I.
Uno nunca sabe para qué enseña. Intuye ciertas cosas, claro. A saber: uno enseña porque es necesario, porque se necesitan mejores profesionistas, porque hay que formar mentes críticas, porque la educación nos hará libres. Se intuye todo eso, sí, pero sin ninguna certeza: basta con asomarse algunos segundos al mundo exterior para darse cuenta que la educación no es esa panacea prometida para remediar todos los males: poco es lo que puede hacer un docente bienintencionado para remediar la corrupción, el calentamiento global, la pobreza extrema, la acumulación salvaje y elitista de la riqueza. Poco es, incluso, lo que se puede hacer para formar una mente medianamente crítica, más aún cuando esa mente llega a uno llena de vicios y se encuentra con los propios —es más, la arrogancia que implica suponer que uno, como docente, ya cuenta con una mente crítica nomás por estar al frente de un grupo, es, por sí misma, peligrosa—. Basta, también, con asomarse brevemente a los mecanismos y sistemas de enseñanza para revelar que, en varia ocasión, son prístinos ejemplos de aquello que buscan combatir. Sin embargo, en el acto de estar dentro del aula, ponemos cierta esperanza —acaso, muy seguramente, inmerecida— en que nuestro trabajo valdrá la pena, de que habremos colocado los ladrillos para construir un mejor futuro —o algún futuro, al menos—. Porque la docencia es una apuesta permanente a lo incierto: la materia de la enseñanza es el tiempo que no ha llegado —y que no se sabe si llegará—.
De ninguna manera se debe mirar esta postura con romance. Es idealista —tanto como buscar constelaciones en un cielo nublado— pero frágil. El lugar común de la docencia es la semilla. Si la enseñanza es jardinería, los granos se siembran en tierra seca y es rara la ocasión en que uno alcanza a ver si nace algo, mucho menos frecuente es comprobar si de lo germinado nació un fruto. Por lo tanto, un buen docente es aquel que sabe trabajar con la desesperanza, que puede sostener la sensación de vacío y que se pregunta, acaso como única posibilidad para sostener su trabajo, qué cosa valiosa puede introducir para cubrir ese agujero.
II.
Uno nunca sabe a quién enseña. El señor Germain no sabía que el Albert Camus que tenía enfrente se convertiría en el Albert Camus que ganaría un Premio Nobel —como, seguramente, tampoco sospechó que ese Camus sería mismo que al poco tiempo moriría en un accidente en carretera—. Sin embargo, le enseñó, como también lo hizo con todos sus otros alumnos menos destacados de quienes no tenemos cartas famosas en las que se lee: “Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto”. La existencia del Señor Germain en tanto docente valió la pena en la medida en que fue reconocida por un exalumno.
Si esa carta se viraliza cada Día del Maestro, si los docentes la leemos con emoción y ternura cada vez que la llegamos a encontrar en algún sitio del internet, no es porque tengamos todos la intención de enseñarle a un futuro Premio Nobel, sino porque en la figura de un alumno agradecido que obtuvo un reconocimiento máximo en su campo de desarrollo se encuentra la redención de nuestra desesperanza. Sería ingenuo negar que existe voluntad en cada uno de nosotros de dejar una marca permanente en la vida y consciencia de nuestros alumnos y que, de alguna manera, esa huella sea palanca o escalón para su futuro. Hay que mirar este deseo con la cautela con la que se mira un precipicio, pues proviene simultáneamente de nuestro más perverso ego y nuestro más puro anhelo de trascendencia —que quizá sea solo una versión menos sucia del mismo ego—. La memoria es el espacio del que se nutre la voluntad por la docencia. Los peores profesores no son los malvados sino aquellos que no recordamos. El mayor fracaso de un docente, por lo tanto, implica una doble posibilidad: crear alumnos mediocres, grises, insípidos; ser un maestro mediocre, gris, insípido.
III.
Uno nunca sabe por qué enseña. Hay una narrativa común, tan cursi como autocomplaciente —casi masturbatoria—: se enseña porque se es tan buena persona que no se puede contener el impulso de regresarle al mundo algo de lo que es uno. Noción absurda y peligrosa: al elevar la docencia a un grado de vocación pura, casi santa, se justifican gran parte de los abusos cometidos contra nuestra profesión, de la misma forma en que se justifican los abusos cometidos por nosotros mismos. Hay que mirar, por ejemplo, la posición social que ocupamos, cuya principal característica es la contradicción: héroes mal pagados de la nación, salvadores de la juventud sin prestaciones laborales, campeones del mañana atrapados en el más frío de los laberintos burocráticos. Para muchos, un docente es simultáneamente adalid del aprendizaje y la formación humana, al mismo tiempo que un perdedor automático en el resto de sus planes profesionales de vida. “Aquel que no puede hacer, enseña, aquel que no enseña, enseña deportes”, escribe, con humor, Woody Allen, haciendo eco a los modelos de triunfo de la sociedad capitalista.
Pero cierto es también que hay que mirar a nuestros propios vicios ocultos bajo la máscara de la profesión noble. “Si estoy aquí no es porque lo necesite, sino porque quiero”, repiten desesperados y triunfantes una gran cantidad de profesores cuando sienten que su autoridad y honor están en juego —curiosa fortuna, la de ejercer la profesión que en este rampante neoliberalismo, caracterizado por precarias oportunidades laborales, tiene mayor cantidad de personas trabajándola desde la voluntad y vocación—. Estas defensas son endebles y se pueden romper. Recuerdo una maestra en bachillerato a quien hicimos, como grupo, exaltarse hasta el grito y el llanto. No fue difícil: tan sólo tuvimos que dejar de prestarle atención por un tiempo tampoco tan largo. Lo recuerdo, como puede ser predecible, sin una gota de culpa. El triunfo más grande de un alumno rebelde es hacer llorar a un maestro: las lágrimas se saborean a la distancia como trofeos —de la misma forma, cualquier alumno sin aptitud académica y con dos gramos de inteligencia puede adivinar que el secreto para una buena calificación es la adulación constante y sistemática al docente—. En ese momento era muy joven para entenderlo, pero ahora lo sé: si aquella maestra lloró es porque rompimos toda construcción de ella misma que había depositado al pararse frente a nosotros. El aula es un campo de guerra de juegos de poder, el docente es el ego desnudo hecho carne. Y ni en la guerra ni en el ego existe la nobleza.
IV.
¿Para qué, a quién, por qué enseño? En mi caso, al menos, tengo alguna sospecha: soy docente porque soy un cínico esperanzado: quiero ver a este mundo triste un poco menos jodido, quiero la ilusión de sentir que trascendí en la historia de otra persona autónoma y autoconsciente, quiero exponer mi piel a un escenario vanidoso y sentir, en su esporádico reconocimiento, que esta vida valió por algo. Pero si lo reduzco al mínimo, si le quito todo decoro y adorno, podría decir que enseño, acaso por las mismas razones por las que escribí este ensayo, estoy buscando un lugar en el mundo donde quepa mi voz.
@cesargalicia_
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