Cuento de Pablo Montoya.
“Apretó los párpados,
gimiendo por despertar”.
Julio Cortázar
Jacques, con las manos atadas, su túnica raída por los años de encierro, entendió que le quedaban las últimas horas. En la atmósfera se mezclaba el vocerío de la turbamulta, agolpada en el atrio de la catedral, con un olor a inmundicias proveniente del río. Geoffroy lo miró, en sus ojos la herida de un insomnio de muchas noches, y ambos supieron de la fidelidad mutua que los acercaba. Ante la orden se levantaron y oyeron. Jacques vio rostros entre el gentío: una mujer rolliza que llevaba racimos de ajos colgados de las manos, un viejo con las marcas del frío en la cara. Escucharon, leídas por la voz del cardenal, el recuento de las faltas cometidas. Se les acusaba de oficiar ritos de brujería donde el crucifijo era escupido y el nombre del Señor se negaba tres veces. Se les condenaba por pertenecer a un grupo de idólatras y sodomitas. Y a cada ignominia pronunciada el pueblo hacía exclamaciones de desprecio y asombro. Pero, con un grito, Jacques silenció al hombre que se dispuso a leer la sentencia. Tenía que denunciar la mentira escondida, el complot que iba a masacrar a todos los integrantes de la orden. Y hacerlo con rapidez, antes de la prisión perpetua. Antes incluso de la muerte, porque ella acechaba en uno de los extremos de la isla.
La impresión de extrañeza surgió cuando vio la fachada de Notre Dame. Comprendió de modo confuso que no le era desconocida. Había algo en el aire respirado que le nombraba imágenes recónditas. Los gritos lo estremecieron. Buscó con espanto el origen y lo encontró al lado del atrio, hacia el Pont au Double, entre muchachos que saltaban con patines una rampa. Una calma tensa fue invadiéndolo. Observó las dos torres de la iglesia. Lo paralizó un reconocimiento sin ambages. Trató de explicarse esa mezcla de recuerdo y terror, pero no pudo porque la gente iba y venía, compraba postales, reproducciones de monumentos, y las palomas revoloteaban de un lado a otro. No pudo, además, porque un señor de semblante rubicundo pidió que le tomara una foto. Él respondió, enredado en una mezcla de francés y español, que cómo no. El señor sonrió al lado de su esposa, la abrazó, nubecillas de vapor salían de sus bocas, en la mano de la mujer un bolso blanco. Él no supo qué hacer. Y el otro, con la sonrisa de la pose, le hizo señas, como queriendo decir, no, ahí no, más allá, ahí, exacto. Hasta que el dedo, tembloroso, se hundió en el botón de la cámara. Y todo fue como sumergirse de nuevo en un torbellino de imágenes.
El viaje había sido de una placidez irreal. Ninguna sacudida, ni mareos, ni idas al baño. Tampoco caídas de presión o zumbidos en los oídos. Al llegar al Charles de Gaulle se presentó el primer obstáculo. Mostró el pasaporte y lo metieron en la pieza. Le ordenaron abrir las maletas. Pensó decirles que era un profesor de historia y sólo venía a visitar la ciudad. Temblando de rabia, con una mudez advenediza, se vio obligado a vaciar el equipaje. Tres hombres esculcaron cada prenda. Ojearon la guía turística y el libro de iglesias medievales que traía.
Le ordenaron desnudarse. Se puso rojo. Quiso manifestarles su rabia. Pero podían impedirle el paso, aunque él tuviera una visa de turista. Y por nada del mundo iba a permitirlo. Estaba ya en París, era un sueño realizado. Se tragó la punzada de la humillación, se vistió, tomó el equipaje y salió de la pieza.
Entonces, una lucidez de profeta, acoplada con la voz ronca y los ojos fulgentes, sustentó su última defensa. Se indignó ante la acusación de homosexualidad. Blasfemias, gritó. Avignon, Roma, París no sólo estaban plagadas de sodomitas amparados por el poder, sino que el lucro y el robo eran ídolos ubicuos. Y empuñaba las manos laceradas por las cadenas, un esbozo de barba surcándole el rostro. Habían caído en el centro de una red de mentiras y traiciones maquinadas por el Rey de Francia y las altas autoridades de la Iglesia. Quiso mencionar nombres pero comprendió la brevedad de tiempo que tenía. Optó por hacer un recuento acelerado de la orden desde los años en que Jerusalén fue recuperada. Proteger peregrinos cristianos de las bandas musulmanas en la ruta de Jaffa a Cesaren. Luchar en nombre de Dios y por la expansión de su Iglesia. Cuántos hombres habían abandonado familias, riquezas, una existencia cómoda, para entregarse a la defensa de la cruz en tierras santas. Y todas las batallas en desiertos insalubres y mares solitarios. Cuántos muertos en los sitios y en las epidemias de Oriente. Recordó las palabras de San Bernardo: somos la milicia de Cristo, el soldado comprometido en un doble combate contra la carne y la sangre, los servidores de los necesitados. Y ahora pretendían desaparecerlos como se borra una huella en la arena. Jacques quería seguir lanzando palabras, arrojarlas al viento de marzo que agitaba los árboles cercanos, pero se detuvo a mirar la multitud. Geoffroy aprovechó la breve pausa del amigo y dijo que la orden era justa, católica y los pecados endilgados calumnias. Un golpe le acalló la voz. Y su boca soltó el vaho de una queja que se disolvió en el aire.
Eran tres. Las cabezas rapadas. Sobre las caras el asomo de una barba hirsuta. Los ojos de un azul claro, casi transparente, intenso. Llevaban pendientes en las orejas, collares de águilas, tatuajes de espadas en las manos. Venían de las afueras de la ciudad para participar en una manifestación en honor a Juana de Arco. Descendieron juntos en la estación de Pont Neuf. Haciendo chistes, vociferando, subieron las escalas y salieron. Uno de ellos miró en dirección de la catedral. Y los tres trazaron con sus manos una venia que parecía una bendición o un viejo saludo militar. Después se pusieron a mirar el río. Allí duraron unos minutos. Atravesaron el puente y bajaron al muelle. Con las piernas abiertas, los brazos cruzados, erguidos, se situaron bajo el puente. El primero se cerró la chaqueta negra por el viento helado y calentó las manos con su aliento. El otro propuso el parquecito del extremo de la isla de La Cité. El tercero sonrió y se golpeó entre sí los puños. En uno de los dedos todos tenían una argolla donde una cruz roja resplandecía.
En la estación de Saint Germain des Prés lo abordaron de nuevo. Tuvo que mostrar el pasaporte. Esperó unos minutos hasta que los policías verificaron la información a través del radio teléfono. Esta vez lo dejaron en paz con rapidez. Indignado, decidió no tomar el tren, y caminó hasta la fuente de Saint Michel. Entonces sobrevino el cambio. Iba a salir de un restaurante y sintió el primer ramalazo. Como si entre un paso y otro el universo se fragmentara. Había pensado, segundos atrás, con vacío en el estómago, que el turismo era lo peor para la expectativa de los viajes anhelados. No era posible que el Quartier Latin fuera ese montón de restaurantes apiñados en busca de hambrienta clientela. Y ese otro montón, aún más desesperante, de turistas con gestos repetitivos. Comenzaba a entender que él mismo se habla engañado. Venía buscando la vejez de las callejuelas, los siglos detenidos en los muros. En lugar de eso había vendedores de comida y una masa de sonrisas postizas. Como tenía hambre pidió un sánduche griego. Mientras comía trató de animarse recordando la iglesia de Saint Séverin. Le había dedicado dos horas. Con calma, sin ninguna traba de personas yendo y viniendo. Palpó con los ojos cada arco, la sucesión de las agujas góticas. Prendió varias veladoras para ver el fuego rodeado de sombras antiguas. Respiró el olor de la cera acabándose con la lentitud del responso. Pero, al tomar la calle de la Harpe, lo cimbró el cambio. Fue efímero aunque de una contundencia definitiva. Giró y atrás vio el aviso Restaurant. Volvió a girar y adelante estaba la callejuela cubierta de barro. Un hilo de orina espumosa corría por el borde de la acequia. Un olor a ajos y cebollas cocinados flotaba en el aire. Siguió la dirección del líquido y entre las patas del caballo vio los excrementos que caían. Estaba cansado, pensó, y cerró los ojos. Quiso regresar al restaurante, instalarse en una mesa y descansar. Pero atrás suyo no había nada. Sólo un muro sobre el que tuvo que recostarse porque una multitud se le venía encima. Intentó preguntar y fue en vano. Nadie parecía verlo. Gritó, espantado, pero tampoco lo escucharon. Sin saber cómo el tumulto lo absorbió. Caminó varios pasos. Un viejo de mejillas quemadas por la inclemencia del frío dijo algo que lo petrificó: ¡Vamos al atrio de la catedral! ¡La sentencia será dicha!
El rey fue informado de la osadía de los dos prisioneros. Sin vacilar, las precauciones estaban tomadas desde hacía días, cambió la orden. La condena perpetua desapareció y firmó la nueva sentencia. La hoguera terminó de prepararse, atrás del jardín palaciego, en uno de los islotes de La Cité. Los mensajeros de la nueva resolución salieron con presteza. Iban protegidos por numerosos guardias. Había alboroto entre el gentío. Jacques oscilaba entre el miedo y la rabia. Ahora veía todo claramente. Con su muerte aparecía la última pieza del complot. Más tarde vendría la progresiva exterminación de los miembros de la orden, porque ellos representaban una amenaza para la perdurabilidad económica y militar de la Iglesia y el Rey. Los brazos de los soldados los atenazaron y fueron trasladados al patíbulo. Mientras subía los escalones, Jacques pensó en la nefasta persecución que ya se había consumado en toda Francia y pronto llegaría a los rincones de Italia y España. Recordó sus discípulos. Los que habían muerto en los meses pasados a causa de las torturas del proceso. Los que se pudrirían hasta siempre en los cepos de las mazmorras. Pensó en sus juramentos de combatir a los enemigos de Cristo, de servir a los menesterosos, y sintió una mezcla de lástima y culpa por sí mismo.
Aunque ahora, con la misma velocidad súbita, la realidad volvía a ser la fachada de Notre Dame. Las fauces abiertas de dragones vomitando fuego. Un santo que sostenía en las manos su cabeza decapitada. Aturdido por los gritos incomprensibles que escuchaba, pasó al lado de los patinadores, y tomó la orilla izquierda del río. Esta vez sintió que era de carne y hueso porque alguien le pidió permiso en la acera. Trató de calmarse. Miró un barco de turistas. Para convencerse de que estaba en París, en mayo de mil novecientos noventa y cinco, levantó el brazo a los saludos de los pasajeros. Con la intención de sortear del todo la incómoda extrañeza que venía arremetiéndolo, se puso a hojear libros en los puestos aledaños al río. Sin saber muy bien hacia dónde iba, pasó al lado de la fuente. Vaciló un instante sobre qué rumbo tomar. La muchedumbre de Saint Michel lo asustó y continuó hacia el Pont Neuf. El cielo estaba sin nubes. Los árboles deshojados tenían un aire lóbrego y las aguas del río parecían detenidas. Al llegar al puente, la sangre un poco más sosegada, cerró los ojos. Inspiró profundo para tener una plena conciencia del presente. Pero el estropicio lo zarandeó como el aletazo de una bestia inmensa. Un olor a sudor, establo y madera quemada rasgaba el aire. Exorbitó el gesto porque enfrente suyo varios caballos relinchaban. Así lo buscara con afán por todas partes, ya no había puente. Ahí, a pocos metros, lo que se presentaba era una orilla, pies hundidos en el lodo, repulsas violentas de hombres custodiados antes de ser embarcados y conducidos al islote. Y al lado y detrás, voces de gentes que pedían la muerte y hacían rezos en forma de cantos bisbiseados. Jacques, vestido con el hábito blanco, la cruz bermeja estampada de su orden, se dio vuelta y miró por última vez la multitud. Y ahora eran los gritos de Geoffroy, no por el terror a las llamas cercanas, sino por la indignación de su suerte y la de los suyos premeditada con encono. Jacques, amarrado al palo de la hoguera, miró hacia el jardín palaciego. Enumeró con voz ronca los culpables del complot: el Rey de Francia, Nogaret, Clemente V. Y se proyectó hacia la catedral para encomendarse a Dios. Pero, al parpadear, notó que en realidad había puente. Era largo, blanco, con entradas y balaustradas para mirar las aguas otra vez juntas sucedida la división de las islas. Es más, se erguía una estatua ecuestre. Se aproximó y leyó: Errico IV Galliarum-Imperatori-Navar. Más allá vio el embarcadero. Lo mejor era aprovecharlo, comprar un tiquete, dar un paseo en barco por el río. Quizás esa posibilidad lo relajaría. Arrasado por la desesperación, buscó las escalas y las bajó torpemente. Con la sensación insoportable de que ese piso sobre el que estaban sus pies en cualquier momento iba a esfumarse. No acató a dar permiso a los tres hombres que subían. Tampoco pidió excusas por el tropezón ocasionado. Ni siquiera entendió el reguero de injurias que le lanzaron en la cara. Escuchó como un taladro en sus oídos: ¡ta gueule, arabe de merde! Pretendió pasar de largo. Olvidarlos. Se lo impidieron. De pronto, se vio tirado en el suelo, boca arriba, enfrentando los rostros de piedra esculpidos bajo el puente. Rostros de barbas ensortijadas y ojos que parecían observarlo desde una mudez centenaria. Al lado de ellos encontró, pegada al puente, la placa conmemorativa de la muerte del último templario. Fue un hallazgo fulminante. Supo, reconociendo cada palabra de la placa, que estaba en el lugar. Y Jacques, contorsionado por las lenguas de fuego, seguía gritando. Y él, entre la turbamulta, sintiendo el olor del fuego, era un montón de pánico desordenado, santiguándose a cada instante, incapaz de no escuchar los aullidos de los dos hombres. Preguntó algo y su voz no sonó. De alguna parte surgieron los brazos. ¡Muerte a todos los enemigos de Cristo!, escuchó. Pensó que había un error. Quiso zafarse de las seis manos. Éstas lo alzaron con rapidez. Intentó convencerse que todo era una mala pasada del viaje, de la historia, de la imaginación. Un sueño del que era necesario salir como fuera. Pero una cabeza rapada se estrelló contra su cara. Le ataron las manos, y no hubo palo de hoguera atrás de él. Sólo una sensación de caída desde la altura. Y después fue el agua. El agua que es fuego mojado.
Pablo Montoya
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