Las ensoñaciones infantiles
Cuando era muy niño y conocí una cosa ahora desconocida llamada walkman, pasé días enteros escuchando cassettes de los Caifanes y La Cuca, intercalandolos con un disco promocional de Culebra Records (ese a veces en discman o en un estéreo). Esas canciones me despertaban espontáneamente ideas abstractas que quizá formaran parte de una historia más grande o quizá cada una fuera totalmente independiente. Con esa música pensaba que podría haber incontables historias sobre brujos, espectros, naguales y monstruos, como las que me gustaba leer en libros y en comics, pero sucediendo en mi propio país y con referencias más inmediatas y específicas… empecé a preguntarme ¿Por qué no sucedían aquí, aquí mismo en esta pequeña ciudad donde vivo? Durante años seguí imaginando esas ensoñaciones infantiles, no pasó mucho tiempo para que me preguntara, ya con toda seriedad, ¿por qué nadie lo hace? ¿Por qué nadie cuenta aquí esas historias?
Pasaron los años y, por supuesto, me di cuenta de que el asunto no era tan fácil. Sin ninguna duda debían existir personas con grandiosas historias de fantasía, sucedidas en México… pero si de por sí suele ser difícil publicar en México lo es todavía más cuando se trata de historias dentro de un género menospreciado (o en un género que ni siquiera es sencillo de etiquetar). Poco a poco han ido surgiendo excepciones, sin duda encontramos un parteaguas vital en Cronos, de Guillermo del Toro. Sin embargo, la fantasía y las raíces son cosas que no se mezclan necesariamente y, cuando así se hace, los resultados suelen ser muy variados en calidad.
Hay algo muy especial en Coco. Cuando fui a ver la película por primera vez, estuve lagrimeando durante prácticamente toda la película; no solamente por las escenas evidentemente emotivas, sino por todas las cosas que estaba viendo en pantalla, cosas tan inmediatas y familiares, tan específicas. Cuando Miguel atraviesa un puente de pétalos de cempaxúchitl y encuentra del otro el mundo de los muertos, enorme y colorido sobre ruinas prehispánicas, en medio de animados esqueletos y con alebrijes volando como dragones, fue cuando me puse a llorar por primera vez durante la proyección: esto, pensé, esto es lo que he estado esperando años para ver en el cine.
Coco
Pixar es Pixar, de modo que lo primero a señalar es una calidad de animación impresionante. Del lado del mundo de los vivos esto resulta especialmente notable, porque el público mexicano tiene perfectamente presentes las cosas reales con las que comparar sus emulaciones en pantalla; todos sabemos la tonalidad que adquiere la luz al filtrarse por una lona coloreada sobre un puesto de fruta, el aspecto de la luz artificial en calles humildes, las clásicas blusas de señora mayor tras los omnipresentes delantales, los panteones en fechas festivas, etc. Todo está ahí, todo es tan real que en un primer momento pasa desapercibido… después despierta una cierta sensación surrealista al ver un reflejo fiel de cosas reales que hemos visto cotidianamente, pero reproducidas en pantalla grande con esa calidad de producción por uno de los estudios más importantes de la actualidad.
Por otro lado, sabemos que no todo se trata de una fachada bonita y sin más. Aquí, afortunadamente, hay un alma dentro de esa construcción tan hábilmente fabricada.
La película de Coco se siente como estar en casa. No sólo su retrato de un pueblo mexicano que todos tenemos la sensación de haber visitado alguna vez en la vida, sino también en el mundo de los muertos, que resulta profundamente reconfortante en su familiaridad.
Suena a cursi lugar común, pero no existe otra manera de decirlo: Coco realmente es una carta de amor hacia México. Es evidente el exhaustivo trabajo de investigación que hubo durante la preproducción, sin caer en el error común de quien ha investigado tanto que convierte su obra en una transcripción informativa de lo que ha investigado, arrojando la historia a segundo plano; aquí la investigación se nota en los detalles, y se sabe excelente precisamente porque tiene una naturalidad que la vuelve no un documental, sino una ambientación creíble. Es una carta de amor y un homenaje, pero sin volverse solemne. Hay muchas cosas que yo, personalmente, detesto del país donde vivo, pero también hay muchas otras cosas que amo; Coco está principalmente sustentada sobre muchas de esas cosas que amo. La película está repleta de guiños a la mexicanidad (sí, el término da para un debate de años, y sin embargo aquí puede usarse perfectamente), pero cada guiño y cada elemento existe en la película por un motivo, nada es fortuito; siguiendo una de las leyes de oro de Pixar, todo existe en función de la historia.
Una historia que es sencilla (¡ah! Es tan difícil armar una historia sencilla y fluida que resulte interesante, no banal) y se traza sobre tropos ya bien conocidos, pero sobre eso consigue originalidad y una identidad propia. En conjunto, resulta una historia profundamente conmovedora, no por medios simplistas, sino porque nos vuelve la cabeza hacia aspectos que vienen a ser quizá la única certeza que tenemos en la vida, y mientras nos hace mirar ese aspecto deliberadamente ignorado por todos cotidianamente, nos ofrece un abrazo cálido que consigue tocar una nota muy específica y personal en cada uno de los espectadores.
Parte de esta calidez se debe a la familia muerta de Miguel: cuando se encuentra con ellos, todos lo conocen y él los conoce a ellos, a pesar de que no coincidieron en vida. Su familia muerta se ha mantenido al pendiente de él y lo reciben con cariño; incluso Imelda, con todo y su severidad Maríafelixiana y condiciones que desagradan a Miguel, ama a su descendiente. La película sí explora puntos familiares que son vigentes entre familias vivas: la manera en que a muchos los divide la idea de elegir entre su familia y una meta personal, la necesaria fidelidad y apoyo familiares; cómo a veces la familia impone reglas que pretender ser por el bien de todos pero en realidad se derivan de motivos personales y egoístas; cómo a veces un individuo toma actitudes que pretenden ser para bien pero en realidad tienen motivos igualmente egoístas y, lo más importante de todo, no siempre se trata de elegir solamente una cosa y desechar otra. Pero hay otro punto, el otro cincuenta por ciento de las reflexiones familiares puestas en la película, y es específicamente la calidez familiar en el otro mundo; esa es la noción que me fue inculcada desde muy niño, ese recibimiento natural y amoroso es el que espero cuando llegue el día en que, en el otro mundo, me reúna con la familia a la que nunca conocí en vida, pero a quienes conozco por todas las historias que me ha contado mi padre sobre ellos. Ver esto en pantalla es parte de por qué decía yo líneas más arriba que Coco se siente como estar en casa.
La película no es mexicana solamente de fachada, sino en su motor interno, en la maquinaria que la mueve. Consigue el equilibrio perfecto. Resulta más que curioso compararla con El libro de la vida, película de animación estrenada en 2014, donde la trama también se mueve hacia el mundo de los muertos y que también incluye un conflicto familiar sobre tener que elegir. El libro de la vida sucede en México… y sin embargo, su parafernalia remite más bien a una visión españolizada y agringada de México, la que se repite como clichés errados en caricaturas y otras películas. Resulta curioso en este caso porque el escritor y director de la película, Jorge R. Gutiérrez, es mexicano de nacimiento. Nació en Ciudad de México pero se crio en Tijuana, estudió su carrera en California y ha trabajado completamente en la industria de animación de Estados Unidos; quizá eso explique que su visión de lo mexicano se haya sentido alejada al compararse con el trabajo de años de investigación por parte de Pixar en tierras mexicanas.
Los elementos que se mueven por Coco son todavía más nacionales de lo que ya se adivinan de un primer vistazo. El fuerte peso de la música, la exaltación de la humildad, el pícaro embustero encarnado por Héctor (tradición cultivada en las historias contadas en México desde El Periquillo Sarniento, pasando por Cantinflas y que llega hasta los personajes de Xavier Velasco), el peso (para bien y para mal) de la familia, el drama inesperado (en la backstory que se descubre eventualmente), una reivindicación de los matriarcados familiares, los tranvías y, por supuesto, el collage mexicano que significa el propio mundo de los muertos, que comienza en ruinas prehispánicas (con todo y cabezas de Quetzalcóatl y lo que parece ser una enorme cabeza de Mictlantecuhtli) y asciende mostrando distintos periodos históricos del país registrados en los distintos niveles del mundo de los muertos que, además, está construida sobre un lago.
Vine al mundo de los muertos porque me dijeron que acá vivía mi tatarabuelo, un tal Ernesto de la Cruz.
El lugar común dicta que México es un país que “se ríe de la muerte”; guardemos el cliché en un cajón y más bien notemos que, con gran variedad de enfoques (para nada limitados a la risa), México ha tenido siempre una relación profunda y muy compleja con la muerte. Enfocar sobre el Día de muertos y el otro mundo una película que pretendía exaltar a México era la mejor opción posible, porque es un concepto suficientemente abstracto pero que en su retrato tiene una identidad mucho más honda y sincera que cualquier caótico episodio histórico del país donde siempre hay un jaloneo desde distintas perspectivas e ideologías peleando por imponer alguna interpretación sobre otra.
Las visitas a un reino de muertos (Pedro Páramo) y las reuniones familiares desde ultratumba (Un hogar sólido, Elena Garro) son recurrentes en la imaginación de los narradores de historias en nuestro país (y es temática de buena parte de nuestras leyendas). En cuando al aspecto fantástico ya comienzan subdivisiones más notorias; están las historias que reimaginan fantasías ajenas del país dentro de un entorno mexicano (Cronos, Guillermo del Toro; Vlad, Carlos Fuentes, Colman los muertos el aire, Ricardo Guzmán Wolffer), están los que exploran a fondo la mitología prehispánica (a veces en un fanatismo que termina en demérito de la calidad de la obra, a veces en formas más concisas como en Los perros del fin del mundo, de Homero Aridjis), están los que buscan una amalgama de esas fantasías prehispánicas con otras más globales (Operación Bolívar, de Edgar Clement o los thrillers de Bernardo Esquinca).
Disney y Tlaxcala
Disney ya había tenido un importante acercamiento con México durante los años 40, cuando Walt Disney y un equipo de acompañantes recorrieron el país y su visita culminó con las películas de Saludos amigos y Los tres caballeros. Se asumen motivos políticos tras este acercamiento (que al gobierno de EU le pareció conveniente enviar a alguien simpático y de entretenimiento ‒no un diplomático convencional‒ para reforzar las relaciones entre ambos países durante los tiempos que orbitaban la segunda guerra mundial) pero, de cualquier modo, lo que es innegable es que Walt quedó genuinamente fascinado con la experiencia.
Ahora, para ofrecer una conexión inmediata entre Disney y Tlaxcala lo más obvio sería señalar que es un huamantlense quien canta la versión de Recuérdame que suena durante los créditos finales de Coco. Sin embargo, hay una conexión muy anterior: la amistad cultivada entre Walt Disney y Miguel N Lira. Fue durante la época en que N Lira vivía en Ciudad de México, de momento no hay datos de que Disney haya visitado Tlaxcala, pero sí es cierto que ambos creadores simpatizaron y llegaron incluso a tratar entre ellos algunas de sus ideas creativas.
Esto, por supuesto, obliga a recordar la presencia de Malcolm Lowry en Tlaxcala (con todo y placa conmemorativa olímpicamente desapercibida en la plaza Xicohténcatl) y, por supuesto, mi fangirleo personal por H P Lovecraft no me permite cerrar este texto sin recordar que en el relato que escribe junto a Adolphe de Castro, El verdugo eléctrico, el narrador trabaja para la Tlaxcala Mining Company… digo, para volver al tema de historias fantasiosas y que entremezclan realidades aquí en nuestro país.
Diego Minero
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