Cuento de Gerardo de la Torre. Un gol con la mano… O no.
A Martín Arratíbel le preocupaba el espíritu deportivo. La ética. El comportamiento en la cancha y fuera de ella. Ética y futbol le venían de familia. Hasta donde sabía, uno de sus bisabuelos en la línea materna, defensor central, en España había sido campeón con el Betis en 1935. El año siguiente vino el alzamiento militar y se suspendió la competencia. En el estadio Heliópolis, los jugadores del Betis Balompié, con un par de excepciones, se despidieron de la afición en el centro de la cancha, con el puño en alto. Luego el bisabuelo se fue a la guerra y en 1938 murió en la batalla de Teruel. Durante el éxodo republicano la viuda tomó a su hijo de siete años —destinado a ser el abuelo de Martín Arratíbel—, huyeron a Francia y tras unas semanas en un campo de refugiados lograron subir a un buque y a las pocas semanas desembarcaron en Veracruz. Martín Gómez, el abuelo futuro, estudió ingeniería civil en la ciudad de México y no pasó de futbolista mediocre en una liga de aficionados.
En el bisabuelo que no conoció (o que conoció en deslavadas fotografías en blanco y negro, recortadas algunas de los diarios que reseñaban las hazañas del Betis de Sevilla) pensaba Martín Arratíbel mientras, a mediodía de un lunes, una tarde soleada, cálida, el cielo de un azul intenso, diáfana la luz, se hallaba sentado frente a un tarro de cerveza en la sección al aire libre de una taberna en la colonia Condesa, a unas cuantas calles de su casa. Arratíbel, mediocampista, número siete en la espalda en un equipo capitalino, semioculto el rostro por una cachucha beisbolera bajada hasta las cejas, apenas por encima de las gafas oscuras, mostraba una mueca de disgusto. Tensos los músculos faciales, los labios ligeramente torcidos. No lo incomodaba ni el sabor ni el grado de frialdad de la cerveza, nada tenía contra la inicial claridad de la tarde, nada contra el resto de la clientela, jóvenes casi todos (¿por qué los viejos no salían a beber cerveza en esas demandantes tardes calurosas?), hermosas muchachas de brazos desnudos y sandalias de colores metálicos, chicos de jeans raídos y voluminosos zapatos tenis que en las mesas aledañas no cesaban de reír y a veces alzaban las voces petulantes. La mueca de disgusto de Martín Arratíbel tenía un origen muy distinto. ¿Qué habría pensado el bisabuelo?
En el partido del día anterior Martín había anotado el gol de la victoria. A dos minutos del pitazo final, en el fárrago de un tiro de esquina saltó y de un cabezazo cambió la trayectoria del balón, que fue a dar a las redes. Los compañeros se le echaron encima y lo palmearon y le gritaban que era el más grande, cómo lo querían, y poco después, en el ambiente festivo del vestidor, continuaron las felicitaciones. Sin embargo esa noche, la noche del domingo, Martín Arratíbel durmió poco y con desasosiego.
Luego de acostar a las niñas, el mediocampista y su esposa Anapaula se pusieron a ver televisión (nada de programas deportivos, rogaba él: había demasiado futbol en su vida): una historia de amor con abundantes lágrimas. Cerca de la medianoche Anapaula dormía con un sueño profundo y Martín apagó el televisor. Tendido bocarriba, a oscuras, con los ojos cerrados, se mantuvo inmóvil unos minutos y luego inició un ejercicio de relajación muscular que comenzaba en las puntas de los dedos de los pies, ascendía a las pantorrillas y los muslos, subía al torso y dedicaba especial atención a la espalda y el cuello, al final se desplazaba por las extremidades superiores. Noche a noche esa práctica le ayudaba a conciliar el sueño; ni siquiera tenía que llegar a los brazos, se dormía siempre en algún momento entre el relajamiento de los músculos abdominales y el alivio de la tensión en la espalda. No esta vez. La noche de este domingo atendió también los brazos, los antebrazos y los pequeños músculos flexores de los dedos. Y el sueño no acudía. En el fondo, arrinconada en alguna circunvolución del cerebro, se ocultaba una inquietud. Esa tarde, durante la escabrosa danza de cuerpos frente al guardameta, había incurrido en una falta que no alcanzaba a discernir y ahora sufría el feroz acoso de la desazón.
Largo rato permaneció con la mirada fija en el tenue juego de luces y sombras que se desarrollaba en el cielo raso. Al cabo entendió que esa noche no dormiría bien y, moviéndose con suavidad para no despertar a Anapaula, dejó la cama y bajó descalzo a la cocina.
Se sirvió un vaso de agua fría, fue a sentarse en un sillón de la sala, extendió las piernas y las acomodó sobre la mesa de centro. Con las luces apagadas, en esa estancia bañada por el leve resplandor que dejaban pasar las cortinas de dos anchos ventanales, intentaba Arratíbel poner orden en sus pensamientos, se concentró como antes de ejecutar un tiro penal.
Poco a poco se le fueron dibujando en el recuerdo las imágenes del partido de futbol jugado esa tarde, noventa minutos de acciones en una versión sintética, entrecortada. Veía el balón rodando por la hierba, músculos tensos, piernas enfundadas en medias azules y rojas, amenazantes botines con los tachones erguidos, rostros sudorosos, gestos fieros, muecas de dolor, cuerpos que se alejaban, se le venían encima y se arremolinaban. Llegó el momento de la anotación al final del partido, vio el balón venir en lo alto de izquierda a derecha, saltó, aunque era claro que no podría alcanzarlo y asestar el frentazo, y en ese instante algo sucedió y el esférico se acercó dócil a su cabeza y logró golpearlo. Lo vio estrellarse en las redes, vio cómo el enfurecido guardameta, maldiciendo, pateaba la pelota.
Algo estaba mal en ese diseño. ¿Cómo era que repentinamente había cambiado la trayectoria del balón? ¿Un singular golpe de efecto, una extraña corriente de aire? Aunque tales eventos se inscribían en el rango de lo posible, no los daba por probables. El pelotazo volaba de izquierda a derecha trazando una curva hacia la meta, alejándose de Arratíbel. Por otra parte, tenía la impresión de que nadie se había acercado tanto al balón como él. Si no había actuado él para atraerlo, ¿quién? Aunque no se explicaba cómo pudo haberlo hecho.
Se arrepintió de no haber visto las repeticiones en la televisión, allí tendría que estar la clave del misterio. No era demasiado tarde. Encendió el televisor empotrado en un muro y buscó los programas deportivos. Más de una hora estuvo rastreando el partido y en dos ocasiones vio la escena del gol desde perspectivas diferentes. Ni una toma ni la otra lograron disipar su confusión.
Volvió a su cuarto y durmió mal, con un sueño intranquilo signado por nebulosas pesadillas en las que se veía como un agresor temible, un sujeto feroz que no se ahorraba empujones, zancadillas, codazos, tirones de camiseta, insultos… Despertó con las primeras luces del día y oyó a Anapaula trajinando en la habitación de las niñas. Vio la hora en el teléfono celular que tenía al lado y supo que en cuarenta minutos tendría que levantarse para llevar a las pequeñas al colegio. Le gustaba llevarlas. Estacionaba el auto a dos o tres calles, se echaba al hombro las mochilas y tomaba de la mano a las niñas. Arribaban a la escuela risueños los tres, siempre contentos, y en ocasiones el mediocampista firmaba uno o dos autógrafos a los niños o a sus padres. Pero esa mañana Martín se sentía muy fatigado, con ganas de quedarse en la cama, y cuando Anapaula fue a asomarse para ver si ya estaba listo, Martín le pidió que las llevara. Qué cansado estoy, princesa, como si hubiera subido al Everest.
Se levantó casi a las once de la mañana todavía con el resquemor bulléndole en el pecho. Desayunó cereal con frutas y salió a regar el jardín. Luego se montó en la bicicleta fija y mientras pedaleaba le fue naciendo una certeza. Había atraído el balón con la mano. Aunque las dos escenas que había visto en la tele no lo confirmaban, sus brazos estaba ocultos, o indefinidos, entre la maraña de brazos, torsos y cabezas que se habían alzado.
Dos horas después se hallaba en la taberna con un tarro de cerveza clara enfrente, recordando al viejo futbolista en los recuerdos de su madre, a su vez fundados en los recuerdos legados al abuelo Martín Gómez por la bisabuela Fernanda Aspiroz, viuda del defensor central del Betis que perdió la vida en Teruel. ¿Qué hubiera pensado aquel hombre íntegro y valeroso de saber que un lejano descendiente que llevaba el Gómez como segundo apellido, había anotado un gol ilegal y se había quedado tan tranquilo, aceptando felicitaciones y palmaditas en la espalda?
Bueno, don… ¿Tendría que decirle don Martín, o señor Gómez, o sencillamente bisabuelo? No sé cómo sería el futbol en sus tiempos, pero en nuestros días es un deporte de intuiciones, de movimiento continuo, de ritmo vertiginoso. Sin vértigo, el futbol no sería lo que es. No deja tiempo para cavilar, pensamiento y acción son una sola cosa. Para decirlo de otra forma, se piensa con los músculos. El músculo decide y actúa de manera instantánea, en fracciones de segundo. En esas circunstancias pude haber metido la mano sin pensarlo y sin quererlo, en un acto reflejo.
Martín Arratíbel volvió a casa y después de comer durmió una siesta de media hora, luego estuvo jugando y viendo tele con Camila y la pequeña Anapaula. Esa noche durmió bien y el día siguiente llevó a las niñas a la escuela y de allí se dirigió al entrenamiento.
Era un martes nublado y a media mañana se soltó una llovizna tupida y persistente. El entrenador decidió continuar la práctica en el gimnasio, jugaron baloncesto y tuvieron una charla de pizarrón. Martín mostró todo el tiempo una actitud reservada, cerril. Al final, en las duchas, le expuso al delantero Ezequiel Carmona sus dudas sobre la anotación. Estás orate, Martín, fue un gol espléndido.
Toda esa tarde y esa noche estuvo Arratíbel debatiéndose en la duda. De nuevo durmió mal y durante el entrenamiento del miércoles se sintió fatigado y torpe. Salió de las instalaciones a eso de la una de la tarde y se fue derechito a la taberna de su vecindario. Pidió una cerveza y se puso a hacer llamadas desde el celular. La primera a Anapaula, para decirle que llegaría tarde a comer. Después llamó a dos periodistas: Ana Rescala, redactora en una cadena deportiva de tv, y Polo Ramírez, reportero de un diario especializado en futbol. A los dos les dijo que el gol anotado el domingo había sido ilegal, se había ayudado con la mano. Como el de Maradona, dijo la periodista de la televisión. No exactamente, atraje el balón con la mano y lo golpeé con la cabeza.
Esa noche, la mitad de un programa de la cadena deportiva fue dedicada a la confesión de Martín. Vieron y volvieron a ver los videos del momento de la anotación y los cuatro comentaristas (Ana entre ellos) coincidieron en que las imágenes grabadas no revelaban nada. Pero si Arratíbel lo dice, algo debe de haber, concluyó uno de los conductores. El día siguiente, el artículo de Polo Ramírez se ganó la portada del periódico. También allí habían examinado videos y fotos y no hallaron evidencia del manotazo. Al final, la nota citaba a Martín: «Todas estas noches el remordimiento no me ha dejado dormir».
A eso de las dos de la tarde, casi al terminar el entrenamiento, apareció uno de los directivos. ¿Cómo estuvo eso del gol ilegal?, dijo.
—Cosas que pasan. Fue un gol absolutamente ilegal —repuso Martín, sereno, sin dejarse intimidar por el tono áspero y la actitud arrogante del enviado de la federación.
—Pues vas a tener que vértelas con la comisión de honor —dijo el directivo—. Te esperamos esta noche, a las siete.
En la comisión, para empezar le dijeron que habían revisado todos los videos disponibles y no encontraron evidencia de que hubiese metido la mano. ¿Por qué había mentido? ¿Qué ganaba con esa burda mentira?
—No mentí —dijo el mediocampista—. El balón se alejaba y lo atraje con el puño. Un acto reflejo, nada deliberado.
—En último caso tendrías que haber cerrado la boca ——dijo el jefe de la comisión—. Todos vimos que Maradona metió su famoso gol con la mano y eso no lo convirtió en villano sino en héroe.
—A mí me importa un cacahuate lo que piensen de Maradona —replicó Martín—. Esto es un asunto de ética personal.
—¡Al demonio la ética! —bramó al jefe de la comisión. Poco le faltaba para echar espuma por la boca.
Habían sentado al futbolista a un costado de la larga mesa oval. Del otro lado estaban el jefe y otros tres directivos. Querían que se sintiera solo, aislado, indefenso y se rindiera. Luego tendría que llamar a los periodistas y decir que la declaración era una broma.
—No bromeaba —dijo Martín, seco.
Los cuatro dirigentes menearon la cabeza.
—Por más que nos esforzamos no vimos nada, Martín, nada —intervino conciliador uno de ellos—. No tenías por qué salir con esas desdichadas declaraciones.
— A todos nos pareció un gol legítimo y de muy buena factura —dijo otro—. ¿Quieres que pongamos los videos y nos muestras dónde anda tu mano?
—No hay nada que mostrar. Es algo que yo sé —dijo Arratíbel sin amilanarse.
El jefe se puso de pie y apuntó con el índice rabioso a Martín.
—Yo sé por qué mentiste. Por afán de notoriedad, querías que se hablara de ti.
—No acostumbro mentir —replicó Martín—, soy un hombre de principios.
—Pues lo que te estamos pidiendo es que digas la verdad. Llama, di que no cometiste ninguna infracción y se acabó —instó con violencia el jefe.
—Si lo hiciera, tendría que odiarme por el resto de mis días.
—Sabes que podríamos suspenderte. O acabar con tu carrera.
—Lo sé. Tienen el mundo en sus manos.
El jefe de la comisión de honor, encolerizado, se dirigió a la salida y sus acólitos lo siguieron.
Martín Arratíbel abandonó las oficinas. Había llovido y el aire estaba limpio y fresco. Eran casi las diez de la noche cuando llegó a casa. Anapaula lo esperaba en la sala viendo la televisión.
—¿Quieres cenar?
—Mejor vamos a tomarnos un whisky.
Martín preparó los tragos y se sentaron en la sala, a oscuras.
—No has dormido bien estos días, ¿verdad?—preguntó Anapaula. Martín no respondió.
Bebieron el whisky en silencio, contemplando la noche.
—Me gustaría jugar en Suecia o en Holanda —dijo Martín cuando se internaban en la recámara.
Gerardo de la Torre
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