Cuento de Bernardo Monroy.
Enseñar literatura puede ser una actividad bastante peligrosa.
―Muy bien, jóvenes… Recuerden que queda estrictamente prohibido sacar armas en clase. Si alguien tiene una cabeza humana en su mochila, por favor salga del salón. Si tienen cocaína, marihuana o cualquier tipo de droga. ¿Alguna duda?
El aula estaba en total silencio. Suspiré y miré a mis diez alumnos: hombres altos, hombres de baja estatura, delgados, obesos. Algunos usaban sombreros. Todos vestían con camisas a cuadros y pantalón de mezclilla. Sus edades oscilaban entre los treinta y los cuarenta.
―Muy bien. La semana pasada les dejé leer La Reina del Sur. De Arturo Pérez-Reverte. ¿Por qué creen que les hice leer esta nove…?
Una voz que hizo eco en toda el aula me hizo pegar un brinco que arrancó carcajadas en los diez alumnos. Una voz exclamaba:
―…a mi también me gustan porque en ellos se canta la pura verdad… pues ponlos pues… Órale, allí van… Soy el jefe de jefes señores, me respetan a todos niveles, y mi nombre y…
Me llevé la mano a la frente y agaché la cabeza. Durante mi etapa como maestro de secundaria, podía amenazar a los alumnos, pero cuando impartes clases a sicarios tienes que ser más cauto.
―¿Qué les he dicho sobre poner a los Tigres del Norte en plena clase?
―¡Uta madre! ―dijo la voz de un hombre de tez blanca, sentado en la esquina superior derecha del aula, apagando su teléfono celular. ―Bueno pues, profe, le apago ya.
―Ceferino, el hecho de que me hayas regalado una Hummer no quiere decir que te pase con diez.
―¡Ah que la puta madre! ―protestó Ceferino, dando un puñetazo a su pupitre―. Yo nada le aviento en la jeta, nomás digo. Todo mundo piensa que los sicarios del narco somos unos ojetes, pero no. Yo sí obedezco, nomás que esto de la ortografía y la gramática no se me dan. A mí se me da matar gente. ¡Chingao! Si quisiera yo estar a su altura pues tendrían que pasar muchos años… Nomás que yo sí leí La Reina del Sur, profe. Está perron el libro, trata de una morra que es narco y le dicen Teresa la Mexicana.
Todos mis alumnos miraron a Ceferino. A lo largo de mis veinte años impartiendo clases, he aprendido a distinguir esos ojos: son como espadas que cortan al estudioso del salón. Son granadas que estallan en la cara del alumno modelo. En las escuelas lo peor que le puede pasar al matadito del salón es un cerbatanazo… aquí un balazo.
―Muy bien. Un punto extra. ¿Alguien más aparte de Ceferino leyó el libro?
Silencio. Un silencio de cementerio después del día de muertos, roto únicamente por un escupitajo. Permanecí frente al pizarrón, mirando a mis alumnos y recordando el pasado, en mi “monólogo interior”. Se trata de una técnica literaria avanzada, que no creo poder enseñar a mis alumnos.
Todo empezó hace dos meses, cuando me dieron un reconocimiento a nivel estatal como maestro distinguido de Lengua y Literatura. La verdad, a mí los reconocimientos me importan un comino. Se trataba de un busto de mármol del secretario de educación, que iba a servirme para detener la puerta de mi baño, pues oscilaba con el viento. Nunca pensé que ese premio me metería de lleno en el narcotráfico.
Una semana después de recibir mi premio, fui visitado en la misma escuela por un hombre alto, moreno y vestido totalmente de negro. Llevaba lentes oscuros ―a las seis de la tarde―, un poblado bigote y cabello rizado. Entró al salón durante la clase. Le pregunté si era padre de algún alumno y respondió que no. Que él no tenía hijos y que su trabajo se lo impedía. “Pero eso sí, vato. Muchas, muchas viejas. Y buenas todas, cabrón”. Le pedí que no hablara de esa forma delante de los alumnos, y me dijo que no mamara, que esos chamacos son más léperos que uno. Le pregunté cómo había entrado a la escuela. “Adonde quiera entro, vato. Si soy José Guadalupe Cartagena, soy el gallo que se chinga el alpiste, se tira a las gallinas y domina el gallinero”. No le creí una palabra, como era obvio. El gran capo del narcotráfico en mi salón. Ya parece. Pero opté por seguirle el juego. Quizá era un loco fugado de un manicomio que se las había arreglado para entrar a la escuela. “Oiga, profesor Osorio, le quería proponer un trato” me dijo en secreto. “Ahorita que los morritos se vayan, que en un ratito suena el timbre”. Intenté decirle que faltaban cuarenta minutos para que la clase terminara… pero en un par de segundos el timbre sonó. Los muchachos salieron corriendo del salón, dejándome solo con José Guadalupe. “¿Ha visto usted los narcomensajes?” preguntó. Le respondí que sí. Cualquier mexicano que ojea los periódicos ha visto los mensajes que deja el narcotráfico: mantas, cartas, grafitis… todos son advertencias hacia otro cártel, o amenazas al presidente o a algún comandante de la policía. “¿Y qué le parecen, profesor?” Mostré mi pulgar en señal de aprobación. “Chidos”, dije. “¡No’mbre! ¡Si usted es profesor de lengua. Cómo chingados dice que chidos. Hágame el favor con la ortografía de mis sicarios. No saben escribir ni lo más básico. ¡Por el amor de Jesús Malverde, la Santa Muerte y el Chapo Guzmán!” Me quedé callado. “A ver. ¿Cuánto por darle clases a mis sicarios? Usté ponga el precio, el que sea, lo que quiera”. En tono de broma le dije una cifra que tenía un uno a la izquierda y varios kilómetros de ceros a la derecha. “Ta güeno, pues” Vámonos a mi hacienda ahorita mismo, nomás que me lo voy a tener que llevar con los ojos vendados, mi profe, para que no sepa donde operamos. Y acuérdese que es un camino muy largo y la compañía pues no es muy grata”.
Viajamos durante una hora en un jet privado hacia un destino que ignoraba. En el asiento a mi derecha iba un cuerpo decapitado al que asediaban las moscas. Fue lo último que vi antes de que me vendaran los ojos. Todo el vuelo sólo pensé en dos cosas: la primera que ya era muy tarde para acobardarme. La segunda que efectivamente, el decapitado no era una compañía muy grata.
Me quitaron la venda de los ojos y bajamos del jet. Un par de hombres sacaron el cadáver. Ante mí se encontraba una pista de aterrizaje, y a lo lejos, una hacienda. Cartagena me recogió en un jeep, que nos llevó hasta las puertas de su propiedad. Lo primero que vi al entrar fue una estatua de El Quijote y Sancho. “A mí con lo que me encanta la literatura, y mis sicarios, todos unos burros, profe. Les ordeno que maten a un rival, y que dejen un mensaje, y hágame el favor, ninguno puede escribir como la gente. Muy efectivos para amenazar al presidente, para decapitar o para torturar, para soltar plomazos a lo loco, pero cuando es de dejar el mensaje, nomás no, nomás no”. El jeep siguió su camino por una vereda. Al voltear a mi derecha, vi a los hombres de Cartagena, que enterraban al decapitado. “Conque aquí es adonde van a parar los cuerpos”, dije entre broma y seriedad. “Lo que no entiendo es por qué me hicieron viajar con un cadáver”. Cartagena soltó una carcajada digna de supervillano de cómics. “Pos sí. Aquí acaban los descabezados. Por eso crece tan bonito el pasto, pues. Por eso árboles frutales por aquí y por allá… y que por qué le hice viajar con un muertito… pues de broma, mi profe. Para calarlo. Para ver si aguanta. Y vaya que sí aguantó. Oh, chingá. No me ponga esa cara de susto, no se me agüite. Si es carrilla sana, carambas”. Cartagena sonrió, mostrando su diente de oro. Acababa de perder la cuenta de clichés sobre el narco.
Llegué a la casa de huéspedes. Sí, casa. Algunos tienen cuarto de huéspedes, pero Cartagena tenía casa y me la mostró toda: alberca, conexión inalámbrica, jacuzzi, canchas de tennis y antena Sky. Incluso tenía mis cinco guardaespaldas, que me recibieron: “Profe, lo que quiera se lo conseguimos. Usted no sale de aquí. Nunca saldrá. No se preocupe”. Me di cuenta que no era una sugerencia, sino una orden. “Sí… y si aquí el profe se nos escapa, pues va a perder la cabeza. Como el jinete ese de Stephen King”, dijo Cartagena, enseñando su diente de oro, y yo corregí, apretando mi cuello con firmeza: “Es de Washington Irving, La Leyenda de Sleepy Hollow no es de King”. “Da lo mismo, pues, vato. Nomás no salga porque se lo carga la verga”.
Cartagena me dejó solo en mi jaula de oro, para preparar mi clase. Al día siguiente, me dirigí a un salón de clases construido específicamente para mí y mis sicarios. Les pedí que escribieran un mensaje de advertencia hacia mí. “Es un ejercicio sin valor curricular, jóvenes. Quiero ver que tal andan en ortografía”. Los resultados fueron un asco. He aquí unos ejemplos:
“PARA KIEN NO LA CRE Y NO TIENE LALTAD”, “BENGANSA ETERNA”, “ASTA QUE CAIGAN TODOS TUS IJOS”, “ASI SUSEDE CUANDO PIENSAS QUE MIS HOJOS NO TE BEN”, “ME DEVIAS LA BIDA Y ME LA COVRE”.
Y había peores.
Han transcurrido dos meses, y no hemos avanzado nada. Generalmente me quejaría con el director. En ocasiones no es problema del profesor sino de los alumnos. Como aquí en la hacienda no hay dirección, fui con Cartagena. Leía la sección de “sucesos” del periódico nacional: el profesor Martín Osorio seguía desaparecido. Nadie sabía nada de él desde que salió de la escuela sin explicación alguna. Iba solo. “Sale re caro sobornar a los pinches periodistas”, decía Cartagena.
―Don José ―dije, sentándome a su escritorio.
―¡Hombre, profe! ¿Qué le trae por aquí? ¡Tómese un tequilita! ―dijo, sacando una botella de un cajón.
―No gracias…
―¡TÓMESE UN TEQUILITA CHINGADA MADRE! ―gritó, golpeando al escritorio y con el rostro color sangre.
―Está bien… me lo tomo. Oiga, voy al grano. Sus sicarios no avanzan nada. Para mí que la gramática y la ortografía no es lo suyo.
―Si apenas van dos meses ―dijo, sirviendo dos vasos de tequila―. Tampoco pida milagros. ¿Cómo quiere avances? Además, tenemos todo el tiempo del mundo. ―Me miró fijamente. Sus ojos amenazaban más que cualquier ejecución―. Todo. El. Tiempo. Del. Mundo. No se le olvide.
Me tomé el tequila de un solo trago. Mirando a Cartagena descubrí que los papeles de la obra de teatro de mi vida se habían invertido: los profesores vigilamos que los alumnos no se salgan del salón. Ahora a quien vigilaban era a mí.
Me despedí de Cartagena. Debía ir a preparar la clase del día siguiente.
Bernardo Monroy
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