El estrés es la enfermedad por antonomasia del hombre moderno. Existen innumerables estudios sobre sus fatales consecuencias, que van desde el acumulamiento innecesario de grasa abdominal hasta el encogimiento del cerebro y la degradación de cromosomas. El estrés nos quita el sueño, enturbia nuestro juicio, merma nuestra capacidad de disfrutar y compromete todo nuestro sistema psicobiológico.
Sin embargo, esto no siempre fue así: en un principio, su propósito fundamental era salvarnos de nuestro depredador. Todo vertebrado responde a situaciones estresantes liberando adrenalina y glucocorticoides, hormonas que incrementan instantáneamente el ritmo cardíaco y el nivel de energía: lo ponen en guardia. El problema aparece cuando el tiempo de exposición a ese estado se prolonga. “Si eres un mamífero normal, el estrés se trata de tres minutos de terror en la sabana, tras los cuales, o bien has sobrevivido o bien han acabado contigo”, dice Robert Sapolsky, neurobiólogo de la Universidad de Stanford.
¿Pero cuál es el depredador del humano? ¿Qué lo hace vivir en perpetuo estado de alerta? Podríamos hacer una lista casi infinita de todo lo que nos asedia: el gobierno corrupto y el neoliberalismo rapaz, el agujero en la capa de ozono, los bancos, los impuestos, la hipoteca y el desempleo; sin mencionar por supuesto a los conductores sin escrúpulos y a los manolarga de los transportes públicos.
A diferencia de las gacelas o los jabalíes que sólo tienen que activar su sistema de supervivencia cuando ven a un león acercarse, el depredador del humano parece estar en todas partes y en ninguna, y en consecuencia el estrés —ese corrosivo baño de hormonas— se propaga por todo su cuerpo a lo largo de las horas y los días, en espera silenciosa del terrible desenlace.
Sapolsky, especialista en el tema, ha estudiado por décadas el comportamiento de los babuinos, primates llamativamente similares a nosotros: organizados en una sociedad jerárquica, estos animales sólo tienen que buscar su alimento durante tres horas al día, lo que les deja nueve horas libres para hacerse daño los unos a los otros. En otras palabras, a falta de un depredador externo, los babuinos se vuelven depredadores de sí mismos, en donde los más fuertes oprimen a los más débiles y los someten constantemente a un estrés social y psicológico.
Cualquier semejanza con el humano no es casualidad. Sin embargo, existe una diferencia crucial entre los babuinos y los humanos: la forma en la que el babuino marca su dominancia sobre el resto de sus semejantes es frontal: echa el cuerpo, enseña el pecho, marca su territorio, se pelea por la hembra, muerde. Los que están hasta abajo de la jerarquía saben cuando el babuino alfa se acerca, cuando emprender la huida o esconderse a toda cosa.
El humano, en nombre de la civilidad, ha sustituido ese enfrentamiento directo por su equivalente simbólico, lo que le supone un estrés doble: por una parte, tiene que seguir temiendo a todo aquel que ocupe un lugar superior en la jerarquía, a su jefe laboral o a cualquiera que pueda arrebatarle impunemente la libertad, la tranquilidad o el sustento; por la otra parte, la defensa tiene que ser constante y sutil, pues la amenaza opera en un campo subrepticio de especulaciones e insinuaciones donde el enemigo no necesita enseñar los dientes y el ataque como tal rara vez se consolida. Dicho de otra manera, basta una sonrisa a destiempo, algún olvido menor, un comentario imprudente o un rumor de pasillo para despertar al perseguidor invisible.
Por si fuera poco, tras la revolución económica de los últimos siglos —entre cuyos efectos se encuentra la globalización de los mercados y la especialización de los oficios— ese depredador se volvió aún más etéreo y, en esa medida, omnipresente. Anteriormente, cuando las cadenas de producción no eran tan abismalmente largas, era posible observar la relación entre trabajo y sustento: para comer había que cosechar, por ejemplo. El fruto del trabajo llegaba instantáneamente. Ahora las cadenas de producción son tan largas que el trabajador pierde la percepción de lo que produce, porque ya no trabaja para sí mismo ni tiene acceso al producto de su trabajo, sino que trabaja para un capitalista que le dará un salario, el cual rara vez guarda relación proporcional con lo producido (Marx dixit).
Resultado: una enorme confusión sobre por qué hacemos lo que hacemos, quién es nuestro “amo”, cuáles son nuestras necesidades, de qué depende objetivamente nuestra supervivencia y cuál es el impacto real de nuestras acciones. En esas condiciones, no es de sorprender que vivamos inquietos y sin dormir. Nuestra condición simbólica, aquella que nos ha permitido desarrollarnos como especie —tener arte, economía y cultura— se ha vuelto en contra nuestra.
Convendría preguntarnos más a menudo: ¿realmente quién puede hacernos daño? Desarticular esas amenazas simbólicas podría ser un primer paso para quitarle poder a lo que de suyo no lo tiene. “Ninguna cebra—dice Sapolsky— entendería por qué hablar en público te liberaría las mismas hormonas que ella libera cuando está corriendo por su vida”.
El temor se alimenta a sí mismo: quien tiene miedo a perder el estatus social que le proporciona su sueldo se condena a paralizarse cada vez que su supervisor entre a la oficina, y quien no soporta la idea de ser abandonado no podrá sino sudar frío cada vez que su pareja lo llame. ¿Pero realmente nuestra vida está en juego en esas interacciones? Alguna ventaja hemos obtenido con respecto a los babuinos: mientras la agresión física es real e inapelable, la agresión simbólica se desmantela en el momento en el que no le permitimos traficar con nuestro miedo.
La ironía es que, con el tiempo, el estrés se vuelve más peligroso que el estresante mismo, así que si aquello no iba a matarnos, de no hacer nada nos acabará matando el miedo a que nos mate.
Documental: Stress, Portrait of a Killer (2008), Sapolsky.
Nerea Barón
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