Lo primero que veo es el escenario inundado de fichas de papel. No son de las bibliográficas, sino de las grandes, las de media carta. Están sobre la mesa, forman columnas junto a las sillas, y hasta adentro de la tina. Hay incluso, como telón de fondo, una cortina de fichas en las que se alcanzan a intuir las notas de la diccionarista. Pienso dos cosas: esta es la historia de una obsesión, y qué diablos van a hacer con todo este papel cuando se acabe la temporada.
No estoy lejos: hablar de El diccionario como la historia homenaje a María Moliner, nacida en Zaragoza en 1900, autora del Diccionario de uso del español, puede resultar todo menos estimulante para cualquiera que no confunda el Instituto de Investigaciones Filológicas con Six Flags; pero la cosa cambia cuando uno se entera de que lo que va a ver es el gradual oscurecimiento de la consciencia de una mujer a la que la arterioesclerosis cerebral se le confunde con los recuerdos y con las definiciones que afila; una mujer perseguida por el franquismo, ninguneada por no ser hombre, acosada por el fantasma de una hija muerta, que cuando no está remendando calcetines se dedica a confrontar a la Real Academia Española. El diccionario, a despecho de su propio título, no es la historia de un libro sino el de una mujer, y más que de una obsesión aborda el último asidero de esta mujer a su propia vida.
Y funciona. La historia salta entre el pasado y el consultorio del neurólogo. Luisa Huertas, dirigida con el resto del elenco por Enrique Singer, va hilvanando un cúmulo de sensaciones y definiciones terminológicas que resultan familiares, domésticas, incluso ingenuas, y al mismo tiempo aterradoras: como zurcir un calcetín durante la guerra.
A ratos la obra parece demasiado larga, con todo y que no dura más de hora y media. Yo lo atribuyo a la estaticidad de la propuesta escénica y al diseño escenográfico (ignoro si esté basada directamente en el montaje español); los personajes se mueven toda la obra entre una escenografía inmutable y más bien ilustrativa, aunque visualmente efectiva, algo que suele ocurrir en algunas producciones de la Compañía Nacional de Teatro o, por lo demás, cualquier producción con presupuesto ―no es novedad que el ahorro promueve la creatividad―. La honrosa excepción a esto es el telón de fichas, que se va desgajando a lo largo de la puesta, una metáfora deliciosa de la pérdida de lucidez de la protagonista. No obstante, para una línea argumental que no es recta sino saltarina, quizá los ojos agradecerían un dinamismo acorde.
A pesar de lo anterior, me bastó dirigir mis impresiones para comprender que El diccionario es una apuesta por la belleza antes que por el ruido, no por la acción desnuda sino por el eco desde el silencio de un cerebro lacustre. Y también, sin duda, una denuncia, la de María Moliner, y un recordatorio: cuando el idioma está al servicio del poder de cualquier tipo, hay que reformar el idioma y hay que reformar al poder.
El Diccionario, de Manuel Calzada, con dirección de Enrique Singer y actuaciones de Luisa Huerta, Óscar Narváez, Roberto Soto, Israel Islas y Eduardo Candás, se presenta los jueves, viernes (8pm), sábados (7pm) y domingos (6pm) en la Sala Xavier Villaurrutia del Centro Cultural del Bosque (a espaldas del Auditorio Nacional) hasta el 7 de agosto.
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Adrián Chávez
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