Cuento de Úrsula Fuentesberain.
Los Núñez habíamos sido, por varias generaciones, los mandamases de Zalay. La gente llegaba de varios pueblos y rancherías a surtirse en nuestros locales y a gastar sus pesos en las cervezas que les vendíamos. Los hombres trabajaban en las farmacias y los karaokes, que eran los negocios que más dejaban, y las mujeres manejaban papelerías y tiendas de fayuca.
Desde niños, íbamos a la escuela en la mañana y pasábamos las tardes ayudando a nuestros papás en sus locales, hasta que un día ya éramos nosotros los que recibíamos el dinero de los clientes y nuestros hijos los que les ponían las compras en bolsas de plástico.
Agosto era el mes de la Nuñiza. Cada año organizábamos una fiesta para los Núñez que vivían en otras partes del país. La mayoría venía desde Zahuacatlán, Tequistapan y la capital. Éramos tantos que teníamos que reservar todos los cuartos de los tres hoteles de Zalay y, al saludarnos, era necesario repetir de quién éramos hijos.
El primer día había una misa de gracias, una visita al panteón para dejarles flores a nuestros muertos y una cena con chocolate y pan de Zahuacatlán relleno de queso dulce. El segundo día era la fiesta principal: había mixiote, banda en vivo, rifas, concursos y cerveza.
Casi todos salíamos con novia de ese baile. Las primas quinceañeras eran las que más pegue tenían. Nos sorprendía que apenas una Nuñiza antes eran chamacas gritonas que jugaban un, dos, tres, calabaza y un año después llegaban con vestidos pegados a sus cuerpecitos sólo interrumpidos por las famosísimas caderas Núñez. La mayoría de esos noviazgos terminaban en boda, entonces había mucho intercambio de Núñez de aquí para allá y las dotes circulaban con la misma facilidad.
Los negocios los abríamos en cadenita: si uno de nosotros inauguraba un gimnasio, otro instalaba un puesto de jugos en la banqueta, otro ponía una tienda de ropa deportiva en el local de al lado y así sucesivamente. En las raras ocasiones que se armaba alguna bronca entre Núñez, el abuelo tenía la última palabra.
Las mujeres Núñez tenían prohibido mirar a los ojos a gente que no fuera de la familia y desde chiquitas se les enseñaba a atender al hombre de la casa: primero su padre y luego su esposo.
Marielena fue la única que rompió estas reglas. Empezó a tomar caguamas a los trece años y a irse de pinta a los billares de Querénjaro. El abuelo se la pasaba dándole cinturonazos, pero ni así se aplacó. Cuando estaba en la prepa se fue a un retiro espiritual a una hacienda en Jagualillo. Una mañana, las primas no la encontraron en su cama. Regresó hasta la hora de la comida apestando a ron.
Cuando salió embarazada, se dijo que el cuidador de la hacienda se había aprovechado de ella y el abuelo lo metió a la cárcel. Pero cuando Yonchi nació, los rumores acerca de su padre se confirmaron, porque no salió moreno como el cuidador, sino con ojos claritos, piel muy blanca y pelo chinísimo. No se parecía nada a nosotros. Algunas primas estaban convencidas de que era hijo de uno de los Curi de Jagualillo, otras que de un narco de Michacatlán, pero nadie logró que Marielena soltara la verdad.
Yonchi y yo nacimos el mismo día de marzo. A mí me recibieron como al primogénito que habría de convertirse en el siguiente jefe de la familia y me pusieron el nombre del abuelo y de mi padre: Eleazar. A Marielena la mandaron a aliviarse al hospital de Colonfort y el abuelo prohibió que se le diera alguno de los nombres que se usaban para los varones, como Eleuterio, Eulalio o Esteban. Así que su mamá le puso Yon, porque escuchó ese nombre en un programa gringo y le gustó.
Al poco tiempo, Yon se convirtió en Yonchito y luego en Yonchi —todo el mundo decía que Yon sonaba como a nombre de fisiculturista y que el hijo de Marielena estaba demasiado flaco—.
Yonchi me seguía a todos lados. Siempre quería estar en mi equipo cuando jugábamos futbol y si su mamá le daba dinero para la tiendita, me compraba un Frutsi de uva.
En cuanto cruzaba la reja de la escuela, Yonchi siempre corría hacia mí. Verlo así—con la mano en el aire, sonriendo, gritando mi nombre—me hacía acordarme de los ángeles pintados en el domo de Nuestra Señora del Carmen.
Me acuerdo de un seis de enero cuando estábamos en segundo de primaria. Todos los niños estaban en el patio de la escuela presumiendo los juguetes que les habían traído los Reyes Magos. Casi todos tenían tres o cuatro juguetes, pero Yonchi sólo tenía una pelota de beisbol y un guante. Nadie jugaba beisbol en la escuela; nuestros papás decían que era un deporte para gringos. Así que Yonchi estaba sentado solito, apretando la pelota con su guante de cuero tieso. Yo me senté junto a él y le dije que le daba chance de jugar con mi Hot Wheels más nuevo: un Maserati rojo con llamas anaranjadas pintadas en los lados. Cuando tomó el coche de mi mano, los ojos se le iluminaron como frascos de miel que se dejan junto a la ventana y yo sentí una corriente tibia en el estómago.
En la escuela le pegaban. Yo al principio lo defendía, pero mi papá me dijo que, si me seguía metiendo, las trompadas me iban a empezar a llover más temprano que tarde. “¿También quieres ser un apestado?”, me preguntó un día y cuando negué con la cabeza me dijo “Entonces párale. Acuérdate que el que se mete de redentor, sale crucificado”.
Por eso empecé a pegarle a Yonchi yo también. Nunca voy a olvidar la primera vez que lo hice. Él estaba jugando canicas en una cancha de futbol que ya no tenía pasto sino pura tierra cuando Everardo —uno de los primos más grandes— llegó por atrás y le arrebató las canicas mientras el resto de nosotros lo tiramos al suelo y lo agarramos a patadas. Una nube de polvo se levantó y cuando Everardo nos dijo “Ya estuvo bueno”, las líneas por donde le escurrieron las lágrimas a Yonchi eran las únicas partes de su cuerpo que no estaban cubiertas por polvo gris. Todavía hoy recuerdo los ojos incrédulos con los que me vio ese día.
Cuando dio el estirón y le salió su primer mostacho, Yonchi cambió por completo: se puso más alto que Everardo, una espalda suya se volvió dos nuestras y la voz se le puso ronca, como de galán de telenovela. Ni siquiera tuvo que agarrarnos a trancazos, ya no le volvimos a decir que era un bastardo, al menos no en su cara.
Por más que su mamá le rogaba que se pusiera pantalones decentes, él ya sólo usaba pantalones de mezclilla guanguísimos, de esos que les gustan a los gringos. Cuando entró a la prepa, le dio por engomarse el pelo y ponerse cremas para verse bronceado. El día que se colgó una arracada en la oreja, nadie dijo nada. Pero después de que se pintó rayitos en el pelo, el abuelo le dijo que parecía puñal y lo mandó derechito con su peluquero para que lo rapara.
A pesar de su corte militar, las primas babeaban por él. Algunas se ponían coloradas al verlo y, aunque ligaba con todas, no formalizaba con ninguna. Los sábados, cuando amenizaba en el karaoke, les dedicaba canciones de Luis Miguel y Enrique Iglesias.
Pero Yonchi también le echaba los perros a muchachas de otras familias. Cuando le tocaba trabajar en la farmacia del Centro dando las ofertas del día con micrófono, bajaba soles, lunas y estrellas al por mayor.
Las malas lenguas decían que Yonchi iba a los burdeles de Empalmillas. Por eso el abuelo lo mandó llamar y le repitió lo que todos los hombres Núñez sabíamos desde chiquitos: que nuestra semilla es sólo para las parcelas de la familia.
Maricruz era la prima más bonita y estaba enamorada de Yonchi —nos dimos cuenta luego, luego por lo obvia que era—. Su papá tenía la farmacia más grande de Zalay y su mamá era la hija consentida del abuelo. Cada vez que Yonchi la llevaba a la pista del New Jersey, el antro de moda de esos tiempos, veíamos cómo lo desvestía con los ojos mientras bailaban a un brazo de distancia.
Marielena se la pasaba diciéndole a su hijo que Maricruz le convenía, que con la dote podría abrir un restaurante o hasta un hotelito, que de una vez por todas dejara sus andadas. Pero Yonchi no se apaciguó, se ponía unas borracheras de miedo y los chismes sobre sus visitas a los puteros de otros pueblos seguían circulando.
Varios días antes del baile de disfraces que se hizo en el jardín del tío Etelberto, Yonchi andaba más raro que de costumbre. Fue vestido con una capa negra que le llegaba hasta el piso, colmillos de vampiro, pantalones blancos acampanados y una camisa de poliéster con cuello en “v” para enseñar pelo en pecho. Cuando le preguntamos de qué venía disfrazado dijo que de Conde Travolta: nadie supo quién era ese. Se puso muy pedo y anduvo faroleando lo tronado que se había puesto desde que iba al gimnasio diario.
Ya entrada la fiesta pusieron su canción favorita, la de un árabe que manda besos y las primas lo jalaron a bailar. Él empezó a menearse, a ponerlas locas. Entonces, en la parte del coro donde el árabe manda los besos, se agarró los tobillos para hacer su famoso pasito del agachón con sacada de nalgas, y en eso estaba cuando sus pantalones se rasgaron y dejaron salir una cola de lagarto que se movió al ritmo de la música.
Las primas gritaron, algunas tías se soltaron a llorar, otras a rezar, los tíos le dijeron “Pinche malnacido, puto monstruo”, los primos le aventamos botellas de cerveza y el abuelo escupió en el piso. Así que Yonchi no tuvo de otra más que salir corriendo.
A la mañana siguiente, los mozos de la panadería del tío Eulalio vieron a Marielena en la terminal de autobuses. Ya nunca supimos más de ella.
Esa misma tarde, el abuelo me mandó al departamento de Yonchi para sacarle la verdad. Cuando abrió la puerta, me abrazó y supe que seguía borracho. Yo tenía ganas de abrazarlo también, pero tuve que empujarlo y decirle que se dejara de mariconadas.
Me confesó que la cola le había empezado a crecer como a los trece años. Que, aunque le daba mucha vergüenza, a ratos lo hacía sentirse muy bien, como si se hubiera metido unos pases. Al principio, podía amarrársela con cinta adhesiva a una pierna, pero con el tiempo se volvió cada vez más difícil de esconder. Por eso nunca le propuso nada serio a ninguna prima, ni siquiera a Maricruz.
Las putas de Empalmillas, en cambio, no decían nada de su cola, es más, hasta se hizo de buena fama por las cosas que podía hacer con ella. Sabía que a su cola le encantaba la música porque una vez en el karaoke mientras se lucía con una canción de Ricky Martin, la cola se le despegó de la pierna y estuvo a punto de salírsele del pantalón para menearse a gusto.
Yonchi terminó de contarme todo eso, soltó una carcajada que se convirtió en berrido y dijo que haría lo que fuera para que lo perdonáramos. Me agarró la mano y me suplicó que lo perdonara. Tuve que dejarlo llorando sobre la mesa de la cocina.
A partir de ese día, el abuelo nos prohibió cualquier trato con Yonchi. Se notaba que con gusto lo hubiera mandado a Colonfort o a Apangueo el Alto, para no tener que acordarse que le había dado su apellido.
Maricruz fue la única que desobedeció. Le dio sus ahorros a Yonchi, se fueron a vivir a un cuartucho en la colonia Renacimiento y pusieron un Centro de Servicio Autorizado General Electric, el primero que hubo en Zalay. Ahí se la pasaban los dos, arreglando licuadoras.
Por más que trató, ya no pudo pegársela a la pierna. Todos se enteraron de la cola de Yonchi y los Núñez nos convertimos en los apestados de la región.
El abuelo murió, no supimos bien de qué, yo creo que de puro coraje.
Mi padre donó dinero para restaurar el altar de Nuestra Señora del Carmen, financió campañas políticas y rentó un elefante al que le puso un gorrito con el logotipo de nuestras farmacias para que los niños se tomaran fotos trepados en él. Pero nada de eso funcionó y tuvimos que cerrar los karaokes, las papelerías y las tiendas de fayuca.
Un domingo en el que a mi padre se le pasaron los mezcales, me puso la mano en el hombro y me dijo: “Perdóname, hijo. Cuando me muera, vas a quedar al frente de un montón de huesos”.
Las señoras más chismosas llegaban con tostadores a los que les habían atorado un tenedor sólo para enterarse de qué tan larga estaba ya la cola del primo Yonchi. Pero la cola ya no le siguió creciendo, al contrario, parecía que se le iba chupando con el tiempo.
Maricruz y Yonchi no tuvieron hijos. En esos tres años que pasaron refundidos ahí, nadie los vio hacerse ni una caricia.
Yo pasaba casi todos los días enfrente del local. Maricruz siempre estaba recargada en el mostrador con los ojos pegados a la tele y Yonchi permanecía en el fondo, sentado detrás de una mesa tapizada con imágenes de santos, arreglando una batidora o un microondas, hablando muy rápido para él solito, o tal vez rezando.
La última vez que hablé con Yonchi fue unos meses después de que me contara la historia de su cola. Se apareció en mi casa de madrugada. Antes de dejarlo pasar, me asomé por la ventana para ver si alguien lo había visto, pero la calle estaba desierta. Cuando le pasé una cerveza, nuestros dedos se tocaron y el corazón casi se me salió por la boca. Deseé haber tenido un Frutsi de uva para regalárselo.
Él no quiso ni sentarse, no le paraba la lengua y se la pasó caminando de un lado a otro de la cocina. La cola se le movía también como si estuviera loca. Dijo que en la sierra de Motozintla hay bosques tan espesos que las raíces y las ramas de todos los árboles se entrelazan con las de sus vecinos, que si a un árbol lo ataca la plaga, hectáreas enteritas del bosque se mueren en un dos por tres. “Por eso los leñadores andan al tiro, buscando árboles enfermos para chingárselos antes de que contagien su enfermedad al resto”, dijo Yonchi, me lanzó una sonrisa horrible y se fue.
El último que vio a Maricruz fue el primo Eusebio. Cuenta que cuando entró a la farmacia se espantó al verla tan pálida y con los ojos hinchados. Sin soltar su maleta, Maricruz le entregó un pedazo de papel y se fue. El recado decía “Todo esto es culpa de ustedes”.
Encontramos a Yonchi tirado boca abajo en una de las dos camas individuales de su cuarto. En la otra cama estaba su cola recién cortada que había bañado de sangre el cobertor, el colchón y el piso. La cola tenía puesta un torniquete que se veía bastante gastado. Durante todos esos años Yonchi había estado estrangulándola.
Mi padre lo mandó cremar y pusimos sus cenizas en el nicho reservado para su madre. Su cola —esto sólo lo sabemos mi padre y yo— está enterrada en el jardín del abuelo.
Ahora las Nuñizas las organizan los Núñez de Zahuacatlán. A nosotros no nos invitan.
Cuando los niños llegan a jugar en las maquinitas que tenemos adentro de las farmacias, siempre hay alguien que entra, los saca de las orejas y les dice que ahí les ponen colas a los chamacos, que se vayan. Y siempre se van.
Úrsula Fuentesberain
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