Con Carne y Arena, Alejandro González Iñárritu garabateó el octavo arte.
Son las 18:30 en el Centro Cultural Universitario de Tlatelolco, momento en el que la traslación de la Tierra se evidencia gracias a la luz. Me recargo sobre el corazón dibujado en la pared del fondo y miro hacia fuera. La puerta enmarca una imagen muy bella del exterior: un lejano edificio se ha vuelto anaranjado, brillan los ladrillos con los últimos rayos de Sol otoñal; lo custodian en segundo plano dos árboles cuyas sus copas lucen un resplandor cobrizo; en la parte baja, concretando el trapecio irregular, cuelga la lona morada de la cafetería. El paisaje caducará en unos minutos, así que lo miro. En ese momento sale un jovencito rubio de la exposición, y se sienta en una banca que está a mi lado. El encargado de la entrada sonríe como a quien le ha llegado la hora de revelar un secreto, y le pregunta ‘¿Qué te pareció?’. ‘Es lo más impresionante que he visto’, suelta el joven frotándose las manos contra los jeans. Nos habla de que casi todo el día está sumergido en realidades virtuales debido a su trabajo, y que nunca había visto algo tan sorprendente como Carne y Arena. Siento de vez en cuando que estoy interfiriendo con la charla, puesto que no he entrado a la exposición, y el muchacho pone cuidado en no revelarme nada. Narra sus impresiones, pero tanto su entusiasmo como su precaución no le dejan hilar ideas. El de la entrada se ríe y asiente: están hermanados por algo que yo no entiendo todavía. De repente la pared del corazón comienza a vibrar como si le estuviera pasando un tren por encima. Como si el músculo fuera de a de veras. ‘Esa es mi señal para dejarte pasar’, dice el encargado.
El edificio del fondo se tornó café, una de sus ventanas se abrió sin que yo me diera cuenta, otras dejan ver sus luces. Los árboles son casi negros, el morado de la carpa se ha vuelto púrpura, y el cielo corona la imagen con un azul intenso. Entro a la antesala oscura, allí pueden leerse palabras de Alejandro González Iñárritu en la pared. Las leo con una pizca de escepticismo, ya que hace unos días asistí a la conferencia de prensa, donde lo que más llamó mi atención fue lo complaciente que se había portado González Iñárritu tanto con Miguel Ángel Mancera como con Enrique Graue. Hubo un momento en el que el rector dijo así: ‘Alejandro, aquí no te podemos dar un Oscar, pero sí te podemos dar un Goya’. Hubo risas y pude ver como el director casi ejecuta una mueca de condescendencia, pero su rostro permaneció neutro, cubierto por una máscara de cordialidad. Se gritó el Goya y Mancera dejó de moverse incómodo en su silla. Vestigios de mi recelo rebotan en esta cámara negra de las explicaciones. Paso a la siguiente sala.
Se trata de un pequeño cuarto rectangular de cemento liso. La temperatura es muy baja y hay instrucciones en las paredes. Las sigo: Dejo mis zapatos y mis calcetines en un locker y siento el frío en mis plantas. Por lo general disfruto esa sensación, pero en esta ocasión puedo notar cómo encojo los dedos… ¿por qué? Alrededor del cuarto hay bancas largas de metal, por debajo de las cuales yacen zapatos usados y cubiertos de polvo. Algunos son de niños muy pequeños, con velcro en vez de agujetas y dibujitos de caricaturas norteamericanas, otros son tenis de mujer, sandalias transparentes. Otros de hombre: zapatos con par o sin él. Tenis, botas de montaña, chanclas de marca desconocida. Están allí, quietos y callados, no queda claro si alguien los colocó allí con sumo cuidado, si fueron botados al azar, o si siempre estuvieron allí. Yo ya sabía que iba a haber zapatos de migrantes en la instalación de Carne y Arena, pero mis prejuicios me hicieron esperar algo más ordenado e intencionalmente tétrico. Esto no era tétrico sino real como alguien que te toca la pierna por debajo de la mesa: uno siente la mano en la rodilla, pero las miradas de los comensales vecinos están enfocadas en sus platos. No sé si exagero. En resumen hay en el aire una incomodidad de la que alguien debería sentir vergüenza. ¿Yo?
Me siento sobre una de las bancas y noto que tengo la espalda encorvada y los hombros levantados. Me enderezo, pero mi cuerpo está tentado a la mala postura. ‘Me está dando miedo’, pienso. ‘Lo está logrando muy cabrón…’. Desde una esquina me mira una cámara de seguridad con su esfera negra. La miro de vuelta y deseo que la alarma que me dejará entrar al siguiente cuarto suene ya. Pero no suena y no suena.
Comienzo a sentir algo familiar y no muy agradable: una suerte de paralelo al agotamiento físico antes de dormir, entrelazado con la sensación de que voy a tener una pesadilla. Quiero creer que es una situación común: uno se muere de sueño, pero no quiere dormir porque va a soñar feo. Se apaga la luz, se acomoda la almohada, se envuelven los pies fríos en las cobijas más frías, posición fetal, muñecas dobladas por los nervios. Y el sueño es pesado, jala los párpados, altera el ritmo de nuestro aire. Ni modo. Suena la alarma que me va a dormir.
Abro la puerta de metal y piso la arena, en medio de la oscuridad sólo rota por unas luces naranja neón. Casi al centro del desierto a escala, me esperan dos figuras masculinas, una bigotuda y otra con bufanda. Ellos saludan primero. Me acerco a ellos y me explican todo sobre el visor 360 y los audífonos. Me advierten que no toque los sensores de los lentes, mientras me colocan una mochila con una cuerda. Si camino peligrosamente cerca de alguna de las paredes, sentiré un jaloncito de advertencia. Me suelto el chongo para poder colocarme los audífonos. Antes de ponérmelos, escucho un cascabel de serpiente atrás de mi. ‘¿Qué?’, pienso. ‘Que te diviertas’, me dice uno de ellos. ‘Disfrútalo’. ¿Me dijeron eso o lo estoy inventando? Francamente no me queda claro porque todos esos detalles pasaron a formar parte de la siguiente pesadilla.
Carne y Arena: un himno del desierto
Estoy en medio del desierto, no sé cómo llegué ahí, hace frío y no estoy segura si está amaneciendo o anocheciendo, pero todo parece estar gris. A lo lejos hay arena y algunos arbustos, relieve más o menos regular a los alrededores. Sé que debería haber más gente conmigo y los busco con los ojos. Veo cómo una suerte de bulto se mueve por detrás de uno de los matorrales, es una espalda cóncava como la mía. Camina con trabajo, y por detrás de ella otras más. Escucho sus voces preguntando por distancia y otras cosas geográficas, algunos se quejan del cansancio y uno de ellos parece ser el líder. Habla por teléfono con alguien ¿en inglés? Me acerco al origen de sus pasos para ver quién más viene, y siento el tirón de la cuerda. Una niña y su madre pasan frente a mi y se sientan en el suelo. ‘No pueden verme ni oírme’, pienso.
Una mujer chaparrita de piernas delgadas, cojea y se apoya en una chica. Se queja del dolor de sus pies, y la chica le explica a los otros que la señora no se siente bien y que tiene que sentarse, descansar. Algunos se sientan, cada quien por su lado teje sus propias discusiones. Yo me acerco a la mujer de los pies heridos, y trato de mirarla. ‘¡Agáchense, agáchense!’, nos grita el del teléfono. Se escucha el revoloteo siniestro de una hélice que hace que todo alrededor retumbe. Veo llegar al monstruo de metal, se hace más y más grande, parece él solo, una plaga. Me agacho hasta que mis manos tocan la arena fría y descubro que es de noche. Dos camionetas de la Policía Fronteriza se estacionan frente a nosotros. Nos gritan en inglés que pongamos las manos detrás de la cabeza y que nos arrodillemos. Casi todos lo hacen, pero yo recuerdo que nadie puede verme y me levanto. Los policías están ataviados con ropas que les sirven de escudo contra nosotros. La niña está asustada y quien parece el líder de los gringos pregunta una y otra vez ‘¡¿quién es el pollero?!’, pero nadie responde. De hecho yo ya no veo al pollero. Lo busco con la mirada, y noto que la señora de los pies lastimados sigue en el suelo, se cubre el rostro con las manos y llora. Uno de los policías se le acerca y le pregunta qué le pasa, sin dejar de apuntarle con su arma. Detrás de mí un pastor alemán ladra con fuerza. Miro los pies de la mujer herida, y veo que están mal vendados y que sangran. Me acerco para ver su rostro pero no puedo… entonces me doy cuenta de que no puedo ver con claridad el rostro de nadie. Cada uno de ellos parece estar cubierto de gis grisáceo… de pólvora o sí: de arena. Lo curioso es que tienen expresiones: gesticulan miedo, rabia o ansiedad, pero no puedo ver la forma de sus narices ni el contorno de sus bocas.
En un parpadeo todo se vuelve blanco, en el suelo ya no hay nadie. Giro para descubrir que frente a las patrullas ha aparecido una mesa gris muy larga, parece de cemento o de barro. Alrededor de ella están sentados mis compañeros. Uno de ellos canta una suerte de mantra, un himno del desierto que no entiendo, no sé ni siquiera si está en español. Una pequeña figura humana camina sobre la mesa, a cada paso se sumerge más en ella. Va cada vez más lento y todos la observamos con tristeza. Frente a mí hay una anciana a la que sí puedo verle el rostro: está seria, el iris de sus ojos es negro. Sé que podría atravesar la mesa si quisiera, pero no lo hago. Más bien me acerco al otro extremo, donde se hunde un bote ataviado de homúnculos desesperados que patalean; se sostienen de su vehículo tambaleante, de los hombros y de las piernas de los otros. ¿Alguien llora?
En un parpadeo vuelve a ser de noche y veo cómo el jefe de la policía fronteriza presiona con sus dedos fuertes, el cuello de un hombre de gorra roja contra el cafre de la camioneta. Me acerco para ver su rostro pero no puedo, otra vez desaparecieron sus rasgos humanos. De repente el policía lo deja en paz y me apunta con su arma a la cara. ‘What are you doing?’, vocifera, y me indica que ponga las manos sobre la cabeza. Yo sé que puedo caminar hacia él y atravesar el arma pero no lo hago: me quedo quieta y trato de mirarlo a los ojos para que me humanice, ¡para que me humanice! Esa es mi idea. Pero es imposible, la luz de su linterna me deslumbra y no logro que crucemos miradas.
Otro parpadeo y todos desaparecen. ¿Está amaneciendo otra vez? Veo que una bolsa de plástico danza con el viento hasta aterrizar junto a un botellón que contuvo agua. Hace unos momentos yo escuché cómo esa agua descendía por la garganta de una mujer. Hay otras cosas tiradas en el piso y silencio. ‘¿Me salvé?’, pienso tontamente.
El visor 360 se apaga y uno de los encargados se acerca para quitarme el equipo y me indica que camine hacia la siguiente puerta. Me despido con una frase mal construida y entro a la siguiente habitación. Se trata de un cuarto muy pequeño que solamente tiene una banca de metal sobre la que yacen unas toallitas húmedas Huggies. Un bebé rubio en pañales me sonríe desde la envoltura, la cual entreabro para sacar dos toallitas y limpiarme los pies. Siento una gran vergüenza al hacerlo. He despertado de la pesadilla para entrar nuevamente a un mundo de comodidades burguesas. Tengo culpa de estar a salvo, de que no me duelan las piernas, de no tener sed. El bebé de la envoltura se burla de mí; la mirada con la que cargo, la ha visto repetidas veces durante el día.
La alarma suena y es tiempo de pasar a la siguiente etapa de mi despertar. Abro la puerta y me encuentro frente a un pasillo largo. A la izquierda se alza un muro de metal, que también sirve de pared al mini desierto. Del lado derecho se hace presente la voz de Iñárritu, que me explica que eso que está ahí es un pedazo de muro fronterizo real. Solía dividir México y EEUU y ahora está temporalmente aquí, en Tlatelolco. Avanzo lento y lo toco con mis dedos: lámina áspera, rojiza y sucia, con agujeros que dejan pasar un esqueleto de luz anaranjada. Me asomo por uno de esos agujeros y puedo ver al bigotudo y al de la bufanda, explicándole cómo funcionan el visor 360 y los audífonos, a un hombre nuevo. Ya le pusieron la mochila, él asiente a cada frase que escucha.
El pasillo se dobla hacia la izquierda en ángulo recto. A unos pasos está una mujer cuyos rasgos alumbra un hueco en la pared. Ella me escucha llegar y por un instante nos miramos a los ojos. Algo nos hermana, como al encargado de la puerta al jovencito rubio. Ambas caminamos en círculos en un espacio de 20 metros cuadrados; a las dos nos cegó el parpadeo de luces rojiazules; las dos escuchamos el ladrido de un pastor alemán invisible; las dos nos limpiamos los pies con vergüenza.
Ella vuelve a mirar dentro del agujero cuadrado de la pared; uno de ellos, pues hay nueve en total. González Iñárritu me explica que desde cada uno de esos cuadros, me mirará a los ojos uno de los migrantes que participaron en la filmación (¿la composición? ¿el rodaje? ¿la confección?) de Carne y Arena. En cada cuadro está escrita su historia personal.
Entrecerrados para que no los seque el viento, me miran unos ojos color marrón. A su lado se menean unas mechas de cabello acebrado. Luego se fruncen unas mejillas reprendidas por el Sol: sin proponérmelo imito la mueca. Un muchacho me mira por detrás de sus lágrimas, otro respira levantando sus hombros fornidos. Un hombre de la edad de mi padre me sonríe a medias. Una mujer de mi edad me mira como si supiera algo de mí que yo no. Siento el déjà vu palpitando en sus facciones, haciendo eco en mi memoria a corto plazo: el equivalente a ver a alguien en la calle y preguntar ‘¿dónde nos hemos visto antes?’. Llega la escalofriante y ridícula respuesta: ‘Ah, claro: de ahí te conozco. De mi pesadilla’. Sólo que no era mía.
El rostro de Manuel, el de Lina, el de Carmen y el de Yoni se velan a ratos, luego son cubiertos por letras blancas que parecen flotar en medio de nosotros. Las fantasmales palabras relatan anécdotas sobre el frío y la sed. Esporádica, se opaca la mirada de Francisco, la de Jessica, la de Luis, Amaru y de Selena, y yo leo sus historias sobre el miedo y el hambre, uniendo retazos tonales del desierto sintético que diseñó Emmanuel Lubezki. La mujer que llegó antes que yo a la instalación de Carne y Arena ya no está, no vi cuando salió, pero sí cuando llegó el hombre a quien espié por detrás de esta nueva cortina de hierro. Nos miramos un momento y pasa lo mismo: estamos hermanados.
Salgo por la puerta de cristal que desemboca en un lobby del Centro Cultural Tlatelolco. La temperatura, el olor, la gama de sonidos es diferente. Hay alfombras, escaleras de caracol, techos altos y arte moderno. Camino siguiendo los letreros de cartón que indican la salida, y escucho voces de adolescentes. Atravieso una suerte de taller de esculturas de alambre y de barro, allí una veintena de muchachos de 18 para abajo, recogen materiales, guardan cuadernos, cuelgan mandiles y se lavan las manos. Son alegres y quieren esculpir figuras que se estén quietas.
Afuera es de noche, el edificio que miré parece de juguete con sus luces encendidas, sus árboles guardianes no han dejado mas que un ruido de tiza. El cielo es negro. Me siento como un pez con las aletas dormidas.
El encargado de la puerta me pregunta cómo me fue, y yo le hablo con poquísima coherencia, de que aquello que vi no era arte que imitara la realidad. Esa es la gran innovación que todos los noticieros murmuran entre cortinillas, y que todos los periódicos redactan entre líneas: este arte no imita la realidad. No. Imita de manera aterradora y efectiva, a la construcción y la ejecución del sueño. Este nuevo método para decir verdades ya no es el tren bidimensional que nos arrolla, son sus engranes rechinantes, su inesperado cambio de rieles, el humo del carbón en nuestros pulmones, la vibración de los puentes, el viento que entra por las ventanillas y el peso de su metálico torso, porque ahora nos toca estar adentro. Me atrevo a decir, sí: Alejandro González Iñárritu garabateó con Carne y Arena, el octavo arte.
Viera Khovliáguina
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