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Pregunto al hipotético lector: ¿cómo preferiría su fin del mundo? ¿Un desastre natural, una pandemia, una plaga zombie, una invasión alienígena? El ambiente en el mundo anda con un inquietante tufo preapocalíptico.
Mientras comenzaba a teclear las primeras letras de este este texto de temática apocalíptica, me interrumpe un intenso temblor de 7 grados en la escala Richter, justo en el aniversario del histórico temblor que atacó a México en el 85, hace exactamente treinta y dos años.
En un mes hemos sentido dos temblores agresivos en el país [reviso este texto la mañana del sábado 23, después de que en la mañana hubo otro temblor, de 6 grados y fracción en la escala Richter, en Oaxaca], el continente americano ha recibido el embiste de múltiples huracanes y tormentas tropicales, se han reportado otros temblores fuertes en otros países a lo largo de estos días. Estos desastres naturales vienen a sumarse a un ambiente global sumamente tenso, no sólo porque cada país está inmerso en sus propios problemas internos, sino porque tenemos delante peligros de alcance global.
Echemos un vistazo muy general de apenas algunas cosas sucediendo actualmente: múltiples huracanes con lamentables consecuencias, terrorismo agresivo in crescendo en Europa, el omnipresente conflicto en Medio Oriente, aumento ‒todavía más‒ en los feminicidios en México, la desquiciada dictadura de Maduro, el gobierno de Trump, los fuertes sismos de trágicas consecuencias en México, la cada vez más grande amenaza nuclear de Corea del Norte. De esta lista enfoquémonos, por un momento, en dos cosas específicas.
Lo primero son los sismos que resultaron en muertes trágicas, en derrumbes y en crisis humanitaria. Resulta escabroso que el segundo temblor haya coincidido con el aniversario del legendario temblor del 85 (en el que al final se dictaminaría que la corrupción mató más gente que el propio terremoto). En las actuales labores de rescate se cuenta con mejor equipo y técnicas, durante todos estos días atestiguamos una explosión de solidaridad a nivel nacional que, a estas alturas de estar el país tan jodido en todo aspecto, resulta profundamente reconfortante. Sin embargo, a pesar de lo admirable de la ayuda práctica prestada por tanta gente desde todos lados, la tragedia ya sucedida no puede borrarse, se ha rescatado gente, pero muchos murieron y muchos, desde el sismo anterior, perdieron prácticamente todo lo que tenían en la vida. En el aire ha quedado un ambiente extraño, el aroma de una de esas tragedias que no pueden achacarse a otros seres humanos sino, en todo caso, a lo pequeño de los seres humanos ante el mundo, esa es la sensación apocalíptica que siempre queda como vaho a nuestro alrededor en situaciones así. Queda esa sensación de que está sucediendo algo más grande, algo por encima de nosotros. Estos son, pues, los dos polos en que nos han dejado estos temblores: el polo del miedo más primigenio y la esperanza nacida de la solidaridad abrumadora.
Lo segundo es la amenaza nuclear que se cierne sobre el mundo. La posibilidad, demasiado real, de un conflicto nuclear que, no es ningún juego, podría barrer en segundos con gran parte de la población mundial. Actualmente esta opción es tan posible, quizá incluso más, que durante la Guerra Fría. La diferencia es que, durante la época de la Guerra Fría, el mundo entero estaba pendiente y en ascuas de tiempo completo… ahora, en cambio, una situación tan importante tiene relevancia intermitente en los medios de información, seguramente por culpa de la marejada inmensa de información de todo tipo por todos lados; incluso si hacemos de lado las noticias que son frivolidad pura e irrelevante, incluso si consideramos únicamente las noticias serias, graves y preocupantes, encontraremos que sigue habiendo demasiado, cualquier cosa se termina disolviendo en esa marejada ininterrumpida. Por otro lado, la propia gente no reconoce el peso real de muchas cosas que suceden en el mundo (en México la atención hacia las consecuencias de los sismos ha sido una constante: sucede en nuestro propio país y las imágenes han sido devastadoras; pero, una vez más, suceden simultáneamente demasiadas cosas en el mundo entero, incluso teniendo las ganas es difícil mantenerse al tanto de todo).
2
Recuerdo la última vez que tuve una sensación apocalíptica, como la que se siente por momentos actualmente en el aire, fue allá por marzo de 2009, cuando en México se declaró la pandemia de influenza AH1N1. Al final, la pandemia fue más bien inofensiva, la influenza estacionaria común mata al año mucha más gente de la que se llevó aquella nueva cepa… sin embargo, era eso, una cepa nueva, eso bastó para hacer sonar las alarmas de la Organización Mundial de la Salud. Durante esos días se ordenaron varias medidas preventivas en todo el país, nos encontramos rodeados de escenas inéditas y a veces escalofriantes; las calles se llenaron de gente con cubrebocas (se repartían en las calles del DF), los partidos de futbol y las grabaciones de algunos programas se transmitieron sin público presente en vivo, las misas a veces se cancelaban y a veces se impartían al aire libre, con las bancas acomodadas en los atrios. Los medios informativos recalcaban evitar las multitudes lo más posible, nos inundaron anuncios, carteles y folletos que enfatizaban la prevención higiénica y hasta la mejor manera de estornudar y, con todo y las inevitables bromas entre la gente, el ambiente adquirió un cierto tufillo apocalíptico, de esos que la humanidad habrá de sentir una y otra vez, periódicamente, hasta que nos llegue el verdadero fin del mundo.
Cuando en los noticiarios dieron por primera vez el aviso oficial de que se declaraba una pandemia en el país, yo estaba en mi cuarto y era de noche; mi madre entró y me dijo que cambiara de canal para ver las noticias. Ahí, López Dóriga avisó de la emergencia sanitara. Antes de cambiar a ese canal, yo había estado viendo el inicio de Resident Evil 2, la secuencia en que una ciudad es declarada en cuarentena ante el azote de un virus letal.
De aquella época en que se temía una mayor gravedad de la nueva cepa de influenza recuerdo cosas muy concretas. Por aquellos días viajaba frecuentemente con mi papá a Apizaco (de esa época lo que recuerdo con más cariño y añoranza son, precisamente, los viajes en auto con él, no en la carretera sino en caminos alternos, escuchando música y platicando sobre distintas cosas); recuerdo vívidamente los viajes de ida y vuelta (por la mañana y al atardecer) durante los días de la pandemia, el paisaje tenía algo distinto, los árboles, las colinas, las casas solitarias, de pronto todas las cosas se veían bajo el filtro de una situación que, dejando corretear libremente a la imaginación, podría anteceder la extinción de la humanidad. Con esa idea de por medio, el paisaje natural triplicaba su belleza (revestida con la certeza de que el paisaje nos podría sobrevivir a todos y su encanto no decaería ni un gramo incluso si no hubiera personas para mirarlo), al mismo tiempo la poca gente que encontrábamos por el camino se volvía contundentemente trivial en lo que fuera que anduvieran haciendo.
También por esos días, estar dentro de casas resultaba especialmente reconfortante; la idea de una pandemia en el mundo exterior volvía un hogar más reconfortante que nunca, similar al efecto que causa la lluvia cuando se está dentro de casa, sin necesidad de salir. Precisamente en una casa, junto a grandes ventanales que daban a la calle ‒un poco más vacía que de costumbre‒, vi todas las películas de Resident Evil que había hasta el momento, para seguir alimentando las imaginaciones que nacían de la situación alrededor. Además, la recomendación de evitar las multitudes combinaba con la que de por sí era mi tendencia natural, así que también redoblé el tiempo para distintas lecturas.
Quizá lo más notorio de esa época fue que en casa hubo casi todos los días comidas maravillosas, varios días seguidos, con vino y música, en el más fiel espíritu decameroniano (inspiración directa para esas comidas). Durante esa época, un hipotético fin de la humanidad sirvió para recordar la estima a aquellos placeres terrenales.
3
Un cristiano autoproclamado experto en numerología y estudios históricos independientes advirtió que el fin del mundo sería este sábado 23 de septiembre (el hipotético lector que se encuentre leyendo esto después del sábado se preguntará por qué el planeta y la humanidad siguen existiendo: el sedicente profeta cambió de opinión el mero sábado en la tarde, diciendo que siempre no se acabará el mundo, pero nunca volverá a ser como era antes); el 21 de septiembre, en California, Estados Unidos, la transmisión televisiva fue misteriosamente interrumpida en todo el estado por un perturbador mensaje que advertía sobre el fin del mundo, el advenimiento de una época violentísima, amenazas alienígenas y cosas similares; mientras esto escribo, en el cielo las estrellas y constelaciones acaban de acomodarse en una formación que corresponde a la virgen embarazada, coronada por doce estrellas, de que nos avisa el libro de las Revelaciones.
Volviendo la mirada una vez más a una situación mucho más inmediata, es decir a los estragos que dejaron los recientes terremotos: nos resulta una bofetada en nuestra mejilla colectiva, un contundente recordatorio de lo frágil que somos todos y aquello sobre lo que pensamos estar construyendo nuestra vida. Técnicamente ni una sola persona en el mundo podría afirmar con absoluta certeza si los temblores están ligados a un posible fin del mundo o no… pero, de cualquier manera, esos temblores sí significaron el fin del mundo para muchas personas fallecidas en distintas ciudades. Además de la admirable lección de solidaridad colectiva, estos recientes sustos geológicos y sus consecuencias nos deberían servir para reflexionar sobre nuestras propias vidas, lo que tenemos y valoramos en ella. El mundo podría terminarse en los próximos cinco minutos si Corea del Norte decide lanzar un ataque nuclear que Estados Unidos respondería de inmediato; el mundo podría terminarse para nuestra ciudad entera si de repente nos llega un terremoto o un huracán especialmente grande; el mundo se podría terminar para uno mismo, si una influenza (ni siquiera de cepa nueva, sino la común estacionaria) se sale de control. El fin del mundo, colectivo o individual, no es una idea para impulsar el pánico, sino que, más bien, en cualquiera de sus formas debería aprovecharse como una reflexión, un recordatorio de que es vital, como seres humanos, saber lo que pasa en el mundo y ayudar pero, además, estar conscientes de lo que hacemos, valoramos y priorizamos en nuestras propias vidas; quizá no al grado prácticamente cínico de las celebraciones decameronianas, pero sí abrir los ojos genuinamente. Hagamos algo de provecho con nuestras vidas, antes de que se acabe el mundo.
Y como cantaba Mono Blanco: El mundo se va a acabar, el mundo se va a acabar, si un día me has de querer te debes apresurar…
Diego Minero
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