Que la corrección política está ganando terreno, nos dicen. Que qué horror. Que ya no se puede decir nada, porque siempre habrá alguien “que se ofenda”. Que vamos que volamos hacia un mundo de “intolerancia” sin precedentes en los que la “censura” ya no la ejerce el poder sino la opinión pública. Que qué horror, nos dicen. Nos lo dicen en memes y en tuits, pero también en las noticias. Uno de los pilares de la campaña presidencial de Donald Trump fue precisamente el “ataque a la corrección política”, de manera que cada vez que se le cuestionaba por haber llamado cerdo a una mujer o violadores a todos los mexicanos, él no se sacaba de onda y argüía que el problema no era él, sino nosotros y nuestra demasiada corrección política. Cuando, en México, no hace mucho, el ex director de TV UNAM, Nicolás Alvarado, ofreció su renuncia al cargo público tras hacer unas declaraciones pretendidamente inocentes de contenido homofóbico y clasista (lo joto y lo naco, en sus palabras), declaró que prefería sacrificar su puesto para poder ser políticamente incorrecto sin que se lo juzgara. En el primer caso, los estadounidenses celebraron —y votaron— al supuesto adalid de la incorrección política; en el segundo, hordas de súbitos defensores la libertad de expresión clamaron contra el “linchamiento” del que el ex funcionario era objeto por haber “expresado su opinión”, políticamente incorrecta, claro, se apresuraron a decir.
Vamos a decirlo de una vez, otra vez: la homofobia, el clasismo, el racismo, el neoliberalismo, el machismo y tantos otros, no son opiniones. Son realidades tangibles, cotidianas, respirables, con consecuencias aterradoras, medibles e inmediatas para las minorías, en primer término, y para la comunidad entera a fin de cuentas. Una mujer no “se ofende” por un comentario machista; una mujer padece todos los días la realidad que ese comentario habita. A un inmigrante no “le ofende” que lo llamen violador, porque su problema no es un individuo afrontándolo de manera verbal y personal, sino una institución social que no está hecha de opiniones subjetivas, sino de acciones concretas, como una deportación humillante, en el mejor de los casos, o una bala en la espalda sin preguntar, en el peor. Creer que una opinión subjetiva es inocente es el colmo de la candidez, de la ceguera social y del individualismo. No es su intención, nos dicen; es un simple chiste, nos dicen. Y sí; a nivel individual, decirle “qué nena” a un hombre —implícitamente convirtiendo lo femenino en peyorativo— o compartir un meme con terminación –tl puede ser de origen inocuo, pero a nivel comunitario es la legitimación y la reproducción del statu quo de la violencia. De esto tienen que estar conscientes quienes lo hacen, aunque les moleste.
Dicho lo anterior, volvamos a la corrección política. Basta echar un ojo a la historia, para ver cómo este término se ha utilizado sistemáticamente como escudo lingüístico para toda clase de abusos. Como rastrea a detalle este artículo publicado en The Guardian, el origen de la frase se remonta a algunas universidades gringas, donde las élites comenzaron a utilizarla para “defenderse” de las minorías que, tan malotas ellas, les exigían un trato más digno; más tarde, la izquierda norteamericana —suena a oxímoron, pero no lo es— comenzó a usarlo exclusivamente de manera irónica —un poco como, hoy en día, la comunidad LGBT ha adoptado a modo de burla el famoso “Imperio Gay”—, y sobre todo para monitorear, dentro de la propia izquierda, lo que pudiera oler a dogmatismo ortodoxo; no obstante, el neoconservadurismo se reapropió de la frase, esta vez a nivel de ligas mayores, como suele hacerlo: financiando institutos, publicando libros, y en general creando un aparato periodístico y mediático de contra-inteligencia sólida frente al progresismo de los derechos civiles de las minorías. No es casual que, alrededor del mundo, quienes enarbolan la cruzada contra la corrección política sean políticos de la derecha radical, como Marine Le Pen, en Francia, o el propio Trump, ni que sea la frase favorita de los opinadores de los periódicos alemanes ultraconservadores o, para no irnos lejos, de los columnistas de Milenio y Excélsior en México —ah, bueno, claro, y Clint Eastwood—. No hay una historia de la corrección política, señala el artículo, sino sólo una larga lucha contra ella, supuestamente una lucha “contra el autoritarismo”, pero que en todo el globo ha impulsado al populismo de derechas fascistoides, muchos de cuyos representantes ya están en el poder.
Pero ahora quisiera dejar a un lado la historia y pensar la corrección política en un plano más horizontal.
Entendamos “lo correcto”, en un sentido más amplio y para no entrar en discusiones filosóficas o hipercontextualizadas, como sinónimo de evolución social, como ese mecanismo que hace que en el 2016 a nadie en sus cabales se le ocurra pensar que la esclavitud pudiera ser una buena idea, aun cuando durante siglos fuera la norma —lo “natural” —, o que hoy las mujeres puedan votar, o que los negros no tengan que usar un baño aparte. Entendámoslo como eso que George Orwell definió como una época no más inteligente pero sí menos estúpida que las anteriores. Lo correcto puede volverse difuso cuando las luchas apenas se están dando, pero aterrizado al plano de los derechos civiles es más o menos claro —en el futuro, se verá a nuestra generación como aquella pueril y silvestre que no se decidía a legalizar el derecho civil de dos personas del mismo sexo a contraer matrimonio—.
En un mundo ideal, lo correcto tendría que ser equivalente a lo políticamente vigente; es decir, lo políticamente correcto —abstenerse de ejercer violencia de género o de clase, por ejemplo— sería políticamente cierto; al andamiaje administrativo y cultural de un país sería congruente con estas reglas, en favor de la armonía social y la justicia. En ese universo, la incorrección política no sería celebrada por nadie, puesto que iría en contra de los valores vigentes; sería justo y sólo eso, incorrecta.
Pero ¿qué pasa cuando lo correcto y lo político están dislocados? Pues pasa lo que estamos viviendo. La política vigente —de nuevo, en el sentido amplio no sólo del poder sino también de la estructura cultural de un pueblo— no es correcta. En México, por ejemplo, los derechos lingüísticos, autogestivos e identitarios de las naciones indígenas son sistemáticamente aplastados. El machismo es institucional. La homofobia (que es otra cara del machismo) sigue impidiendo leyes justas. El neoliberalismo se impone en reformas que perjudican a la mayoría y la desigualdad crece. O sea, la política vigente es una política incorrecta. Y en un contexto de política incorrecta, la incorreción política deviene corrección a secas.
Quizá Resulte demasiado confuso, así que tratemos con ejemplos. Donald Trump, un magnate que concentra en sí mismo la materialización de realidades políticamente vigentes, como el racismo, el neoliberalismo salvaje (que sus votantes llaman “éxito”), el machismo, no puede, por definición y álgebra elemental, ser políticamente incorrecto, ya que él mismo es políticamente vigente, con independencia de si es su partido o el otro el que está en el poder. Al emitir opiniones como las ya citadas desde su torre bañada en chapa de oro junto a su mujer trofeo, no está atentando contra el statu quo, sino legitimándolo. Aquí una fórmula, o algo así:
incorrección política = política vigente
incorrección = vigente
Nicolás Alvarado tampoco puede ufanarse de ser políticamente incorrecto porque su incorrección, el clasismo y la homofobia retrógrados, es la norma en el sistema que habita. Paradójicamente, sólo podría ser políticamente incorrecto siendo correcto, es decir, contradiciendo la realidad vigente.
Se me ocurre un ejemplo, entre muchos, de auténtica incorreción política en este mundo al revés, para finalizar.
En 2013, el escritor napolitano Erri De Luca fue citado a juicio, por haber “instigado”, con un par de publicaciones en el Huffington Post, al vandalismo. Resulta que, junto con muchos periodistas, participó del movimiento ciudadano No TAV, que se oponía a la construcción de una línea ferroviaria para el Treno ad Alta Velocità entre Lyon y Turín, por la inconsistencia entre gasto público y beneficio que proveería, por el brutal impacto ambiental que tendría, y por la corrupción político-empresarial que permeó todo el proyecto. Como se ve, la norma: la vigente política incorrecta, que en México no nos es ajena. En sus artículos, De Luca afirmó que, una vez agotados todos los recursos legales, las mesas de diálogo y las mediaciones para impedir “esta obra nociva e inútil”, la única alternativa era el sabotaje.
Este llamado a cierta incorrección (la violencia contra la propiedad, en este caso) para preservar la corrección mayor sobre la política incorrecta vigente es, a mi parecer, la única incorrección política posible en nuestros días. De otro modo, las autoridades del statu quo, un gobierno italiano pragmático e ideológicamente nebuloso —que recuerda un poco al PRI de Peña Nieto—, no habría actuado como lo hizo, enjuiciando a un escritor por sus palabras. Sobra decir que De Luca fue absuelto, porque, a diferencia de un servidor público o de un millonario presidente electo, o incluso de un hombre cualquiera —todos ellos en situaciones de privilegio respecto al pueblo, los pobres, y las mujeres, respectivamente—, sus declaraciones, con todo, no podían considerarse vinculantes. Otros ejemplos de auténtica incorrección política podrían ser las marchas multitudinarias, que tanto molestan a las buenas consciencias, o cualquier opinión en contra del optimismo empresarial o de la filosofía del ser positivo, ambos vigentes a un nivel casi dogmático.
Quizá debería preocuparnos menos estarnos volviendo “demasiado políticamente correctos”, y debería ocuparnos más que lo incorrecto se apropie de la política, que se siga utilizando un escudo léxico para defender, promover y hasta celebrar el abuso, y que lo considerado correcto por tantos sea en realidad tan siniestro.
Adrián Chávez
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