Cuento de Alejandro Badillo.
Para Mónica Nepote
Autómata
(Del lat. automăta, t. f. de -tus, y este del gr. αὐτόματος, espontáneo)
1. m. Instrumento o aparato que encierra dentro de sí el mecanismo que le imprime determinados movimientos.
Es verdad que el hombre que caminaba por las densas calles de Londres era Matías Blumfeld. También es verdad que los únicos datos dignos de mención en su biografía eran una infancia ocupada por la soledad y el estudio obsesivo del ajedrez. Sin embargo, a pesar de esta parca y casi invisible memoria, los que lo conocían percibían ―acaso en la mirada, en la forma de atusarse el bigote― una vida secreta que enmascaraba alguna indecible aventura, una pasión que lo alejaba del carácter metódico que lo hacía un extraño en fiestas y reuniones. Matías Blumfeld había evitado el matrimonio y su vida se limitaba a administrar un local de antigüedades en Clifford Street, herencia familiar que lo mantenía ocupado cerrando tratos no siempre ventajosos, limpiando el polvo de muebles y estantes en donde se apilaban añejas figuras de porcelana y cuadros traídos de los confines del mundo. En las noches, alumbrado por la mala luz de una bombilla, esbozaba movimientos de ajedrez frente a las piezas inmóviles de un oponente imaginario. En su temprana juventud había derrotado a los más variados oponentes en los clubes de Londres. Estaba por ingresar a los círculos profesionales cuando sufrió varias derrotas que le hicieron perder la confianza y lo alejaron de los torneos públicos. Siguió jugando con algunos conocidos, pero con el tiempo fue abandonado esta costumbre para recluirse en sus imaginaciones. A veces soñaba que cada movimiento en el tablero, por ínfimo que fuera ―el tímido avance de un peón al inicio del combate― representaba una dirección en un camino que se bifurca; una plática que brota al azar y que se mantiene sin ninguna razón aparente. Todas las noches, después de cerrar la tienda, estudiaba las partidas más célebres de la historia y pensaba en patrones reconocibles como los que siguen las aves migratorias o como los que trazan nuestro destino en las palmas de las manos.
Una noche de invierno, antes de cerrar la tienda, llegó un hombre de piel curtida por el sol y rasgos vagamente orientales; su densa barba era la de un derviche. El hombre distrajo la mirada en un colorido candelabro veneciano y, con un inglés en el que no se distinguía ningún acento, le dijo:
―Vengo a ofrecerle un libro.
Blumfeld se mostró indeciso pues el mercado de libros antiguos había decaído y prefería hacer inversiones seguras; sin embargo había algo en los ojos del hombre ―después asociaría ese misterio con un brillo metálico, un punto de luz en la mirada― que le hizo asentir en silencio y calarse los lentes de lectura. El hombre sacó de una maleta de cuero un libro de tapas amarillas, encuadernado en tela, cuyo título genérico, Historia del ajedrez, no decía más que el nombre de su autor, Jacob-August Roth. Blumfeld examinó con cuidado el libro tratando de encontrar alguna referencia para datarlo. Sus dedos recorrieron páginas agrietadas hasta dar con la fecha y lugar de impresión: París, 1890. El hombre permanecía del otro lado, complaciente, con las manos extendidas sobre el escritorio. Blumfeld adivinó en él un esbozo de sonrisa, como si esos momentos de silencio fueran una elaborada trampa.
―¿Cuánto quiere por él? ―dijo Blumfeld.
El hombre, con voz calma, pidió ochenta libras aduciendo que el libro era único pues el resto del tiraje había desaparecido en el gran incendio de la Biblioteca Nacional de Viena en 1918. Blumfeld asintió con condescendencia: estaba habituado a escuchar historias que le esgrimían para convencerlo de una adquisición dudosa. Meditó su decisión mientras miraba los dibujos de tableros y piezas de ajedrez que poblaban las páginas. Pensó que no era excesivo el precio; si el ejemplar era una elaborada falsificación podría convivir como un detalle curioso con los abundantes tomos de su biblioteca. Pagó y, justo cuando iba a hacer más preguntas, el hombre dio media vuelta y se alejó hasta desaparecer por la puerta.
El libro permaneció varios días con otros volúmenes antiguos que se apilaban en un alto mueble de roble. Una noche decidió poner orden así que hizo una lista y se dispuso a revisar su acervo más reciente. Catalogó una biografía de Chesterton, una edición en castellano de Las mil y unas noches de Antoine Galland y los tres primeros tomos de la Histoire de France de Michelet. Cuando iba a abandonar la tarea encontró las tapas amarillas de Historia del ajedrez cuyas marcas parecían repetir en la penumbra los rasgos del hombre que había entrado a la tienda unos días antes. Comenzó a recorrer los capítulos que se sucedían sin ningún orden discernible: una partida de Ruy López de Segura, primer campeón del mundo; el arte en las piezas de marfil hechas en Persia; el surgimiento del ajedrez en las cálidas tierras de la India septentrional y su posterior desarrollo en el mundo árabe. Iba a cerrar el libro cuando llegó a un capítulo que se titulaba “El hombre que siempre ganaba”. Volvió la hoja y encontró, entre márgenes apretados y tipografía distinta al resto, la biografía de El Turco. Para cualquier interesado en el ajedrez la historia era bien conocida: fabricado por el artesano e inventor húngaro Wolfgang von Kempelen en 1769, El Turco era un autómata que jugaba partidas perfectas atrás de una mesa con dos puertas frontales que, cuando se abrían, dejaban ver un sistema de intrincados engranajes. Hecho de madera y ataviado con un turbante, el autómata había derrotado a Napoleón y a Benjamin Franklin, entre otros ilustres jugadores. Kempelen divirtió en Viena a la corte de la emperatriz María Teresa, que pasó de la admiración al estupor con las jugadas maestras del avezado ajedrecista de madera. Años después el hijo de Von Kempelen lo vendió a Johann Maelzel, empresario de espectáculos, que lo llevó a recorrer el mundo dando grandes exhibiciones y retando a quien quisiera probar su ingenio. Maelzel murió después de un viaje a Cuba y, en 1838, sus posesiones fueron vendidas en una subasta en Filadelfia. Cinco años más tarde el autómata estaba tras una vitrina en el Museo Chino de la ciudad cuando se desató un incendio que, supuestamente, acabó con él. Durante ese tiempo hubo muchas especulaciones: algunos aseguraban que el autómata tenía la cualidad del pensamiento que sólo otorga Dios a los hombres; otros especulaban con un infalible truco cuyos pormenores se perdieron por el fuego. Edgar Allan Poe, en el minucioso ensayo “El jugador de ajedrez de Maelzel”, menciona un sistema de imanes y espejos en la mesa que ocultaban a un jugador que maniobraba a placer al autómata sin despertar sospechas.
Blumfeld llevó el libro a su oficina, preparó una taza de té negro y comenzó a leer: el texto repasaba la historia de El Turco y añadía algunos datos desconocidos: un hombre llamado Ohl que compró al ajedrecista por 400 dólares y un doctor de nombre John Mitchell que, finalmente, lo habría donado al Museo Chino de Filadelfia. Sin embargo la historia narrada por Jacob-August Roth no terminaba ahí. El autor afirmaba, apoyándose en reportes periodísticos de la época, que no hubo ninguna prueba de la destrucción de El Turco: la madera pudo haberse consumido pero no las partes mecánicas hechas de metal. Nadie encontró un engranaje, un tornillo o una bisagra. La historia se enturbiaba cuando el autor ―citando el testimonio de uno de los vigilantes del museo― refería que el autómata no estaba en su vitrina la noche del incendio ya que había desaparecido en el transcurso de la tarde, incluso había pensado en un robo. Roth tenía una teoría que explicaba la desaparición del ajedrecista que, milagrosamente, se había salvado del fuego: el autómata era un autómata de verdad, es decir, siempre había jugado por cuenta propia gracias a sus complejos engranajes. Los dueños de El Turco sólo se limitaban a trasladarlo, algunos alimentaban rumores de enanos ajedrecistas en su interior para evitar que los tildaran de magos capaces de dar vida a materia inerte. Ellos mismos desconocían el origen de la inteligencia del autómata. Roth pensaba que Von Kempelen, el constructor original, en el afán de perfeccionar su obra había dado de forma accidental con la razón, una chispa de consciencia que habría evolucionado con los años. La maquinaria cuyo principal propósito era repetir un movimiento humano había gestado una identidad y, por qué no decirlo, un alma. John Mitchell, el último dueño, habría donado su adquisición al museo no como un simple acto de caridad para enriquecer el acervo de la ciudad sino para deshacerse de un ser que lo atemorizaba en las noches con sus murmullos. Siguiendo esta línea el capítulo de Historia del ajedrez terminaba con una escena increíble: el autómata habría aprovechado la noche para desatornillarse de su asiento, incendiar el museo y huir con la seguridad de que nadie lo buscaría pues lo pensarían consumido por las llamas. En el último párrafo Roth especulaba que el autómata habría logrado modificar su apariencia hasta poder caminar libremente en las calles con un nombre desconocido. Quizás aún vivía y cambiaba periódicamente las piezas de su cuerpo para no desgastarse y morir.
Blumfeld cerró el libro. Las manos las sentía calientes y un par de gotas de sudor resbalaron de su frente, como si hubiera estado en pleno sol. Durante los próximos días no pudo pensar en otra cosa, cerraba la tienda temprano y se dedicaba a investigar biografías de jugadores famosos. Tal vez el autómata habría renegado del ajedrez en un intento de borrar el último vínculo con su condición mecánica. Sin embargo, Blumfeld sabía que el ajedrez es, además de un juego, un destino. Tenía la esperanza de que El Turco, incapaz de ganarse la vida de otra forma, siguiera maravillando a sus oponentes con su destreza. En sus sueños había imágenes del autómata abriendo los ojos, acercando la mano derecha al tablero y moviendo una pieza. Ese primer movimiento era un punto de luz que expandía gradualmente sus límites hasta transformarse en una bocanada, un faro que empezaba a originar conciencia y, también, memoria. Quizá su cuerpo seguía siendo de madera; tal vez habría encontrado algún material para preservarla de la humedad. Con material plástico pudo haberse fabricado una piel que recubriera su pesado cuerpo para tener la apariencia de un hombre. Pudo añadir cabello, pestañas, incluso arrugas para simular el paso del tiempo.
Blumfeld pensó que la única manera de dar con el paradero del autómata era entrar a los torneos profesionales de ajedrecistas. Si sus suposiciones eran correctas El Turco participaría ocasionalmente en algunos círculos para tener suficiente dinero y completar o mantener su apariencia humana. Tal vez ganaba un par de torneos y luego desaparecía para no llamar la atención y evitar que alguien se interesara de más en su vida. Blumfeld empezó en el circuito inglés de ajedrecistas profesionales. Llenó las formas, pagó su inscripción y viajó a la ciudad de Sheffield para su primer encuentro. Sabía que el autómata podría estar a miles de kilómetros de distancia, quizás en una oscura ciudad oriental, amparado por una botella de vodka, donde preservaría de mejor forma su anonimato. Sin embargo algo le decía que El Turco seguía buscando la fama: no habría podido olvidar tan fácilmente los aplausos de las multitudes, los periódicos que lo llamaban “El hombre que siempre gana”. El proceso que lo acercaba a la vida también detonaba el deseo, la ambición.
Blumfeld perdió en semifinales con un jugador de Austria. Asistió a casi todas las partidas sin encontrar algún rastro del autómata. No se desanimó pues sabía que dar con su paradero requería tiempo y fortuna. Tenía que expandir su búsqueda, así que le habló a una sobrina para que se hiciera cargo de la tienda y viajó a España para inscribirse en el circuito europeo que comenzaba en primavera. Pronto llegaron las primeras partidas. Blumfeld recordó sus años de juventud cuando algunos expertos lo señalaban como una gran promesa. A veces trataba de indagar en su obsesión por El Turco: quizás era la perfección en el juego, su capacidad para unir los duros cálculos con la flexibilidad de la imaginación. Era posible que esa ventaja lo hiciera más humano, más cercano a los sueños de Blumfeld como ajedrecista. Recordó que el filósofo Julien de La Mettrie decía que el hombre es una máquina tan compleja que es imposible hacerse de una idea clara de su mecanismo y, en consecuencia, es imposible definirla. Siguiendo este razonamiento el autómata guardaba en sus entrañas metálicas algún secreto para los humanos y él podría descubrirlo.
Blumfeld siguió la búsqueda torneo tras torneo. En Bruselas interrumpió una partida pensando que uno de los jugadores, un robusto griego de nombre Anastasios Giorgatos, era El Turco. Los jueces lo expulsaron y amenazaron con sacarlo de la Asociación de Ajedrecistas Internacionales si repetía el desaguisado. No se dio por vencido y, pensando que estaba cerca de la victoria, siguió al griego a su hotel. Se registró en una habitación vecina con un nombre falso, esperó a que Giorgatos saliera y lo abordó en el pasillo que daba a un comedor: bastaron un par de preguntas para reconocer su error. Aquel era un hombre vulgar, sin más méritos que la perseverancia para el juego y una inteligencia predecible. Siguió viajando de ciudad en ciudad. En Bruselas empezó el torneo con un jugador local. La partida fue rápida y Blumfeld lo despachó en pocos movimientos. Su siguiente participación tardaría un par de horas así que fue a un bar para analizar la lista de jugadores y desechar a los que ya había investigado. Leía los nombres mientras bebía cerveza. Entonces vino a su mente el rostro del hombre al que había derrotado y recordó sus ojos oscuros, la forma en que miraba el tablero de ajedrez, como si éste fuera una superficie que se desplegara en distintas direcciones. Luego recordó que las escasas jugadas de su oponente habían mostrado un nerviosismo difícil de ocultar. Incluso, una apertura que lo habría puesto en dificultades había sido modificada por una que lo dejaba inerme, expuesto a un ataque fácil. Sin embargo, no había derrota en su semblante, sólo una expresión por momentos vacía que parecía evaluar las casi infinitas posibilidades de toda la partida. Entonces supo que había estado frente a El Turco y que éste, previendo que estaban tras su secreto, había perdido la partida a propósito. Blumfeld pagó la cuenta y regresó al hotel en donde se llevaba a cabo el torneo. Preguntó por su rival pero sólo le repitieron un nombre: Jacques De Bruyn y una dirección que, al investigarla, se reveló como falsa. Pasó el resto de la tarde recorriendo las calles de Bruselas, preguntando infructuosamente por Jacques De Bruyn. Encontró a un par de homónimos que lo miraron con extrañeza. En la noche, derrotado y maltrecho, regresó al hotel. En la recepción le dijeron que tenían un paquete a su nombre. Blumfeld abrió la caja de cartón y encontró un ajedrez medio devorado por el fuego, cuya antigüedad se remontaba ―según una nota― al año de 1769. Agradeció con una sonrisa a aquel autómata errante que, en medio de su huída, había tenido tiempo de investigarlo.
Alejandro Badillo
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