Para empezar, un par de disclaimers: 1) la nueva adaptación de Death Note (Netflix, 2017) me parece una mala película independientemente de su cercanía/lejanía con la versión original japonesa; y 2) sin embargo sí, esta es una reseña sobre cómo una nueva adaptación dio al traste con el material primigenio.
La historia es conocida e inmediatamente hipnótica: Light Yagami (Turner, en la versión gringa) encuentra por casualidad una libreta que tiene el poder de matar a cualquier persona cuyo nombre sea escrito en sus páginas. Light emprende entonces una cruzada asesina contra la delincuencia mundial, lo que pronto lo transforma, a los ojos del mundo, en un semi-dios justiciero rebautizado “Kira”, con adeptos y detractores por igual; entre estos últimos se encuentra un excéntrico y agudo detective apodado “L”, quien se propone cazarlo.
Para el público neófito, Death Note (2017) puede resultar una película incluso entretenida, aunque apresurada. Para quienes conocen el manga, el ánime, y hasta solo las versiones live-action japonesas, es poco menos que ofensiva. Pero no me interesa tanto hablar de la calidad del proceso de adaptación como de los que creo son sus motores. Detrás del manido “los gringos arruinan todo” se encuentran, me parece, razones concretas, no necesariamente cinematográficas.
La trama de Death Note tiene dos columnas que la sostienen con lujo de barroquismo emocional: Light Yagami y “L”. La narrativa de los treinta y tantos capítulos del ánime y de las versiones live-action anteriores es un juego de estrategia, un ajedrez mortal entre ambos personajes atacándose desde las sombras mientras conversan chabacanamente a la luz del día; el espectador rebota todo el tiempo entre la admiración intelectual y la empatía hacía uno y otro, al tiempo que pone en duda el andamiaje de sus propios principios. La trama no carece de momentos de energía que satisfagan los morbos más exquisitos, pero Light y “L” están muy lejos de ser muñecos de acción. Es eso, creo, lo que resulta incompatible con la cotidianidad —por no llamarle por su nombre, ideología— norteamericana, sino es que en buena medida occidental.
Lo anterior resulta especialmente notorio en el personaje de “L”. Huérfano, criado en un internado de propósitos poco convencionales, de origen este detective no es ni Philip Marlowe ni Jim Gordon, sino un adolescente introvertido, adicto al azúcar y descalzo por convicción, que desarticula mafias internacionales sentado en cuclillas sobre una poltrona, y que si tiene músculos faciales los usa apenas poco más que las casi inexistentes modulaciones de su voz. El “L” de la película estadounidense de 2017 parece, de inicio, hacer eco de esta personalidad; incluso en un parlamento prácticamente copiado del ánime afirma despreciar las armas de fuego porque “lo distraen”. Más tarde, sin embargo, lo vemos corriendo por las calles, robando patrullas y persiguiendo a Light Turner pistola en mano. No solo eso, sino que en la confusa e insatisfactoria escena final (alerta de spoiler), lo vemos también a él asomado al borde de la violencia homicida. El “L” de esta versión no es un sujeto brillante capaz de sostener un desafío intelectual, sino un señuelo que sucumbe a la gringuísima tentación de volverse un simple hombrecillo de acción —caso similar al de la transformación de Sherlock Holmes en un superhéroe decimonónico a manos de Guy Ritchie—.
Occidente no acoge bien a los personajes de masculinidad alternativa. Desde Nick Carraway, relegado con sospechosa naturalidad al papel de testigo en El gran Gatsby, hasta Newt Scamander, protagonista de Animales fantásticos y dónde encontrarlos (2016), quien recibiera duras críticas (el personaje, no el actor) por ser un tipo “débil”, “falto de carácter” y “demasiado delicado”, podría hacerse una lista de personajes masculinos ninguneados por no apegarse a la masculinidad prototípica, la del hombre fuerte, determinado y solucionador (o cualquiera que puedan interpretar Tom Cruise o Vin Diesel). No es gratuito que las principales burlas de estos días hacia el personaje de Light Turner sean similares a aquellas de las que fuera objeto Newt Scamander, cuestionamientos a su virilidad y su “carácter” —por ejemplo: la escena en que el dios de la muerte (el personaje más olvidable de Williem Dafoe) se le aparece por primera vez y Light da alaridos de terror, una reacción por lo demás bastante natural—. Es cierto que la versión estadounidense del protagonista es un monumento a la pasguatez, carente de la complejidad emocional y de las convicciones que hacían de Light Yagami un personaje tan magnético, pero no nos engañemos: el cortocircuito en la recepción que de él hizo el gran público debe mucho a un prejuicio de género normalizado, el mismo que persuadió a los guionistas de transformar a “L” en un simio detective incapaz de contener sus emociones violentas (“así son los hombres”). Tampoco es casual, además, que el conflicto de Light Turner no sea moral y social como el de Light Yagami, sino individual y de amor romántico (hola, masculinidad neoliberal), arrastrando para ello a un personaje femenino insulso, estereotípico y con un letrero de PLOT DEVICE en la frente.
Lo que quiero decir con esto es que Death Note no fue víctima de una mala adaptación, sino de una adaptación perfectamente congruente con los valores norteamericanos e, insisto, quizá occidentales en su conjunto. Que esos valores resulten nocivos es una casualidad extra-cinematográfica, aunque no un problema pequeño; son esos mismos valores los que el año pasado llevaron a miles de hombres y mujeres educados en la moral neoliberal a votar por el hombrecillo de acción para volverlo su presidente, perdonándole todos los defectos que se espera y se justifica que los hombrecillos acción tengan siempre que no resbalen de su carrera al éxito. Son esos mismos valores, queramos verlo o no, los que en México y el mundo sostienen la desigualdad cultural entre hombres y mujeres o, para el caso, entre hombres y todo aquello que se aleje de lo masculino. En palabras más precisas, masculinidad tóxica; en palabras más dolorosas, vida diaria.
La adaptación en los personajes de Death Note está enmarcada en esa configuración del mundo con la misma espontaneidad con que la tropicalización geográfica cambia el museo de la escena climática del live-action japonés por un prom de fin de cursos que recuerda a Vaselina o a Carrie. La ideología dominante en Estados Unidos (y sin duda en México, su laboratorio silvestre) no tolera a los personajes de complejidad intelectual; sus héroes actúan, no piensan. Y en ese mundo Light Yagami y “L” no tienen cabida. Sus nuevos equivalentes netflixeros son el mejor disfraz —aunque se antoja más bien una camisa de fuerza— que el entretenimiento de la ideología neoliberal pudo ofrecerles, y es menos que poco.
No que la nueva Death Note no fuera mala de por sí, pero sin duda la masculinidad del statu quo terminó por echárnosla a perder, como está haciendo, por lo demás, con casi todo.
Adrián Chávez
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