Alejandro Tarrab
Caída del búfalo sin nombre
Malpaís ediciones, 2017
i.
La muerte del padre, el primero de los seis libros autobiográficos del noruego Karl Ove Knausgård inquietantemente traducidos como Mi lucha, arranca con un recuento sobre lo que pasa al momento exacto de la muerte y el manejo que le damos a un cuerpo que ha dejado de respirar: lo sacamos del hospital por una salida especial, lo transportamos en coches con vidrios polarizados y lo velamos en una sala sin ventanas hasta que lo enterramos o quemamos en el horno. Tenemos prisa, dice Knausgård, por deshacernos de los cadáveres.
¿Por qué? Tal vez hablar de la muerte es hablar de esta prisa.
Le tenemos miedo no sólo a enfrentar la muerte sino a tocarla con palabras, más aún cuando se trata de una elección propia. Y eso es justamente una de las cosas que Tarrab hace en Caída del búfalo sin nombre: nombrar al suicido, destacarlo, darle espacio.
El suicidio y la maldición comparten un pronunciamiento irremediable: ambos están vinculados con lo alto o lo sagrado, ninguno de los dos puede retirarse, sustraerse, desdecirse.
ii.
Tuve la suerte (uso esa palabra porque fue una circunstancia derivada del azar) de leer Caída del búfalo sin nombre al mismo tiempo que Glosa, ese libro extraño de Juan José Saer que relata un paseo en el que dos amigos reconstruyen una fiesta de cumpleaños a la que no asistieron.
Si bien no tienen demasiado en común en materia de trama, hay algo en su ritmo que los hermana. Más que su ritmo, en su intención: se parecen más a una pregunta que a una respuesta, y la pregunta podría ser ¿Cómo narrar la vida? O bien, ¿cómo narrar la muerte?
Ambos son libros que buscan, que avanza a tientas: Glosa en una sucesión de calles, claxonazos, peatones, veredas; Tarrab en un diálogo con sus personajes (la abuela suicida, el niño mago, el tlacuache que se hace el muerto) y en su propia muerte como simulacro o simulación. No se trata de indagar en la realidad (la fiesta, la muerte) sino en nuestro acercamiento a lo real, a los fragmentos a los que tenemos acceso a través de nuestros limitados sentidos.
iii.
Como cualquier persona que busca, Tarrab se va inventando un lenguaje propio, regido no por la cuerda de dios sino por la cuerda de los hombres: sabe que todo avanza hacia su destrucción y que cada palabra puede también significar su contrario.
Escribe en el listado con el que concluye el ensayo Superstición:
- No creo en dios
y en seguida
- Creo en dios parcialmente y me entrego a él
(Tarrab, el poeta, se asoma en sus ensayos.)
iv.
Escribir también es un acto de destrucción, porque la supresión o tachadura (actos característicos del suicida) responden a impulsos creativos. Así como la fotografía, al enmarcar la realidad, esconde más de lo que revela, el suicida reconstruye la realidad con su acto destructor.
¿Y que hay de lo aniquilado, de lo desaparecido, de lo que ya no alcanza a ser? Lo que desaparece, dice Javier Peñalosa, sólo cambia de lugar.
¿No será esta una forma de escritura –la forma particular del suicida–, una manera de llenar los lienzos y las páginas mediante la supresión y la tachadura, mediante el propio aniquilamiento?
iv.
Por su original en latín antiguo, Glosa significa “palabra oscura”. Pero tiene otros significados: es, por ejemplo, una explicación que se hace de un texto escrito. También se usa para designar una variación que ejecuta un músico a una composición previamente establecida, una nota aclaratoria de un libro de cuentas o una forma poética que se elabora a partir de versos previos.
Podría decirse que Glosa es una palabra doble, que por un lado brinda una explicación y por el otro la exige. Caída del búfalo sin nombre es justamente eso: una serie de anotaciones, tachaduras, voces, cartas no enviadas, suplantaciones y desvaríos. Una glosa del suicidio (el real de la abuela, la posibilidad del propio) que parte de la posibilidad de decir NO y una exploración de éste como acto creador.
vi.
En sus Apuntes sobre el suicido, el filósofo británico Simon Critchley dice que la capacidad de suicidarse es lo que nos identifica, al menos parcialmente, como humanos: el mundo puede someternos a una larga serie de ultrajes, pero no puede arrebatarnos la posibilidad de terminar con ellos.
Hacia las últimas páginas de Glosa, Saer escribe que Leto anduvo los últimos años de su vida con una pastilla de cianuro en el bolsillo para recordar que no era mortal, sino soberano.
Tal vez Caída del búfalo sin nombre es un recordatorio de esto mismo.
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Isabel Zapata
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