Para Flor Cervantes, por supuesto
Mateo lo encontró en el bosque. Lo trajo a casa porque se veía débil y el invierno terminaría matándolo. Nadie más iba a darle ayuda, por su aspecto y porque esta cabaña es la Única en todo el lugar. Esa noche cenamos sopa y liebres asadas. El extraño comió desesperado, sin siquiera voltearnos a ver cuando lo hacía. Tenía los colmillos des encausados y abría la boca como un sapo al morder los alimentos.
Mateo le ofreció asilo y prometió llevarlo la mañana siguiente al final del camino. No era la primera vez que alguien se perdía en el bosque mientras la guerra terminaba. Durante lo que iba del mes, los ecos de los fusilamientos masivos resonaban afuera de la cabaña. La mala puntería de los milicianos hacía que algunos presos se dieran a la fuga y llegaran aquí con hambre y sed.
Me contuve a contradecir la decisión de Mateo, a pesar de que el extraño me atemorizaba. Su silencio y su mirada eran una esfera de acero que lo aislaba de su entorno.
Antes de ir a la cama, limpié la mesa para poner la fruta en el centro y las codornices, que comeríamos la mañana siguiente, entre plantas y especias para que se conservaran frescas. Mateo le pidió al extraño que le ayudara a cortar madera. Después ambos llenaron de leños la chimenea.
El bosque se vio hundido en la noche. El fuego de la chimenea comenzó a darnos calor y a alumbrar. Afuera, el viento se desató de manera rauda y su sonido se combinó con la lluvia. Las gotas golpearon con fuerza las ventanas, como si quisieran penetrar los cristales, el techo.
Terminé mis labores y decidí descansar. Me incomodaba la presencia ajena del extraño y la amabilidad de Mateo hacia Él.
Luego de indicarle al extraño que dormiría en la bodega, Mateo entró al cuarto, se desvistió, puso la bujía al lado de la cama y se metió entre las sábanas. Le dije lo que me provocaba su visita. Al querer darle motivos, me interrumpió para contar que, antes de encontrarlo, había visto varios milicianos bebiendo del pozo de agua que está a la entrada del bosque.
Miré el rostro de Mateo oscurecido por la penumbra y descubrí su gesto de preocupación. Aunque no me lo dijera, deduje que el extraño era un fugitivo del fuerte situado a algunos kilómetros de aquí. Mateo sintió mi impaciencia y pidió que no me alarmara: el clima no se prestaba para que los milicianos hicieran expediciones.
—¿Y si no es un fugitivo, sino alguien que se quiere quedar con nuestra cabaña? ¿Tan siquiera le has preguntado de dónde viene?
—No creo. Alguien le cortó la lengua, por esa razón no habla. Le pregunté su nombre mientras veníamos para acá y abrió la boca y metió su pulgar en ella para mostrármela. Te prometo que mañana mismo lo sacaré del bosque — aseguró Mateo. Me dio la espalda y se enconchó.
La lluvia seguía golpeando el techo como si de pronto se transformara en balas. Me fue difícil dormir: quizá los soldados aún estaban buscando al extraño y en cualquier momento derribarían la puerta de nuestra cabaña, darían con Él y nos matarían por darle asilo.
Tomé aire, me relajé y me llegó otra idea: quizás el extraño es un asesino que busca matarnos.
En la madrugada se escuchó algo en la cocina. Un ruido como si hubieran tirado trastos al suelo. Mateo se hallaba como una roca. Cuando dormía era difícil arrancarlo del sueño.
Me puse la bata, salí de la habitación para ver qué sucedía. El fuego de la chimenea había sido sofocado y la cocina olía a carbón humedecido. Miré la puerta de la entrada. —¿Quién está ahí—, pregunté. Y el eco de mi voz se perdió en la penumbra. Alguien pasó a mis espaldas; sentí su respiración y el olor fétido de su aliento. Al girar para ver de qué se trataba, mi pie descalzo se golpeó contra la pata de una silla. El golpe me caló hasta los huesos y el frío agudizó aún más el dolor. Alcé mi cara para estar alerta. El comedor estaba frente a mí. Encima de Él, como una alimaña jorobada, el extraño devoraba las codornices. Lo reconocí por sus ojos amenazadores, encendidos como el fuego de chimenea y los rumores repugnantes que hacían sus quijadas mientras comía.
Intenté detenerlo a gritos. Me arrojó lo que tenía a su alcance: los trastos, la fruta, los huesos de codorniz recién roídos que iba sacando de su boca. Le grité que se largara. Después me cubrí con mis brazos para no ser herida. Y el extraño se detuvo. Gruñó y siguió tragando.
Corrí a la habitación. Desperté a Mateo. Luego de explicarle lo que había visto y de verme tan asustada, prendió la bujía. Se vistió, tomó la escopeta que estaba debajo de nuestra cama y salimos del cuarto.
En la cocina pendía el silencio. La chimenea aún tenía fuego. Las codornices estaban sobre la mesa y los trastos seguían como los había dejado antes de irme a la cama: ordenados e intactos. Mateo me arrojó una mirada de reproche. Con el cañón de la escopeta me indicó que lo siguiera.
Entramos a la bodega. El extraño se hallaba dormido. Su respiración era pausada y un hilo de baba corría por su barbilla. Me llevé la mano a la boca y nariz porque el sitio olía a azufre. Mateo le acercó la lámpara al rostro. El extraño entreabrió los párpados para mirarme. Me sentí desprotegida. Esquivé su mirada y conseguí refugio detrás del hombro de Mateo. Los ojos del extraño me hicieron sentir su desprecio. No pude entender por qué Mateo no hacía nada por defenderme.
Volvimos a la cama.
Le juré que había visto al extraño hacer destrozos, que había intentado golpearme con los trastos. Mateo apaciguó mis palabras con una mirada de enojo. Se cobijó por completo y me dio la espalda. Un muro impenetrable.
Pasó cerca de una hora. La lluvia no amainó. Entre más densa se hacía la madrugada, más sólidas y crecientes se escuchaban las gotas en el exterior. Logré vencerme al sueño después de haber dado varias vueltas en las sábanas. La presencia del extraño me despertó. Lo vi que husmeaba entre el resquicio de la puerta. Entró murmurando algo. Se puso frente a la cama. Fijó en mí sus ojos amenazadores. El miedo me congeló. Quise gritarle a Mateo, pero mis gritos languidecieron en mi garganta; entre más fuertes los entonaba, me provocaban un dolor calcinante en el pecho.
El extraño puso su cuerpo sobre el mío. Su peso comenzó a hundirme en el colchón y su aliento a provocarme arcadas. Abrió su boca. De su tráquea le vi salir infinidad de gusanos gordos que penetraron la sábana y mi ropa. Corrieron hacía mis pechos, hacía mi estómago y mis piernas; me cubrieron por completo. Uno a uno los sentí entrar y salir por mis cavidades. Uno a uno los sentí tragarse mi corazón mientras latía.
Mis gritos salieron disparados, como si quisieran detener la lluvia. El extraño abandonó corriendo la habitación. Mateo despertó. Le dije que el desconocido era un muerto que venía a robarnos el alma mientras estábamos dormidos. Le dije que había estado junto a Él, en esta cama, evitando que me arrancara el alma de mi pecho. Mateo volvió a levantarse. Encendió la bujía. Vio que no podía parar mi llanto y que temblaba. Yo aún sentía la presencia del extraño, su olor a azufre, su cuerpo sobre el mío, los gusanos. Mateo estaba enfurecido. Dejó de la cama y me reprochó:
—No he podido dormir por tu culpa. No he visto que ese hombre entre a este cuarto. Sólo estabas soñando y tuve que despertarte.
Le exigí que revisara la bodega.
Regresó luego de unos minutos. Había encontrado al extraño dormido. No quiso despertarlo. Tampoco quiso discutir conmigo. Su rostro y seriedad advertían que no me creía y que lo estaba agobiando. Se puso el abrigo y trajo una silla de la cocina. Con la escopeta en la mano se sentó para vigilar mi sueño.
Ambos pasamos la noche en vela. La lluvia se calmó cerca de las seis de la mañana, cuando comenzaron a escucharse los disparos en el bosque. Quise pedirle que no saliera de la cabaña, pero me callé al recordar el olor y los ojos del desconocido. No lo aguantaría una noche más.
Mateo se puso las botas de cacería y el impermeable para cumplir su promesa. Sus movimientos apelmazados daban notar que no quería salir de casa. Dejó la habitación para despertar al extraño. Prepararon café y lo bebieron sobre la mesa. Tardarían cerca de tres horas en llegar al final del bosque. Hice a un lado el temor que le tenía al extraño y salí del cuarto para despedirme de Mateo, cuando tomaba su escopeta.
—¿Para que la llevas? —le pregunté—. Si los milicianos te ven armado comenzarán a dispararte.
—Prefiero salir protegido.
Abandonaron la cabaña. Mateo regresaría por la tarde. —Conoce bien el bosque—, me consolé diciendo para mí.
Para preparar la comida corté hortalizas y perejil en la huerta. También corté hongos. Las nubes comenzaron a cernirse como mantas desteñidas. Una densa neblina bajó hasta las ramas y troncos de los Árboles. Los disparos de los milicianos se escucharon más cerca que de costumbre. Me intranquilicé hasta que todo volvió al silencio.
Regresé a la cabaña. Terminé de cocinar.
Y Mateo no se presentó a comer. Hice algunas labores para desviar mi preocupación por Él. Limpié nuestro cuarto, acomodé su ropa y quemé en la chimenea las cobijas que había usado el extraño. El olor que nació en las llamas era repulsivo. Tuve que fregar el piso y las paredes de la cocina y la sala porque ese tufo a azufre se impregnó en la cabaña.
Quise dormir para compensar el insomnio de la noche anterior y no pude. Tras cerrar los párpados, el rostro del extraño se me venía encima y sentía los gusanos que salían de su boca, babosos y calientes, sobre mi cuerpo.
Después de haberme levantado de la cama, tomé ropa deshilada de Mateo. Me senté en la mecedora y comencé a zurcirla. Afuera lloviznaba. A veces la voz de la lluvia y del viento es la Única compañía con que se cuenta en el bosque. La escuché durante minutos. La escuché como si fuera un hermoso canto.
No tardó en oscurecer. Dejé la mecedora para depositar leña en la chimenea. Preparé la cena y molí café. Preocupada di vueltas en toda la cabaña. A pesar de que era un espacio amplio, lo sentí más y más pequeño. Pensé en salir al bosque para buscar a Mateo, pero temí toparme con algún miliciano. Quise seguir zurciendo la ropa. No pude concentrarme en la puntada.
De pronto, unos pasos que se escucharon alrededor de la cabaña hicieron que aguzara los oídos. Los pasos se convirtieron en murmullos molestos, en el viento que se estrellaba contra los Árboles. El hedor a azufre volvió, ahora de manera más intensa. Tocaron la puerta de la misma forma que lo hacía Mateo. Luego esos ruidos no me parecieron naturales. El silbido del viento y la voz de la lluvia los ahogaba. No supe si abrir o esperar a que Mateo sacara su llave y abriera la puerta. Los toquidos volvieron acompañados de disparos y de las quejas de un hombre herido. —Algún miliciano le ha disparado a Mateo y no puede sujetar su llave—, me dije. Corrí a la puerta. Una sensación, parecida al vértigo, me invadió. Las manos se me paralizaron y apenas pude jalar la madera hacía mí. Afuera, en la oscuridad, no encontré a nadie, ni siquiera los ojos del extraño.
*Del libro El amor nos dio cocodrilos.
Joel Flores
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