De entrada debo ser sincero: no soy un gran conocedor de series de televisión. Estos programas —sus nombres, en realidad— me rodean casi todos los días sin que haga mucho por investigar los canales en los que se transmiten o los detalles de sus tramas. Series van y vienen y yo me las pierdo todas. Sufro una envidia secreta cuando escucho que alguien cita con erudición a directores, guionistas, nombres de actores y, sobre todo, las expectativas que genera una nueva temporada.
A pesar de estos antecedentes, acepté la invitación para escribir este texto porque hay una serie que, creo, puede redimirme y volverme un converso de este fenómeno televisivo: Downton Abbey. El encuentro con el programa fue algo fortuito. Mi mujer, un día, quizás transitando de canal en canal, detuvo su búsqueda y me llamó para que me acercara a la televisión. No sabíamos nada de la serie y, a pesar de que el capítulo estaba avanzado, no pudimos dejar de verlo hasta el final. Entonces, al paso de las semanas, nos dimos cuenta que ya estábamos enganchados: los domingos en la tarde, los momentos en que el lunes empieza a asomar en el horizonte con su carga de responsabilidades, tendrían, al menos por unos tres meses, un significado distinto.
La historia de Downton Abbey se centra en una familia noble en la Inglaterra de principios del siglo XX. Los ingredientes pueden ser predecibles para el espectador poco avezado: un retrato de época, efectivo, con amplios recursos financieros y técnicos, hecho para cautivar a un sector de la audiencia proclive a las historias de amores imposibles y grandes ideales románticos. Sin embargo, basta echar un ojo a la primera temporada para entrever los secretos engranajes que mueven su narrativa. Una primera característica es que la serie no descansa en un héroe o heroína. El peso de la trama se ramifica, como en las novelas decimonónicas, en un cúmulo de personajes cuyas historias están entretejidas. Este recurso narrativo, explotado por autores como Balzac, Sue o Dickens, tiene como principal interés conservar la tensión y sostener obras de largo aliento. Seguir a un solo personaje durante muchas páginas suele desgastar los artificios del escritor y volverlos predecibles. El espectador termina abrumado ante una avalancha de anécdotas que pueden volver al protagonista una caricatura. En Downton Abbey hay dos grandes grupos de personajes: los amos y los sirvientes. Sin embargo, desde los primeros capítulos queda muy claro que la apuesta es diluir esos límites y entretejer las vidas de los habitantes del castillo sin importar si es la cocinera, el primer lacayo o la esposa del conde.
Una de las virtudes de la serie es evitar el lugar común, el cliché mil veces visto en la que el rico, lleno de títulos nobiliarios, dispone a placer y sin remordimientos de la vida de su servidumbre que, a la postre, triunfará a pesar de las tribulaciones impuestas por su amo. Será trabajo de los historiadores investigar las relaciones entre los nobles y sus empleados a través del tiempo. Lo que importa para Downton Abbey es que los protagonistas, ricos y pobres, están en una lenta pero continua transformación. A pesar de que Julian Fellowes ha sido señalado por algunos espectadores y críticos superficiales de usar la serie para poner de moda el estilo de vida conservador que imperaba a inicios del siglo XX, lo cierto es que los pobladores del castillo continuamente están cuestionando los papeles que les ha otorgado la buena o mala suerte. Los amos bajan de su pedestal lentamente para enfrentarse al mundo real y los sirvientes entienden que su destino puede cambiar a través de la educación y el conocimiento. Aunado a esto, si consideramos que la monarquía en Inglaterra —aunque sea más protocolaria que política— sigue siendo una tradición que se subsidia con los impuestos de los ingleses, tenemos que hay un talante conservador en ese país que es ajeno a la influencia de la serie.
Volviendo al análisis de los personajes, el guión no usa a la servidumbre como mera comparsa sino que indaga en sus problemas que, en muchos momentos, hacen olvidar las tribulaciones de sus acaudalados patrones. Uno de los ejemplos más claros es el de Tom Branson, chofer de la familia, irlandés y con ideas socialistas, que se enamora y se casa con Sybil, la hija más pequeña de los condes de Grantham. El antiguo sirviente se une a sus patrones y el lazo se estrecha más cuando su esposa muere y él queda como representante de los intereses de la hija que procrearon. A lo largo de la serie, Branson se siente tentado a abandonar a su familia adoptiva ya que vive en un mundo que no es el suyo y que representa valores que él critica. Sin embargo, conforme pasa el tiempo, su lealtad hacia los Grantham se acrecienta y ese sentimiento es puesto a prueba con diversas situaciones y nuevos conocidos que entran en escena. Esa es una de las cualidades de la serie: hombres y mujeres inmersos en la férrea tradición familar que también quieren satisfacer sus necesidades y deseos personales.
Otro elemento a destacar y que le da un aire de gran literatura a cada uno de los capítulos son los diálogos. En cualquier obra narrativa el diálogo es siempre peligroso. Muchos escritores caen en un didactismo ramplón: los personajes hablan como si leyeran un discurso o repiten frases hechas y lugares comunes. En Downton Abbey cada intercambio es preciso y, al mismo tiempo, profundo. El guión aprovecha alusiones directas, sarcasmos y, sobre todo, expresiones que tienen más de una interpretación o dejan una incisiva doble lectura. Cada palabra puesta en escena es cuidadosamente planeada y, al mismo tiempo, conserva su naturalidad y frescura. En cualquier obra literaria no se puede trasladar el lenguaje oral de manera íntegra. La narrativa implica reelaborar el discurso y adaptarlo para las necesidades de la historia. En este caso, un mal guionista pudo haber desbarrancado la arquitectura de las escenas con diálogos cursis o, peor aún, con cierto lenguaje acartonado, demasiado formal, que reduciría las posibilidades de los personajes. Violet Crawley, madre del conde, es un gran papel que aprovecha cada oportunidad para mostrar inteligencia e ironía. Los diálogos de la matriarca de la familia, espléndidamente interpretada por la actriz Maggie Smith, no sólo provocan la sonrisa del espectador sino que funcionan como el último reducto, el grito desesperado pero elegante, de una generación que veía cómo desaparecía el mundo en el que habían vivido. Cuando en un capítulo de la quinta temporada Lord Grantham decide, no sin pocas reticencias, llevar un aparato de radio al castillo para escuchar el discurso del rey, la viuda se lamenta de que la nobleza pierda su aire de misterio y, a partir de entonces, sea accesible a cualquier ciudadano a través de esa nueva tecnología.
Me gusta pensar que el escritor es un jugador de ajedrez: cada pieza que se desplaza en el tablero genera repercusiones inmediatas, pero también cambia la dirección de futuros movimientos. De esta forma, el guión de la serie dosifica las anécdotas y las reparte entre los personajes. Una aventura que, aparentemente, ha llegado a su final puede revivir capítulos más adelante para poner en jaque a personas que estaban fuera de su área de influencia. En la serie hay un anzuelo que funciona muy bien: el secreto. En cada una de las temporadas, capítulo a capítulo, se gesta una laberíntica red de complicidades. La hija mayor del conde, Mary, tiene como confidente a Anna, su doncella, que, a su vez, guarda confidencias de otros sirvientes que no le confiesa. Quizá uno de los personajes que explota esta condición y que, al menos, hasta la quinta temporada, está marcado por la ambigüedad es John Bates, un hombre maduro, esposo de Anna, valet del conde de Grantham, cuyo pasado poco honorable parece conspirar y cambiar, en algunos pasajes, la bondad y principios que el espectador creía inherentes en él. Otro personaje muy interesante que, al contrario de Bates y los demás, permanece aislado de esta red de solidaridad y complicidades es Thomas Barrow. El primer lacayo tiene como estigma su homosexualidad y esta característica, que oculta a toda costa, lo margina y lo mueve a sondear los secretos de los otros para chantajearlos o dejarlos mal parados en su trabajo. Pero, a pesar de sus esfuerzos, sus conjuras se le revierten y, aunque en un inicio el mal resultado lo deja en una posición vulnerable, de inmediato la fortuna le sonríe y puede congraciarse con los condes. Barrow, es cierto, juega el papel del malo de la película; sin embargo, va más allá de un papel irreflexivo y gratuito, al contrario, la historia aprovecha pequeñas escenas para mostrarlo como alguien que vive sus propias batallas y, esa condición, lo vuelve creíble e, incluso, entrañable.
Como cualquier serie con trasfondo histórico debe haber documentación para lograr verosimilitud y que el contexto, además de las reacciones de los pobladores de Downton Abbey, sean creíbles. En este sentido la época abordada es la ideal: el primer tercio del siglo XX fue un escenario repleto de cambios, con una Europa que iba al encuentro con una modernidad tecnológica que, a su vez, generaba grandes transformaciones sociales. Complementando este contexto, Downton Abbey aprovecha el formato de serie de televisión y usa el clásico anzuelo de la novela decimonónica o folletinesca: dejar la tensión en el último momento; escalar en las expectativas y dejar al lector con el interés intacto para esperar una semana el siguiente capítulo.
Para finalizar, hay algo que debo apuntar y que, estoy seguro, compartirán muchos espectadores asiduos a la serie: los cambios que han tenido que implementar ante la abrupta salida de actores que, por miedo a ser encasillados en el papel o por seguir proyectos cinematográficos más redituables en lo financiero, renunciaron al proyecto. El abandono de los actores Dan Stevens (Matthew Crawley, esposo de Lady Mary, hija mayor de los Grantham) y de Jessica Brown-Findlay (Sybil), obligó a hacer virajes en la trama que, a pesar de los esfuerzos del guionista, dejaron una sensación de gratuidad en el espectador que tuvo que dar un voto de confianza al ingenio del equipo de producción y confiar en que se rescataría la trama. Esto fue más remarcado en el papel de Matthey, que murió en un accidente de auto demasiado absurdo después del nacimiento de su hija. Fue más creíble la muerte de la hija de los Grantham, provocada por la epidemia de influenza española que asoló gran parte de Europa después de la Primera Guerra Mundial. Esto muestra una de las dificultades de las series: el elemento humano que es difícilmente sustituible y que, con el tiempo, genera una gran identificación con la audiencia. En la literatura el autor simplemente borra al personaje sin mayores complicaciones; no así en el cine y en la televisión. A pesar de estos sinsabores, Downton Abbey ha mantenido la calidad y cumplido las expectativas de una audiencia creciente. En el proceso de redactar este texto se ha anunciado el final de la serie para la sexta temporada. Si no hay mayores cambios en la historia y el guión mantiene su buena factura, Downton Abbey concluirá dejando un gran referente y, lo mejor de todo, me habrá convertido en un converso del fenómeno de las series de televisión. Ojalá se llene pronto el vacío de los domingos.
*Este texto fue publicado originalmente en la antología Te guardé una bala, compilada por Luis Bugarini y editada por la editorial Abismos. Aparece en La Hoja de Arena con el permiso del autor.
Alejandro Badillo
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