Sucede que en los cumpleaños y demás celebraciones misceláneas se tiene la aparentemente inobjetable costumbre de comer pastel. Ya los griegos lo hacían para honrar a la luna, pero desconozco si hay registro de otro pueblo, además del mexicano, que deba ganar su derecho a una rebanada con un canto ritual. Al que no cante no le toca pastel, dice la tía. Y ahí estamos todos, jóvenes y ancianos, maestros y delincuentes, intelectuales y políticos de izquierda y de derecha, a capella o correteados por el grupo versátil: queremos pastel, pastel, pastel…
En 1867, los austriacos estaban muy agüitados porque Prusia acaba de barrer Europa central con ellos, y se le encargó a Johann Strauss II la creación de un vals no tan lacrimoso para los carnavales de aquel año. Strauss escribió aquel cuya fama eclipsaría a los otros cuatrocientos que escribió. El bello Danubio azul (An der schönen blauen Donau), o El Danubio azul para los cuates, se convertiría en un segundo himno nacional, símbolo de la identidad austriaca.
Cuando se estrenó, El Danubio azul tenía letra; la acometió un jefe de la policía austriaca que no desperdició la oportunidad para hacer un panfleto político en verso. El único que celebró su idea fue él mismo y no fue hasta que Strauss lo dirigió, ya sin coro, que el vals alcanzó fama mundial. Más tarde –demasiado, quizá– le confeccionaron otra letra que efectivamente hablaba del Danubio y los valles y las praderas y demás melcocha patriotera disfrazada de écfrasis del paisaje natural.
No es difícil creer que El Danubio azul llegara a México sin cargos arancelarios, dado que por aquellos años reinaba aquí cierto austriaco güero y de barba doble a la que nomás le faltaban las trencitas acapulqueñas.
Y el resto es historia conocida aunque poco apreciada. Los mexicanos hemos llevado el concepto de cover a un nuevo nivel. La idea de traducción nos tiene sin cuidado y la de adaptación nos viene chica. Hemos dominado el arte de extirparle el alma a una melodía y rellenarla con el postre a cucharadas. Remplazamos la identidad de toda una nación –la austriaca– con merengue y tres leches. Queremos pastel, pastel, pastel… Qué importa que aunque sea un vals ya nadie lo baile; qué importa que, muy en el fondo, nadie en la fiesta quiera pastel.
(La fórmula funciona tan bien que hasta Roberto Gómez Bolaños la adoptó, y ya ni quién se acuerde de The Elephant Never Forgets de Jean-Jaques Perrey, inspirada a su vez en la Marcha turca de Beethoven; para nosotros y para la mitad de América Latina es, y será per secula seculorum, el Tema de Chespirito.)
Maximiliano I de México terminó agujerado como regadera de porcelana vienesa en el Cerro de las Campanas por venirse a meter con un pueblo que le puso letra al Danubio azul. Fíjense en la próxima fiesta a la que vayan: boda, quinceaños, el posiblemente último cumpleaños del tío octagenario. La identidad del mexicano no está en una canción sino en lo que hace con ella; para él, no cabe la menor duda, Strauss quería pastel.
Adrián Chávez
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