Gary Soto es un poeta y novelista chicano que nació en Fresno, California, en 1952. Sus poemas me gustan porque surgen de la observación de la vida diaria y la arquitectura de la memoria. La calidad de su voz poética está justamente ahí: Soto celebra la inocencia de sus personajes sin dejar de lado el mundo real en el que sus experiencias suceden. Para hoy traduje dos poemas suyos que me gustan mucho. ¡Buen martes!
Las cosas funcionan así
Hoy vivir nos va a costar veinte pesos.
Cinco de la pelota, cuatro del libro,
otros más por el café y el pan dulce,
el pasaje del camión, resina para el violín de mamá.
Estamos cumpliendo nuestro deber. La propina
que le dejé a la mesera se filtra como la lluvia
y alcanza las raíces de un niño pequeño
o tal vez a un gato latoso que no va a soltar
el calcetín hasta que alguien le dé de comer.
Hasta donde yo sé, hija, las cosas funcionan así:
Tú compras pan en la tienda o una bolsa de manzanas
en el puesto de fruta y esas monedas sirven
a otros para comprar lápices, pegamento,
boletos para ver una película que haga reír.
Si compramos un pez, alguien se prueba un sombrero.
Si compramos crayolas, alguien llega a casa con una escoba.
Una propina, cualquier cosita aquí o allá,
y así las cosas siguen marchando. Eso creo.
Naranjas
Yo tenía doce años la primera vez
que caminé con una chica.
Hacía frío y llevaba el peso
de dos naranjas en mi chamarra.
Era diciembre. El hielo se partía
bajo mis pasos, mi aliento
helado, mientras caminaba hacia
su casa (la que tenía una luz amarilla
en el portón prendida día y noche.)
Un perro me estuvo ladrando hasta que ella
se acercó quitándose los guantes,
la cara rojo brillante. Sonreí,
le toqué el hombro y así caminamos
varias calles, cruzamos un estacionamiento
una línea de árboles recién plantados
hasta que llegamos a la farmacia.
Entramos y tocamos la campanita
para llamar a la vendedora. Yo
le pregunté a la chica qué quería
y y se le iluminó la cara. Yo traía
un peso pero el chocolate
que ella escogió costaba cinco.
No dije nada. Saqué la moneda
de mi bolsa, luego una naranja
y puse las dos cosas en el mostrador.
La señora lo entendió todo y
se me quedó viendo. Yo
intenté sostenerle la mirada.
Afuera
los coches pasaban rapidísimo
y la niebla seguía colgando
de los árboles como abrigos viejos.
La chica y yo caminamos
tomados de la mano durante
dos cuadras, luego nos detuvimos
para abrir el chocolate.
Yo pelé una naranja que se veía
tan brillante en lo gris de diciembre
que a la distancia parecía que
estaba haciendo fuego con las manos.
Isabel Zapata
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