Una lectura crítica de Piedra de sol, de Octavio Paz, en el centenario de su nacimiento.
A mi hermano Ezequiel Zaidenberg
Según el blasfemo Fausto, el principio fue la acción. La gramática de todos los idiomas humanos, en su casi ilimitada diversidad, coincide solamente en eso: ubica en el verbo el núcleo imprescindible de toda oración —y verbo no como palabra o pensamiento (logos), sino en su sentido gramatical, como expresión sintáctica del principio móvil de la realidad. Lluvia no es una oración completa. Llueve sí lo es. Pero si todos los pueblos coinciden en esto, en cambio, hay pensadores que difieren.
Cuando leí por primera vez Piedra de sol de Octavio Paz tenía yo 19 años. Estaba solo y pude leer el poema como se debe: en voz bien alta, de corrido y muchas veces, hasta quedar afónico. Como era de esperarse, quedé deslumbrado. La elegancia de su léxico rozaba los límites de lo que yo entendía por “poético”, ampliándolos suavemente sin romperlos. La simultaneidad de las épocas y los continentes, expresada en la combinación inusitada de referencias culturales de distintos orígenes (la guerra civil española, Melusina, Robespierre, etcétera) tocó una fibra sensible de este hijo de la edad posmoderna, entusiasmada por el hallazgo de que la cultura humana en su totalidad es presente.
A nivel sonoro, el poema hizo conmigo lo que Garcilaso hizo con España: me inyectó para siempre el endecasílabo italiano en la médula espinal. Incluso la relativa impericia formal del poema (la abrumadora coincidencia de la gramática con la versificación, el sonsonete de la acentuación en la segunda sílaba), lejos de alienarme, me facilitó la comprensión de su musicalidad. Sus carencias prosódicas (que yo no sospechaba) me resultaron en cierto modo didácticas: nada como una larga sucesión de endecasílabos de un mismo tipo (“heroicos”), claramente separados por pausas gramaticales, para enseñarle al neófito el sonido de ese verso.
Si Piedra de sol fue concebido para deslumbrar, en mi caso funcionó. Y el deslumbramiento fue transformador y la transformación fue permanente.
Siempre tuve claro que se trataba de un poema de ideas, una pieza cuya estética radicaba sobre todo en el diálogo intelectual que mantenía con su entorno. En ese sentido, el poema es, como toda la obra de Paz, una pieza de arte conceptual, de arte contemporáneo. Lo que no entendí de manera tan inmediata fue cuáles exactamente eran esas ideas, cuál su aportación al diálogo intelectual.
Tuvieron que pasar muchos años para que mis ojos se acostumbraran a tanta luz y consiguieran leer, realmente leer, lo que dice el poema.
Para empezar desde lo más exterior, resulta evidente que el texto, en general obediente a la gramática, comete sin embargo un desacato significativo: aunque está lleno de verbo, en el sentido evangélico de la palabra, prescinde mayormente de verbos, en el sentido gramatical. ¿Qué hacen el sauce de cristal, el chopo de agua y toda su larga lista de imágenes hermanas? ¿Qué se dice de ellos? Nada. Ni siquiera que existan. Y no es que los verbos de esos sustantivos sean implícitos, es que no los hay.
Sólo mucho más adelante, y muy de tarde en tarde, asoma algún pequeño verbo conjugado. Las imágenes toman el lugar de las oraciones, sin serlo. 1
Esta falta de verbos no es un mero adorno estilístico, sino que expresa la idea que sirve de núcleo al poema y que, según creo, subyace al conjunto del pensamiento paceano.
Quizá el mayor mérito del poema sea la armonía fundamental entre su posición filosófica y sus recursos estilísticos. Nadie podría decir que en Piedra de sol no hay movimiento. La ausencia de puntos, las paradojas, la levedad que evocan los sustantivos, la simultaneidad cultural: todo confluye para dar una impresión de movilidad. Sin embargo, como lo dejan claro su estructura, su título y su texto mismo, se trata de un movimiento cíclico que conduce —una y otra vez, eternamente— al punto de partida; un movimiento pendular, mecánico, no histórico. Toda especificidad es ilusoria:
todos los nombres son un solo nombre,
todos los rostros son un solo rostro,
todos los siglos son un solo instante
y por todos los siglos de los siglos
cierra al paso al futuro un par de ojos…
Durante siglos el hombre consideró el movimiento de los astros de manera ahistórica, como el de un gigantesco reloj que repitiera eternamente un ciclo, milenario y complejísimo, pero siempre el mismo. Con Darwin, en cambio, la concepción histórica extendió su dominio a la biología para conquistar después el resto de las ciencias naturales. Incluso las inmutables galaxias empezaron a estudiarse desde el punto de vista de su nacimiento, decadencia y muerte… pero esa actitud es hija de los siglos XIX y XX. En el XVIII, los hombres de talante racionalista, que rechazaban los milagros, no tenían elementos para desconfiar de la constancia perfecta del movimiento celeste y tenían derecho a concebir a Dios como a un gran relojero cuya creación seguiría girando por toda la eternidad sin requerir ninguna intervención sobrenatural.
Volviendo al poema de Paz, esa concepción cíclica que niega la realidad del cambio histórico tiene un corolario práctico, una moraleja, que el poema hace explícita. El texto es abiertamente “político” en la medida en que se reconoce a sí mismo rodeado de un mundo tenso entre la esclavitud y el deseo de libertad y toma una posición al respecto. Pero la posición que toma a partir de ese reconocimiento histórico y político es antihistórica y antipolítica. Si la especificidad concreta de cada época es ilusoria, la única liberación posible es subjetiva, privada. Si la humanidad es estática y sus transformaciones son mera apariencia, el único combate que vale la pena librar es el erótico:
amar es combatir, si dos se besan
el mundo cambia, encarnan los deseos,
el pensamiento encarna, brotan alas
en las espaldas del esclavo…
Aunque esto sea falso (si se toma literalmente), no se le puede negar una cabal coherencia filosófica.
Como es sabido, después de Piedra de sol Paz incorporaría a su arsenal poético la retórica del pensamiento místico oriental para reforzar su misma postura, su negación de la especificidad histórica.
Si damos un paso atrás para abarcar con la mirada el conjunto del pensamiento poético paceano, encontraremos una multitud de posturas políticas y filosóficas aparentemente contradictorias. Es legendaria la capacidad que tuvo nuestro poeta de servir como médium-traductor a las muchas voces que conformaban el vasto universo cultural que le rodeaba. Así, si en un extremo de su poesía encontramos esa negación de la historia, en el otro hallamos una apropiación implícita del joven Marx brillantemente contextualizada tras la masacre de 1968 en México (un desafío literario que sólo una mentalidad estrechamente policiaca llamaría plagio):
La vergüenza es ira
vuelta contra uno mismo:
si
una nación entera se avergüenza
es león que se agazapa para saltar. 2
Claro, cuando el proverbial león finalmente se decidía a saltar (por ejemplo, en la Nicaragua de 1979, en el San Cristóbal de 1994), el poeta ya no se mostraba tan entusiasta. Ahora bien, sería superficial e injusto atribuir esta contradicción entre una posición y otra a alguna especie de cooptación o degeneración moral. Por el contrario, estamos ante un intelectual consistente cuyo sistema se basó siempre en la búsqueda de un equilibrio profundamente dinámico, pero, por definición, mecánico: eternamente móvil en su quietud fundamental, como las manecillas de un reloj, siempre en movimiento y siempre fijas en su vértice.
Si, como decía Fausto, el principio fue la acción, en la poesía de Paz no hay acción porque no hay principio. Ni final. El mundo es, fue y será uno y el mismo. El tiempo, como se afirma en Piedra de sol, es un solo momento, tan rico y tan complejo que en él caben todos los momentos.
El genio literario no es una virtud intrínseca de ciertas inteligencias. Es, por el contrario, una relación fructífera entre éstas y su entorno social. Así, aun si elegimos disentir de Paz y creer en la historia, podemos reconocer la armonía entre su pensamiento y su entorno, es decir, su genio. Ese entorno, el México de la segunda mitad del siglo XX, era el país más estable de un (tercer) mundo inestable. Mientras el resto de la región se convulsionaba en revoluciones y contrarrevoluciones, el régimen mexicano se mantenía en pie gracias a una inusitada capacidad de asimilar en su seno, retóricamente si se quiere, incluso los términos extremos de las diversas contradicciones que desgarraban a la sociedad. Un sistema que conservó de la Revolución mexicana lo mismo que Paz conservó de la dialéctica de Hegel: sólo el lenguaje. Incorporando a su aparato todo un matiz de semidisidencias y negándole viabilidad a todo aquello que no pudiera incorporar, el PRI buscaba ser el partido de la vieja Revolución como final feliz y absoluto de la historia, el partido de la no política. Más que un partido, es una era geológica. A su modo, tampoco el PRI careció de genio.
Me parece, pues, una coincidencia afortunada que el centenario de Paz (y con él la oportunidad de reflexionar con cierta distancia crítica sobre su monumental obra) tenga lugar precisamente ahora, en el punto de la historia en que nuestra clase dominante vuelve los ojos al viejo modo de gobernar “revolucionario” y al mismo tiempo “institucional” y al partido que gobernó por décadas y décadas tal como cierto chopo de agua: bien plantado, mas danzante.
*Este texto fue publicado originalmente en la Revista Nexos. Aparece en La Hoja de Arena con permiso del autor.
Notes:
- En Piedra de sol las imágenes sueltas se alternan con las oraciones vinculándose entre sí con comas u otros signos de puntuación, nunca con puntos. Este segundo desacato a la gramática, consistente a lo largo del texto, aunque es más visible y claramente cumple una función estética propia, está subordinado al otro, es decir, a la preponderancia de las cláusulas sin verbo. ↩
- Versión tercera de “Intermitencias del oeste”, Ladera este. El fragmento de Marx, que procede de su carta a Arnold Rouge publicada en los Anales franco alemanes de 1843, dice (según la versión española que Wenceslao Roces publicaría décadas después): “La vergüenza es una especie de cólera replegada sobre sí misma. Y si realmente se avergonzara una nación entera, sería como el león que se dispone a dar el salto”. Más allá de los tiempos verbales, la única diferencia de contenido con la apropiación de Paz se debe a un error de traducción: La vergüenza es, según la versión de Paz, la ira que uno siente contra uno mismo. Según la traducción directa de Roces, es ira replegada sobre sí misma. ↩
Óscar de Pablo
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