Dadas nuestras circunstancias, me habría gustado ver La divina ilusión (La Divine Illusion) no antes sino después del terremoto del pasado martes 19. Porque el teatro sana. Y esta obra está escrita para sanar al mismo tiempo que pone el dedo en algunas llagas.
En 1905, la actriz e ícono mundial Sarah Bernhardt, apodada “La divina”, visitó por única vez la entonces pequeña ciudad de Quebec, Canadá. El evento representó un hito para la población quebecoise, pero no todos compartieron el entusiasmo. El obispo del lugar conminó de inmediato y públicamente a su feligresía —es decir, la mayor parte de los habitantes— a no asistir al espectáculo teatral que protagonizaría la actriz, por considerarlo inmoral. A partir de este hecho histórico, el dramaturgo canadiense Michel Marc Bouchard (autor también de Tom en la granja y Las musas huérfanas) elabora una historia redonda y al mismo tiempo de proporciones desbordadas.
La línea argumental se enreda y desenreda alrededor de dos personajes principales, cuyas vidas vemos modificarse en espejo; son Michaud y Talbot, ambos seminaristas, uno hijo de un ministro y el otro hijo de una obrera; al primero sus privilegios le han permitido dedicarse no solo a Dios sino también al teatro, y el segundo, carente de vocación alguna, está en el seminario como la única esperanza económica de su familia. Con la llegada de Sarah Berndhardt a Quebec, ambos serán los encargados de llevarle la carta en la que el obispo le prohíbe presentarse frente al público mayoritariamente católico de la ciudad. Es este encuentro el que detona el juego de personajes que unos con otros chocan y se hacen cambiar de dirección como sobre un tablero de billar.
El tablero, no obstante, está bien delimitado en cuatro lados que enmarcan las historias individuales: el poder de la iglesia (aderezado además con la problemática del celibato y la pederastia), la precariedad y la explotación laboral, la desigualdad social, y la pertinencia del arte, en particular del teatro. Bouchard, se sabe, escribió esta obra para homenajear el llamado teatro social de George Bernard Shaw, pero es lo de menos; el argumento hace eco de nuestra realidad más inmediata —basta pensar que durante el terremoto del martes pasado cayó un edificio en el que murió un grupo de costureras, muy probablemente migrantes, en una maquiladora ilegal y precaria, una historia de verdadero terror que se corresponde con la fábrica que en la obra visita Sarah Berndhart y donde trabaja la madre de Talbot—.
Decir que una obra de teatro que denuncia hechos del pasado sigue siendo vigente es menos un elogio de la obra que un triste diagnóstico de la realidad, pero en este caso vale la pena elogiar a la obra también. El trabajo de la compañía es limpio y eficaz; Boris Schoemann, que hace de director y de traductor, logra como siempre un gran trabajo en lo primero, aunque no tanto en lo segundo —si bien la traducción en su conjunto funciona, el texto en español está plagado de frases y modulaciones que recuerdan al francés y en vez de involucrar al espectador en la historia o contextualizarlo en la atmósfera del Quebec del temprano siglo XX, le recuerdan que está viendo una ficción ensamblada con lenguaje ficticio, algo que por lo demás sucede más seguido de lo que nadie quiere admitir en la traducción teatral mexicana—. Me habría gustado ver la obra, eso sí, en un espacio más grande. No es que haya algún problema con La Capilla ni con la producción; quizá es sólo que la obra, como decía, se desborda, y el gran peso simbólico social que cada uno de los personajes lleva a sus espaldas da la impresión de ahogarse en el cubo negro del foro en questión y necesitar un teatro más grande para expandirse por completo.
El teatro, decía, sana. Sana de prejuicios, de educaciones dogmáticas, y sana también después del desastre. Vayamos, pues, al teatro.
La divina ilusión, de Michel Marc Bouchard se presenta los lunes y los martes a las 8p.m. en el Teatro La Capilla (Madrid 13, Coyoacán) hasta el 21 de noviembre. El elenco está conformado por Pilar Boliver, Dalí González, Constantino Morán, Mahalat Sánchez, Miguel Conde, Eugenio Rubio, Servando Ramos, Gabriela Guraieb, Olivia Lagunas, Carmen Ramos y Alejandro Morales. La entrada general cuesta $250, y aplican descuentos a estudiantes, maestros e INAPAM.
Adrián Chávez
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