Por fuera la cosa luce como de cualquier baño de vapor para señores, por dentro los baños Finisterre cuentan una historia muy diferente.
—Te digo que hay unos que no se ven tan putos.
Hay contextos en los que eso funciona como halago, que te digan que pasas como macho aunque te encante jugar a los vergazos. Los albañiles usan el cuerpo, que aparece como un acento a la conversación que acaban de pausar. Están remodelando los vestidores y los dos hombres con ropa destacan entre tanta desnudez. Los Baños Finisterre son limpios a niveles sospechosos, como si no fuera un refugio marginal. El cuerpo del que hablan se encierra en un cuartito y se pone sus botas casi tan rápido como se las quitó. Está listo para ocultarse de nuevo tras las máscaras.
Hace apenas dos horas que llegó. Del metro San Cosme caminas hacia Manuel Carpio y das vuelta a la izquierda. La avenida parece estancada en un pozo sin tiempo. Las calles se ven igual que en las películas de finales del último periodo priísta. El mercado con sus abejas y sus marranos destazados. Los taxistas que atropellan. Un ciclista maneja cual trailero mientras una silla de ruedas supersónica se confronta con los coches, sin esperar el alto. Ahí, entre la vinatería que está mejor surtida que la farmacia y la base de microbuses desmantelada, aparecemos las jotas como parte del folclore.
Hay un flujo constante de hombres que llegan y se van de los Baños Finisterre. No importa que sea martes y recién haya pasado la hora de comer. Los azulejos exteriores de los baños reciben sin cuestionar a los ninis y los faltosos. A veces hay filas como de tortillas para entrar, especialmente los sábados temprano. Aunque no sea más que una fantasía clasemediera, el servicio es excepcionalmente bueno. Por fuera la cosa luce como de cualquier baño de vapor para señores, sin extravagancias ni despliegues de un amor que por dentro nadie se atrevería ni a recordar.
Baños Finisterre, un secreto a plena vista
Un despistado podría tardarse más de media hora en entender el marco subtextual. Las pistas las va dando el primer cuadro. Dejando atrás la casetita de cobro y la barra de micheladas como de tianguis, un hombre mayor de bata blanca y expresión indiferente le hace el pedicure a cualquier tipo. Sus gestos y su onda dicen que podría cortar el pelo en una estética de barrio, con el perdón de la referencia estereotípica. La escena es la de un chisme entre comadres, el tema del día es el más reciente revolcón del pedicureado.
En el segundo piso hay camerinos. Dejas la ropa en unas bolsas y en su lugar te dan una sábana rugosa con el nombre desgastado: “Baños Finisterre”. Si quieres puedes pedir unas sandalias, si vives al límite y no te importa darle asilo a la mitad del reino fungi. Dejando las telas todos se insertan en el papel que quieren usar, aunque algunos no aprovechen la disolución de la persona y decidan seguir siendo tan aburridos como afuera. Sea cual sea la elección, adentro será inevitable el vuelco de pieles y fortunas.
El sol está a todo, son como las tres. El hombrecito que guarda tu equipaje escucha alguno de esos programas de concursos que transmiten a la hora —¿por qué es amable?—. Abajo del uniforme puede que esconda algo atractivo. No demasiado, lo más que podría esperarse del ambiente. Adentro igual y sí le dabas. ¿Sí sabe que somos maricas? ¿Por qué sonríe?
El cambio es cosa de segundos. A veces la prisa y el calor terminan por ganar. La entrada (la de a de veras) es como empezar a ver el video de “Rabiosa” de Shakira. Casi puedes escuchar el tonito de la rola. Tuuu-tu-ru-ru-tu-tú. Todos te miran. Los hombres recargados en los muros. Alguno que otro toque; el pecho, las nalgas. Los más tímidos, los brazos. Después del pasillo principal hay tres opciones. La primera es aburrida, el vapor es poco y los hombres reposan en sillas plásticas con el logo de Corona. Así como de domingo de canasta con las amigas. La segunda empieza a mejorar.
La puerta de la izquierda te lleva a un cuarto repleto de hombres que adoran la levedad. Un cubo de calor y descanso en plan comuna. En un intento por hacerse gobernante de sus actos, el olor azufroso invade los pulmones de los presentes. No lo consigue si es temprano, o muy tarde tratándose de sábados. Todos parecen comportarse como si no hubieran llegado guiados por la misma pulsión. Como si de veras hubieran ido allí a bañarse y no esperaran terminar cogiéndose un chacal. Si no salen directo de una peda, llegan mostrando los orificios de las cruces en las plantas y en las manos.
Los amores fugaces en los Baños Finisterre
Si nadie suelta el primer chispazo todos se quedarán impávidos, formando tres filas contra los muros. Los tipos tumbados en los azulejos, tocándose entre todos. Evocando el cuadro de Alma-Tadema, Un traje favorito, en versión porno. Aunque hay algunos que se esfuerzan en lograrla, la situación es mucho más sosa y aburrida. Cuando llega el atardecer y van pasando de las cinco, los falos empiezan a interactuar. Menos por ganas que por resignación.
Qué dulce que es la levedad, que va dejando gozar hasta a los que afuera no habrían recibido ni un besito. Son instantes cortos en los que se dispara el subconsciente. También son pocos y no tienen claridad, pero son. Un hombre gordo, feo con ganas, recibe una chupada doble en esa verga tan perfecta a pesar del rostro. Un trío se trama más al fondo, entre el vapor. Alguno que otro fierro se masturba.
Nadie se viene. Parece que todos encuentran de mal gusto regar la leche por el suelo. Quizás en las bocas sí se pueda (guiño, guiño de peligro). Quién sabe. Tampoco dura tanto. Pronto los besos se disuelven y la corriente va llevando el ambiente hacia la tercera puerta. Al traspasarla das a un cuarto de masajes, otro pasillo y un lugar abierto con regaderas. Cuatro cuerpos descansan, bocabajo, en mesas de plástico plegables. Cuatro señores de bata y con bigote les frotan las nalgas con espuma. Sus rostros son los de cualquier taxista o microbusero. Como que le dan un aire al Pote, de La Reina del Sur, y en ese parecido se esconden infinidad de enigmas que han de mantener ocupada a la sociología por unos años.
El otro pasillo de los baños Finisterre da hacia un conjunto de mingitorios, un túnel inmenso de habitaciones privadas (a donde se mueven los grupitos a coger) y un cuarto pequeño de vapor. Es una habitación con apenas espacio suficiente para que se sienten tres personas. Aunque las condiciones son limitadas, el flujo de entrada y de salida es más grande que en cualquier otro rincón del refugio. Adentro la cosa tiene más formita. Tirados en el piso, tocándoselo todo, en plan mejores amigas agarrándose confianza.
Ernesto está ahí adentro; es normal encontrarse conocidos. La banda que topas le quita a todo un poco la emoción. Lo que vende aquí es la ligereza. Nadie quiere coger con compromisos ni ante ojos anteriores. El sitio no sería rentable de otro modo. Nadie, o casi nadie. No faltan las parejitas que prefieren quedarse a platicar cerca de las regaderas. Semidesnudos, mirándose los torsos. Casual, como de piscina de un hotel o de tarde dominguera en un spa en el medio de Morelos. También dicen presente las que están rescatando su relación y acuden a pedir respiración de boca a boca.
Ernesto es uno de esos, de los que van por la ilusión de formar nexos con la banda que se encuentran. Sus incongruencias se resumen al binomio que dio vida a la novela de Kundera: peso versus levedad. Igual se integra sin problemas a la explosión cerca del suelo. Un ejército de vergas se amontona en círculo contra la pared. Una cabeza de hombre arrodillado no encuentra en su boca suficiente abasto de saliva para lubricarlas todas. De verdad que hay para todos. Hasta para ese hombre que se parece a Craig de Malcolm in the Middle.
Al primer orgasmo todos huyen, invocando la regla del semen que no corre. El chorro espeso color pulque recuerda de golpe a la masa impersonal la insoportable condición humana. No hay eyaculación que no saque boleto de vuelta para todos los presentes. El grupo se disuelve y se van acercando a la salida. Es tarde, en cualquier momento el guapito de la entada va a pedirles que le lleguen. Los otros cuartos ya están casi vacíos. Quedan los errantes esperando que otra vez se los despachen. El cuerpo sube al vestidor y pide sus botas y su ropa.
—Te digo que hay unos que no se ven tan putos —dicen los albañiles que lo ven pasar.
Y ahí está. Ése es todo el recorrido. A limpiarse todos y a vestirse. Hay que agachar la jeta pa’ salir y caminar bien derechito. Macho. Partemadres. No sea que la doña de las aguas reconozca tu secreto y dé el pitazo. No sea que una banda de cabrones te vea meneando el culo y quiera hacerse de palabras. No sea que un día te mires desde fuera, desdoblando tu consciencia, y descubras que no tendrías que esconderte para el sexo. Ahí sí, pa’ que veas, no habría dios que se apiadara.
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