El fallo en contra del escritor Pablo Katchadjian puede ser reprobable porque la pena que enfrenta es excesiva (aquí una nota que da cuenta de lo ocurrido). Sin embargo, el cargo por el que se le acusa no tiene nada que ver con los cargos enfrentados por Baudelaire o Flaubert hace un par de siglos como sugieren algunos defensores del plagio. (A mí me parece más una bravata muy cara.) Tampoco me parece que defender los casos de plagio (o de reproducción de una obra sin autorización como es el caso) sea un acto revolucionario ni creo que ir en contra de los derechos de autor sea algo heroico. Por el contrario, me parece que una comunidad plural tiene muchas razones para defender este derecho como intentaré mostrar a continuación.
Primero un comentario sobre la víscera y el reto gratuito: hoy en día ya está comprobado que nuestras decisiones y debates morales están dominados por un impulso emocional en un porcentaje mucho mayor que el racional (del 80 al 90%). Nos importa más defender la pertenencia a un grupo con el que nos identificamos que tratar de debatir con la intención de comprender un concepto, al otro o a ambos (v. las obras de Daniel Kahneman, Dan Ariely, Steven Pinker o el más reciente The Righteous Mind… de Jonathan Haidt [aquí una reseña del libro en el New York Times]). Dialogar con alguien es más difícil de lo que parece porque la mayoría de las veces queremos convencer de algo sin escuchar ni detenernos a sopesar lo que el otro dice; caemos fácilmente en reducciones al absurdo. E.g., en los intercambios que tuve antier en Twitter sobre el tema de Katchadjian hubo quienes compararon al argentino con Galileo Galilei; los derechos de autor con la esclavitud estadunidense en el siglo XIX y las muestras de apoyo a Katchadjian les parecieron equivalentes a tomar las calles para exigir la presentación con vida de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa. (Las emociones nos traicionan mucho más que el lenguaje.)
¿Por qué defiendo los derechos de autor? Porque, como muchos otros derechos, no sólo protege una propiedad sino la red que la contiene. El derecho de autor no está vinculado con la originalidad (concepto más bien de orden estético u ontológico). Lo que protege la ley es un texto registrado, no las ideas que contiene ni las palabras sino el texto íntegro (o en un altísimo porcentaje) así como su reproducción, explotación, etcétera, sin permiso. El procedimiento es simple. Si un artista quiere hacer una instalación en el interior de un edificio necesita un permiso para hacerlo. Si quieres reproducir un cuento registrado, también (las intenciones estéticas no tienen nada que ver aquí).
Cuando compramos un libro no le pagamos sólo a un autor (de hecho el porcentaje que se lleva el autor en esa transacción es bastante bajo, aproximadamente del 10 al 20%). También contribuimos a cubrir los gastos de todas las personas involucradas en la factura del libro (correctores, diseñadores, et al), su distribución (choferes, mensajeros…) y venta (libreros, vendedores). En un país como México, con índices bajísimos de lectura, la industria editorial no es ni de lejos fuerte (o no como en Finlandia, Alemania o Japón, por ejemplo). Sin embargo, también forma parte de una cultura que se precia de un interés y afición por los libros. El Estado no debe estar fuera de la regulación del mercado en un capitalismo exacerbado como en el que vivimos. Eliminar los derechos de autor implica que el Estado no pueda ejercer acciones legales y regulatorias que se desprenden de este derecho. No se trata de un asunto estético sino cultural. (Sobre cómo el derecho de autor protege y beneficia al proletariado les recomiendo un par de libros: Why Marx Was Right de Terry Eagleton [2013] y ¿Por qué Marx no habló de copyright? De David García Aristuegui [Aquí una excelente reseña sobre el libro y que da cuenta del vínculo entre derechos de autor y trabajadores]).
Por último, la figura del escritor perseguido por el estado por cuestiones morales o políticas no es algo que despierte pasmo ni una sonrisa en todos los lectores actuales. Si bien es cierto que todos tenemos la libertad de establecer nuestras prioridades, también lo es que los derechos humanos (como consenso en la mayoría de los gobiernos) prima sobre los derechos estéticos. Casos de persecución como los de Gustave Flaubert u Oscar Wilde tienen vigencia en otros como los de, por ejemplo, Azimjon Askarov (aquí una carta abierta que le envió Yann Martel), Gao Yu o el paraguayo Nelson Aguilera, quien sí fue injustamente acusado de plagio y enfrenta un juicio con altas probabilidades de perderlo. Katchadjian, por mucho que nos cueste aceptarlo, no está en la misma posición.
Escritores como Askarov o Yu han expuesto arbitrariedades y crímenes de Estado a través de su trabajo. Su encarcelamiento está en el orden jurídico con el tema de derechos humanos por todas partes. En el caso de Aguilera, una veleidad absurda de la escritora María Eugenia Garay está a punto de meterlo en la cárcel. Me parece que el caso de Katchadjian apunta hacia otro lado y no necesariamente a ir en contra del espíritu de dicha ley ni a favor del plagio.
Katchadjian pudo solicitar el permiso de reproducción de “El Aleph” a Kodama. Si ella se lo daba, fin de la historia y todos contentos (entonces sí tendríamos que hablar de sus méritos estéticos, etcétera). Si ella se lo negaba, él pudo exhibirla; declarar públicamente que Kodama se niega a dar la autorización para la reproducción de un cuento de Borges con fines estéticos, no de lucro, sin ánimo de plagio, etcétera. Entonces el tema sería la codicia o avaricia de Kodama, el tema de la herencia de derechos, etcétera. (Por cierto, que todos los que atacan a Kodama desde las vísceras parecen olvidar que Borges fue quien la nombró heredera. No se trata de que nos caiga bien o mal Kodama.)
Creer que se trata de un tema estético, o que las leyes deben estar fuera del ámbito de la industria editorial, me parece no sólo ingenuo sino absurdo: va en detrimento de los intereses de los propios autores así como de muchísimas personas en el mundo que participan económicamente de esta industria.
Gerardo Piña
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Adrián García Barragán dice
precisamente lo que protege el derecho de autor es la originalidad. una persona puede hacer una obra igual a otra previa y si demuestra que no copió ésta, no infringe el derecho de su autor. la base de la que parte el autor está, al menos legalmente, equivocada.