le acercan una servilleta para que se limpie. Ni fue tanta saliva.
Resignada, la madre toma asiento al lado de su chiquito, que permanece oculto debajo de las sábanas. Sólo sus pies se asoman. La mamá acaricia el espacio entre dos dedos, musitando una plegaria.
Abel reparte firmas a los enfermos de las otras camas. Casi huyendo abandona el hospital. Ya afuera, antes de que lo dejen en paz, tiene que afirmar tres veces que romperá el récord. Llega a casa. Se refugia en su cochera. Elige una de sus tres motos de lujo y se monta en ella. El club no le tiene permitido manejar una motocicleta. Por lo mismo Abel no pone en marcha su vehículo, sólo enciende el motor para escucharlo rugir, para disimular su llanto con el poderoso escándalo que sale de su máquina en cada pedaleo.
4.
Cada vez que persigna el balón se siente idiota. Quién sabe por qué lo haga. El estadio Azteca está a reventar. Qué mejor forma de volverse el mejor portero del país que en contra del América. La voz local enumera los nombres de cada uno de los contendientes. Cuando dice: “número uno, Abel Vitureria” , toda la fanaticada arroja confetis y vivas. Cierra los ojos. Observa las llamas de aquel fuego. Cuando los abre ha comenzado ya el encuentro.
Su nombre pasará a la historia si consigue mantener su arco imbatido hasta el minuto 37 del primer tiempo. Minuto 8: le mandan un trallazo de lejos pero se cuelga del balón sin inconvenientes. Minuto 12: un delantero rival se abre el hueco y saca un derechazo desde la media luna, Abel rechaza el centro hacia tiro de esquina. El tiro de esquina es desaprovechado. Minuto 16: un defensa se lesiona y sale de cambio, la voz del estadio informa quién entra en su lugar. Minuto 20: un mano a mano peligrosísimo, Abel sale a destiempo, si el delantero globea el balón se terminó todo. El árbitro marca fuera de lugar. Abel y su línea defensiva respiran tranquilos. Minuto 22: el once contrario aventaja por sector derecho, Abel le cierra el ángulo, el tiro pasa a centímetros del metal. Minuto 28: Tiro de esquina del América. Cobran por el costado izquierdo. Sin consecuencias. La voz del estadio dice que el refresco favorito de “El Tostadito” es Coca Cola de dieta. Abel piensa que eso ni siquiera es cierto. Por un instante le parece que esa voz es la de dios. Minuto 29: el delantero recibe dentro del área y con la marca encima logra sacar un derechazo a primer poste que se va de largo por la línea final. Minuto 31: la voz del estadio clama: “Al niño Abel Vitureira, lo esperan sus papás en el túnel número doce”. Abel se queda clavado en el piso. Tal vez sólo fue su imaginación. Últimamente ha sido víctima de mucha presión. La voz proveniente del cielo repite: “Al niño Abel Vitureira, lo esperan sus papás en el túnel número doce”. Todo vibra para Abel al mismo tiempo que el América no da tregua. Alza la mirada tapándose del sol con su guantezote y en busca de la ubicación del túnel número doce.
Minuto 37: Abel ha roto el récord. Es el mejor portero de la liga mexicana. La gente no corea su nombre. “Portero, potero…” dicen.
Minuto 46: el hombre de negro silba el descanso y Abel se queda en silencio debajo de su arco. Sus compañeros corren para abrazarlo, le hacen bolita, lo cargan en hombros. Un puñado de periodistas le acercan micrófonos y él pregunta si escucharon lo que él escuchó. No sabe si aquel anuncio fue un tétrico chasco de su imaginación o un truco del equipo local para distraerlo. Busca el túnel número doce, empuja a un entrevistador. Teme cerrar los ojos. Comienza a llorar enfrente de todos. Sus lágrimas son malinterpretadas. Camina rumbo a los vestidores y sus compañeros le arrojan una cubeta con hielos sin que él lo esperara. Su llanto se confunde con el agua fría.
En los vestidores, Abel enojadísimo les grita a todos, se enclaustra en una regadera. Rompe un espejo. Su técnico lo regaña.
Regresa a la cancha para la segunda parte. Cada vez que el sonido local anuncia alguna publicidad o incidencia, Abel cierra los ojos y observa las llamas que asesinaron a su familia. El equipo contrincante suma delanteros y al minuto 10, al 13 y al 34 consiguen tantos a favor. Tres goles feos. Dos calcetinazos y un rebote. Abel siente las cámaras encima de su rostro. Su rostro defectuoso, podrido de llorar, feo de tanta rabia. Imagina que las tribunas están llenas de niños con la cara tostada. Niños con el rostro en vendas y madres desesperadas. Siente las carcajadas del mundo, se siente señalado. Monstruoso. Piensa en lo mucho que ha estado equivocado. Piensa que detrás de él no se acababa el mundo. Tan sólo unas redes meneándose sin distinción ni gloria. Todo este tiempo estuvo equivocado: no es como si el león le arrancara el brazo al gladiador o la taquígrafa cometiera un error ortográfico vergonzoso. No es eso. Abel descubre que su destino milenario es el de los rostros deformes. Piensa en el niño quemado en el hospital. Es su culpa. Piensa en los otros cinco niños. También son su culpa. Y el destino respetará su patrón: no hay gloria para la piel desvirtuada, los apodos abominables, la repulsión de las mujeres. Sólo asco.
Que qué opina de lo sucedido hoy en el Azteca, le preguntan los periodistas. Él quisiera exigir que se investigue sobre la pésima broma de la que fue víctima. Seguro fue una trampa del equipo local. Seguro. Quisiera gritar pidiendo explicaciones. En cambio, sin dejar de buscar el túnel número doce, dice:
–Perdimos ante un gran rival.
Gabriel Rodríguez Liceaga
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