Cuento de Aniela Rodríguez
Rot in hell, por Ytzel Maya. Collage, 21×24.
Fue de José la idea de ponerle nombre a mi barriga. El estúpido cariño le surgió desde aquel día, cuando no sabíamos qué hacer porque habíamos cuidado cada detalle (yo había cuidado cada detalle).
Lo intenté todo para no embarazarme; seguí todos los métodos afrodisíacos exactamente al revés y ni así logré salvarme, porque cuando a José se le mete una idea en la cabeza, ya ni quién se la quite. Me imaginé que iba a terminar casándome con alguien como él, todo lleno de horribles papeleos, con los zapatos bien boleados y listos para cualquier ocasión que se le ocurriera tomar las cosas y largarse. No sé a qué vamos a llegar con esto porque entonces recuerdo cuando llegaron los resultados del laboratorio y bingo,
Marcela, estás embarazada
Y bingo, gritos por la casa porque esto había que festejarlo con champán
Tú no, Marcela, porque estás embarazada
Marcela, vamos a tener un hijo
Marcela, mira cómo bailo
¡Marcela!
Y luego yo volvería embelesada al maullido de los gatos, peludos tasajos que rasgan la puerta porque saben que la leche caliente no tarda en llegarles y
Marcela dales su comida a los pobres, ¿qué no ves cómo tiemblan?
(…)
José Valle Espino. Treinta y dos años cumplidos. Graduado de la Universidad de Cambridge. Maestro en Derecho Corporativo. Miembro activo del Colegio de Abogados del Estado. Socio permanente del Club Campestre. Socio patrimonial de Espino y Asociados, asesoría legal y jurídica. Nada más déjalo que crezca, dice José. Se queda con la firma y la casa en San Pedro, las cuentas del banco, la colección de vinos de su padre, los cochecitos inmóviles que siguen con el capó arriba. Las joyas y los gatos de su madre. Las pecas. Los dedos debiluchos, y como de pianista. El anticuado abrigo que ha pasado de generación en generación desde el primer José que fundó la compañía y que, no queriendo la cosa, se sacó la lotería y tuvo un hijo idiota y un nieto más callado que pendejo. Las cuentas pendientes, la chequera de platino en los bancos más prestigiados del país. No puedo culparlo, mi desesperación de hacerlo regresar no me dejó otro pretexto que darle lo que más quería en este mundo. Aquí temblando, se escucha más fuerte cómo retumba allá abajo lo que José y yo prometimos no escupir hasta que no se notara, hasta que su madre fuera viendo cómo mi cuerpo iba pareciéndose al de un cervatillo y
nada más déjalo que crezca, Marcela
y él se echa bajo las cobijas a besarme esta prótesis que no soy yo, que no puedo insultar porque a José no le puede dar la hora de ponerle un nombre y yo rumiando que me quite el camisón con los dientes porque bueno, José así lo ha decidido…
(…)
Estoy ardiendo en fiebre. José viene y va de un cuarto a otro, echando atrás la cabeza, como si fuera también a volverse araña. Se ha tomado unos días fuera del trabajo para cuidarme; dice que debemos proteger cada partecita si queremos que todo salga bien. Hace su crucigrama todas las mañanas mientras va apurándome sorbos de infusiones que se expanden, como ondas densas, por toda la maleza de mi cuerpo. Me gusta más con lentes porque vuelvo a pensar en el día en que lo conocí. Luego me llevó a la cama, se los sacó de un tirón, y supe que tenía que amar a ese hombre si quería volver a quitarme la ropa. Mis padres estaban felices por lo nuestro; sus padres no veían bien que José Valle Espino, hijo unigénito y desgraciado coleccionista de automóviles miniatura se enrollara conmigo, Marcela Espino Santiesteban, prima segunda y desconocida hasta el momento por la familia. Muchacha ligerita pero callada, que había pasado veinte años de su vida en un internado norteamericano para volver a su pueblo de siempre, con la promesa inútil de heredar las empresas de su padre.
Vaya embrollo. Nos besamos desde el primer día; le quité los lentes y entonces supo que no había de otra. Que me besaba hoy porque no teníamos las estadísticas de nuestro lado. Que me quitaría la ropa sin la firmeza del sexo violento porque nos temblaba la mano todavía. Que seguro, a la larga, les venderíamos el mejor negocio: la próspera fusión de nuestras firmas.
(…)
No, señorita. Yo lo único que sé es que el joven José salió de acá muy temprano en la tarde. Yo creo que habrá ido a ver a su mujer, la pobre ha estado entre y sale de esas cosas. A mí nunca me dice a dónde va, nomás lo oigo salir; a veces azota la puerta y pum, ya sé que no está porque hasta deja el café calientito haciéndose viejo a’i en su escritorio. No, yo no sé qué hace el licenciado después de salir de su oficina. Sí, conozco re bien a la señora. A veces viene por aquí porque se siente mal, dicen que maneja por toda la ciudad y llega bien cansada, ahora verá, hace apenas dos semanas que se nos desmayó y ni cómo hacerle porque el licenciado ni estaba y a esa hora se nos va la gente a comer. Pero ella quería que le lleváramos a su marido porque nomás con él estaba segura. Cuando le toqué la panza se puso muy arisca, empezó a darnos de manazos y a chille y chille, de a’i no la sacábamos. Luego llegó el licenciado Valle y nomás así se calmó. Lueguito se quedó dormida entre sus brazos. Viera qué bonita es la señora, pero con tanto susto, pobre criatura. A ver si no le anda pasando algo.
(…)
José no ha llegado para la cena esta noche. Sé que no se está cogiendo a su secretaria porque se le nota en los labios cuando lo hace; se le ponen lacios como plumas, casi a punto de caérsele cuando acaricio con los dedos cada minúsculo surco de su mueca. No sé si me da asco o me excita saber que está revolcándose con una mujer más rubia, más flaca, más tonta. Sé que no está en una reunión de la empresa porque entonces su secretaria me habría llamado antes de tirárselo para corroborar que estoy aquí nomás paseándome por la habitación con mi barriga de gato a punto de explotar, con un niño que sabe Dios cuál vaya a ser su nombre y perdóname José por no querer que lleve el nombre de un desgraciado como tú.
Me había dicho que no tenía caso. Pedir mi mano sería un asunto estúpido, bobo y desesperado. Se largaba a Escocia, y yo que había soportado su carita de conejo y sus historias de cama y su desagradable manía de robarme el café y los cigarros con el cinismo de quien sabe que va a ser reprendido. ¿Qué chingados hacía, sino aceptarlo? Me volvía loca. Me hacía desearlo. La sinceridad con la que sus pequeños besos se hacían como copitos de nieve en mis mejillas me excitaba a tal grado que logré tener orgasmos en el automóvil mientras íbamos de camino a casa sin que él lo notara. Yo había accedido a no decir nada; él, sin embargo, tenía la manía de cuestionar cada detalle de nuestra profusa vida sexual. Preguntaba si valía la pena masturbarnos o si el sexo oral era mejor según el día. Si me encontraba cómoda elevando mis piernas en el aire, o prefería la almohada bajo mi espalda. Si me gustaría intentar una posición nueva que me cortara el aire justo en el momento del clímax y tal vez, solamente tal vez me matara por unos segunditos y así José pudiera cumplir el capricho de su vida, y así José, con todas las de ganar, lograra cumplir el sueño de volverme de piedra.
(…)
SE SOLICITA SU AYUDA PARA ENCONTRAR A LA PERSONA QUE RESPONDE AL NOMBRE DE JOSÉ VALLE ESPINO.
EDAD AL MOMENTO DE LA DESAPARICIÓN: 36 AÑOS
TEZ: BLANCA
CARA: OVALADA
LABIOS: DELGADOS
OJOS: GRANDES Y DE COLOR AZUL
CEJAS: DELGADAS Y SEMIARQUEADAS
CABELLO: LACIO, NEGRO
COMPLEXIÓN: ROBUSTA
ALTURA: UN METRO Y OCHENTA Y CINCO CENTÍMETROS
SEÑAS PARTICULARES: VESTÍA TRAJE SASTRE DE COLOR NEGRO CON CAMISA BLANCA. ZAPATOS NEGROS. LUNAR PEQUEÑO EN EL PÓMULO IZQUIERDO.
(…)
El acceso que posee Marcela como esposa de un gran empresario, a las acciones de la empresa, es inimaginable. El control de José sobre sus cuentas corrientes es un asunto de seguridad nacional; esta tarde no ha llegado a cenar, y yo, poco a poco, he perdido la paciencia. A ratos siento al bebé golpeteándome la panza y no puedo dejar de pensar en el nombre que iremos a ponerle a ese niño sin cara, heredero de una fortuna innecesaria que le dejará más o menos un título estúpido y la promesa de ser un inútil para el resto de sus días. Mamá dice que eso no debería preocuparme. El bebé está sano y yo no estoy para enojos.
Marcela Espino, sobrestimada por su esposo, ha hecho unas llamadas la noche del lunes para verificar que todo esté bien. Marcela Espino, llena de rabia, ha sentido cómo el bebé se pone fúrico y lanza un escupitajo que va quemando las paredes del vientre y allá abajo explotan las estrellas. Dios mío, José, ni siquiera le hemos puesto nombre.
José, que no contesta ni el teléfono, deberá estar dando volteretas en la cama con su secretaria mientras yo, aquí tumbada a los pies de la cama, restriego una y otra vez la panza en el piso. José, que no se ha preocupado ni por llamar a su hijo, tal vez tenga una mejor excusa qué ofrecerme con la que yo, Marcela Espino, pueda dejar de joderme la vida. Pero no importa, dice mamá. El bebé está sano y yo no estoy para enojos.
(…)
No, señito. Hace días que ninguno de los dos viene pa’cá. A mí la seño me hace podarle cada miércoles sus arbustos, dice que así crecen más bonitos pero ella qué va a andar sabiendo de’so, si el que la sufre es uno, el que le sabe pos’ ya pa’ qué le digo, pero yo me hago el que no la oigo, nomás le digo que sí a todo y a la semana que entra vuelvo. N’hombre, se sienta bien bonito, viera qué guapa es la seño…pero yo creo que anda triste, con todo respeto, el licenciado no se ve mucho por acá. Acá entre nos, yo digo que le anda jugando chueco. La seño se queda taruga mirándose la panza todo el día y a veces hasta tengo que llegar a hablarle de cualquier cosa pa’ que no se me vaya a echar a llorar, ya ve usted que dicen que las embarazadas deben cuidarse de lo que sea. Pero quién sabe, oiga, este miércoles estuve a toque y toque y ni la muchacha. A mí lo que me puede es que la otra vez no le corté los arbustitos y ya han de estar bien desparpajados…
(…)
José llegó tambaleándose. Tenía, en la camisa, tres manchas de labial color de rosa. A mí me dolía mucho la panza pero había procurado no ir al doctor porque me daba miedo que cualquier cosa pasara. Cuando abrí la puerta, no supe qué decirle. Me eché a llorar y él, que se caía de borracho, nomás me vio con cara de odio. Yo sabía que iba a decírmelo todo, se veía hasta arrepentido. Pero no sé si quería saberlo. Le pregunté rápido cómo quería que se llamara nuestro hijo. Su rostro, antes rasgado por la tristeza y el asco, se convirtió en un rictus de amargura y enojo, con el que me miró una y otra vez tras atravesar la puerta del cuarto. Yo no le devolví la sonrisa y él, casi internado en su posición de inútil casanova, se sacó la pistola del cinturón y me apuntó directito a la panza. Era una Pietro Bereta quién sabe qué; nomás me acuerdo que le tomé la mano y se la apreté bien fuerte. Debí adivinar su respuesta cuando dijo:
Se va a llamar José, como mi padre.
No me acuerdo ya de su cara, ni de sus manos, ni de la mueca llorosa que debió tener cuando jalé el gatillo. La bala, al principio tremendamente fría, fue sintiéndose como un cuchillo que resbala muy quedito en un pan recién cocido. Mi rostro se quedó tambaleándose, una y otra vez, en el fastidio de la sangre que manchaba el futón. José Valle padre, aprovechaba el ritmo para dejar caer la pistola sobre mi cara, mientras allá abajo, José Valle hijo, ignoraba la explosión infinita, que afuera se confundía con el sonido de la podadora andando.
Aniela Rodriguez
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